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  • Marco López Aballay

Sobre "Avistamientos", poemas de Cristóbal Bianchi


El mundo será una luz en una astilla y lo último que nos importe


La entrada a este libro (Editorial Aparte, 2022) nos sugiere una ciudad nocturna, con restos de nieve, árboles y cables eléctricos a punto de reventar. Imaginamos una ciudad vacía, con túneles secretos y luces de neón que alumbran las pesadillas de cama. Imágenes difusas que ingresan a nuestra cabeza provocando pequeñas explosiones a modo de Big Bang o Big Crunch, si se quiere.

No obstante lo anterior, a momentos percibimos poemas limpios, breves, lavados con agua de lluvia que, como agujas, clavan la carne del lector de turno. Versos que el autor dispara a quemarropa provocando pensamientos que se pasean de un lado a otro estrellándose en los pasillos de un hospital psiquiátrico. El disparo se difumina dando paso a rayos luminosos que abren espacios, dimensiones y rebanadas de tiempo para distribuirse en celdas de carne y huesos.

El viento es un pincel de acuarelas pálidas / Aguas de lluvia golpean la ventana/ El parque se difumina / Los árboles se borran / Tu bicicleta salpica las pozas y la muerte es una línea / Borrándose adelante / Destilan aguas por tu cuerpo / Tenues palabras salpican golpes / Tus silencios como lunares en la espalda / Nada que hacer / Lentamente nos borramos con cada lluvia (pág. 21).


Mientras escuchamos un mantra se nos aparece el poema Mar de Chile. La voz nos dicta sus versos y raja el poema en partes iguales:


Reman los surfistas y el último sol prolonga su luz bajo las tablas. Los tiburones arrancan sus extremidades. El atardecer borra los detalles. Dos helicópteros sobrevuelan la zona y arrojan cuerpos que abren las aguas como cormoranes hambrientos. El giro de las aspas levanta la minúscula tempestad de la superficie. Una vaca gira el cuello como acercándose a un lente (pág. 46).


El poema duele y nos falta el aire después de la lectura. A pesar de aquello seguimos los pasos del poeta, aunque le hacemos el quite a sus patadas de surfista. Optamos por no seguirle el juego, pero nos agarra de las patas arrastrándonos por el lodo de sus ideas.

Entre las líneas de sus versos se entrecruzan animales que se pasean por un territorio imaginario: perros, peces, gaviotas, pelícanos, tigres, ardillas, zanates, gorrión, queltehues, zorzales, lombrices, tordos, cóndor, perdiz, colibrí, búho, tiburones, luciérnagas, polillas, caballos, tortugas, loro, golondrinas, tórtola, chincoles. Animales y bichos que irrumpen entre las páginas enredándose en los hilos de un poema que cuelga en la niebla. Lejos de sus hábitats, parecen pincelazos en una tela de araña:


Un dron persigue a las mascotas. Las mascotas buscan los bosques. Sus dueños sacan armas. Tortugas esquivan las balas como si fueran golondrinas. Los dueños advierten con megáfonos: “¡Alto ahí!, ¡Estamos solos!” (pág. 56)


Poemas como collages de sueños colgados en el patio trasero o en el techo de un ataúd que se abre al universo. Un cielorraso transparente que muestra las siete maravillas de la poesía. O una pesadilla que dispara imágenes revoloteando por los aires en el pico de una gaviota. Imágenes, al fin y al cabo, que podríamos digerir a modo de postre o de café con leche.

A pesar de la brevedad de su discurso nos pasamos de revoluciones y seguimos camino al calvario. Ciudades y ruralidades amenazadas por la autodestrucción. Escenas de dolor y muerte se pasean como estatuas en un museo abierto. Nosotros los lectores, apelamos al verso, a la estética, al juego del poeta que manipula los naipes de la realidad más próxima. Y el horror se convierte en una obra de arte.


Los reyes han tomado una determinación: saborean un agua de hierbas. El vapor en la taza parece una niebla sobre la antesala de la emboscada. La voz del rey satura un armario vacío. Se expande el humo por regiones lejanas, dejándose caer sobre el rocío y el vapor de carteles de albergue. Mientras las risas de la corte curten la porcelana, se han hundido submarinos y después se han celebrado setenta mil funerales. Las cenizas sin almas serán perennes abonos para tierras secas. El aroma de las tazas, fragancia del sonido al final del armario. (pág. 50)


Cristóbal Bianchi se pasea por el mundo con cámara en mano, presiente las miserias y glorias del ser viviente. Manipula su pasado y las migajas del presente las desparrama entre sus hojas amarillentas. Lujuria y ambiciones en una postal turística, a modo de recordatorio, como notas a pie de página en un libro anónimo:


Cuando establecemos contacto con el norte, en Massachusetts, la familia Luksic sonríe y alista el asado. Los astros tienen poco que ver con estos acontecimientos. No obstante, hambre y caudal de río son hechos que aquí se relacionan: la luz del carbón es ligera como el abandono de la tierra luego de firmar escrituras en el Valle de Elqui. (pág. 51)


Paisajes y personajes que conviven en un cuadro, como los de Hilma af Klint, entre naturaleza y delirio, entre paz y violencia, entre amor y odio. Una amalgama de palabras donde la belleza se cuela en la tragedia. Una fuerza centrífuga que nos arrastra a su lectura circular:


Marco Aurelio llega a casa y revisa el correo electrónico. Sin notar la ausencia de su familia, lee los mensajes recibidos. Luego abre el refrigerador. Los dioses dejan caer un velo anaranjado sobre la ciudad. El coliseo es una planicie de montañas extraterrestres. Marco Aurelio anota su meditación número siete: “de Rústico debo renunciar a la poesía y no pasearme en toga por la casa”. (pág. 57)


Marco López Aballay

Putaendo, 2023







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