Somos sueños de fuga, un despertar exhausto
Por Marco López Aballay
Las rutas interiores de Manuel Oliva se revelan como células frescas y llenas de vitalidad ante todo lo que se cruza en su camino. La primicia consiste en abrazar el mundo y digerir su contenido como fruto prohibido para compartirlo con sus hermanos, los lectores. En el viaje se manifiesta el ángel que se eleva o el pequeño demonio que se autodestruye ante el paisaje. El horizonte se mueve entre dimensiones y el poeta las explora como las palmas de sus manos: entra y sale como brujo condenado ante las palabras que se queman en el papel. En el primer poema percibimos la chispa de su mirada en una metrópoli acaso imaginaria: Me muevo entre luces de neón: / Son rojas, verdes, amarillas. / Voy dibujando los rayos azules del viento / Pedaleo a 50 kilómetros por hora y el tiempo se dilata / Me deslizo entre los automóviles blancos / Los rascacielos nuevos de la ciudad / Extiendo mis alas y la frescura me desborda (pág. 11).
El ritmo de sus versos se mantiene en la totalidad de la obra, como una canción pop o un rap que se mueve en laberintos sureños tan vibrantes como el contenido de sus versos. A la luz de sus textos se renueva el paisaje, se reciclan las palabras que vuelan por los aires del sur mientras el aterrizaje se presiente doloroso: A lo lejos veo todo lo que se incendió / Y que hoy sigue siendo negocio / Ese verde duro, sin sentimientos / Ahí el dolor de los siglos / Por allá no descansan los treiles, / solo es un bosque que tose enfermo (47). Pero su delirio le permite un vuelo a todo trapo cuando la música irrumpe en el paisaje rompiendo la monotonía de las horas: un acto pasajero se inmortaliza, un recuerdo musical se dimensiona cuando estalla en el centro de su cama. En su cabeza giran las canciones de Kendrick, Daddy Yanke, Radiohead, Chet Baker, Quelentaro y Sol y Lluvia.
Gran parte de las temáticas de Rutas interiores (Tortuga Samurái, Temuco, 2021) se basan en la realidad que oprime al ser humano por naturaleza: dramas internos o externos que provocan a momentos una lectura pasiva y repetitiva. Pero las pulsaciones del texto nos arrastran a la cresta de la ola y en un ring improvisado nos llegan los combos y escupitajos de Oliva. El aullido de su garganta nos arroja a los límites de la poesía y lo divisamos entre metáforas que caen por los barrancos de su imaginación tirando letras a la chuña que reproducen collages de fotografías distorsionadas: Te dicen: no te caigas y tú te caes, te dicen, esfuérzate y tú te miras una noche borracho en el espejo, con la mirada turbia, justo antes de mandarte el jale que te mandó a la luna solitaria, donde tú y el frío se volvieron uno, y se hizo cada vez más claro que no hubo coraje para someterse a la monotonía del mundo, porque te pareció pueril; siempre insulsa y vacía. Te quedas un domingo con tu ropa oscura tirado en la cama, viendo las murallas ficticias y reales que te separan (pág. 22)
La rebeldía es su hermana predilecta que se tambalea de verso en verso, generando a ratos un pentagrama caprichoso: Ya no quiero más autómatas, quiero insurrectxs:/ Miles de niños y niñas nacidas en el barro / Crecidos en las escuelas de los no podrás / Con antorchas en las manos creyendo en sí mismos. // Haciendo arder los arquetipos y símbolos / Que nos ultrajaron la existencia. (pág. 34)
La poesía es la ruleta rusa que le quita las lagañas cuando escribe a medianoche mientras pololea con las palabras que cuelgan como cables pelados en una casa vacía. Sobrevivir en el intento es un acto heroico que le permite mirarse en el espejo mientras se empelota y se masturba: Es sabido que la poesía es carne / Sangre que se desparrama sobre el suelo / Con vísceras abiertas fosforescentes / Con pájaros enloquecidos por la abertura de la loba (pág. 35). En su disfraz de poeta Oliva desciende a los infiernos, le hace un guiño al fuego, abre la puerta de la pieza y se pasea por las calles buscando las palabras arrojadas a la noche. Obsesivamente insiste en escuchar esas palabras verdaderas. Esos gestos vivos acompañados de ojos mágicos (pág.41).
En estas Rutas interiores se perciben los vientos del estallido social en un mapa sin límites ni tiempo definido. Para Oliva la revolución -acción imperecedera, aunque con resultados inútiles- es tarea de poetas, estudiantes, raperos y callejeros. No hay marcha atrás cuando la calle se perfora de balines que caen como meteoritos en la conciencia de un niño harapiento. Las palabras, en fila india, se amotinan destrozando lo que sobra, y el poema cae como pétalo fresco: Hay frío al lado del Cautín y esto no es el Bronx / Estás pisando el barro. / Aquí podrían encontrarte los de verde y eso sería fatal: / En Temuco los pacos andan jalaos y odian a los pobres. / Al mandarte un pipazo, lo repites, no quiero más. // Yo también escapo / Pero me niego a robar en el barrio alto (Pág. 54).
La derrota, gesto poético y romántico, se posiciona en una escenografía luminosa reconociéndose como la hermana mayor de la poesía. Un final que presentimos en el zigzag de los versos y el cruce de palabras bajo la lluvia de Temuco. En esas dimensiones se mueve el libro de Oliva, como un barco rodeado de fantasmas que machaca sus sienes para que siga la ruta de sus pesadillas: Busco que aceptes la derrota histórica / Reconozcas la pérdida de la gran batalla que no dimos / Y nunca estuvo a nuestro alcance / Ya es tiempo que lo sepas. / Desde aquí te lanzo un suspiro en contraseñas: Elige el camino de espejos, del que hablaba la poeta. (pág. 42). En un punto del libro se revela el mensaje que cae desordenadamente en un juego de naipes. Tarea del lector será coger las cartas ordenándolas según sea su gusto: Contempla para mirar con nuevos ojos / Y haz el momento eterno, aunque mañana sea furtivo. / Dilo: no todo tiene que tener sentido. / La flor renace, escupe tu rabiosa maña del olimpo. / Date a entender que lo sabes en un día lluvioso. / Domina esa forma y sigue liándola / Devórate el mundo de un bocado / Echando la angustia por ese humo. / ¿Será posible saborear el dulzor / de la crema caliente de la noche? (pág. 42).
Oliva se desnuda ante el espejo lluvioso de su poesía y para subir los ánimos interviene el paisaje a su antojo elaborando un discurso entre social y poético y no menos generoso: Estoy en el baño y no hay nadie que pueda interrumpirme / A esta hora ya nadie corta leña o construye casas / A esta hora puedo ser poeta y fortalecer mi corazón. / Soy sudaka de clase baja, me reconozco. / Antropólogo, hago estudios sobre el presente / Lo que fue fuimos, siempre como una posibilidad. / Ya dejé mi hogar de infante / Ahora vivo en Tucapel junto a la Cote, Nico y Ali. / Tengo vida de intelectual de provincia: / comiendo poco, tragando libros / Anotando todo y desperdiciando el doble. / Enhorabuena: Me hice cargo. (pág. 56).
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