Presentación de «La muerte del shōgun», de Daniel Viscarra
- Editorial Bogavantes
- 30 nov
- 12 Min. de lectura
Por Julieta Marchant

Entro a ciegas. Se lo digo a Daniel: entro a ciegas, mi relación con lo japonés es inexistente y, por más que abra los ojos, hay un interruptor mental de luz del que carezco. Él me dice que no importa, que lo japonés es una excusa, que me fije en el material de los poemas, que me quede en el lenguaje. Leo lento y rápido, los poemas pasan veloces y de pronto se aquietan, decenas y decenas de ellos me obligan a frenar —qué significa esta palabra, es un lugar, una persona, un personaje de manga o animé, una referencia otaku, un autor, qué es—, me resisto a buscar los vocablos que desconozco porque el libro es largo e intuyo que, si me lanzo a traducir cada espacio desconocido a lo conocido, podría quedarme flotando durante meses. Unos versos se me pegan a un brazo: «la materia fantasmal sin adherencia / anegada en un vórtice / donde rotan / innúmeras voces / innúmeros ruidos» (64); varias páginas después, a ese verso se le adhiere otro: «hay una celeridad que borra cada hebra / que intente puentes entre masas de lenguaje» (206). ¿Por qué esos versos se quedan mientras cientos de otros circulan? De alguna manera, se van formando estacas de sentido sobre cómo se siente leer este libro aquí y ahora y a ciegas:
poemas materia
fantasmal masas de lenguaje
rotan innúmeros ruidos voces
sin adherencia cada hebra que intente
puentes
Mientras mi cabeza flota entre palabras y referentes que no conoce, me llegan ruidos, bullas. Se arman y desarman imágenes, las cosas viven y mueren, y de esas muertes florecen otras vidas que se dirigen a morir. El poema da a luz imágenes en las que quiero quedarme, el poema se desgrana como una granada o se torna una granada que me deja a ciegas de nuevo con la explosión a centímetros de la cara. Me pregunto si realmente lo japonés es una excusa, intento aferrarme a esa certeza conducida por la mano de Daniel, que quería apaciguar mi inquietud, pero, mientras avanzo, y ya paso la primera mitad del libro, pienso: no, los nombres importan, los nombres no pueden ser excusas, incluso empieza a forjarse una moral insoportable en mí: si hay nombres hay singularidad, si hay singularidad hay instante, si hay instante hay detención. La detención que significa haber vivido una vida fijada por un nombre. Un nombre que determina a un cuerpo. Incluso, más allá de eso, los nombres son palabras y las palabras mismas cuerpos que lastran a otros cuerpos. Recuerdo a Lyn Hejinian, que afirma que «incluso palabras guardadas, en el diccionario, parecen frenéticas sin actividad, como cada entrada individual atrae a sí misma otras palabras como definición, ejemplo y amplificación». Es decir: si escribo «amor» en un poema, la palabra amor arrastra consigo una constelación de otras palabras que históricamente han sido asociadas a ella. Las palabras no están solas: son unidades de sentido colmadas de tentáculos que las conectan a otras unidades; a veces por su significado, a veces por su sonido, a veces incluso por las letras que las componen y que coinciden con otras letras de otras palabras. En el caso de los nombres, pensaría, el tajo que producen en el texto es incluso más violento, en la medida en que cada nombre propio ingresa al poema otros nombres propios, una historia mucho más específica, determinable, situada y experiencial que lo que ocurre con un sustantivo común, al que a veces podemos empujar a un tratamiento genérico. Los nombres propios, por su parte, parecen resistirse a la universalización y, en esa medida, desafían el hecho de ser intercambiables por otros. Entonces, me detengo un segundo, estoy de pie en el libro, quizá en la página 186 o en la 213 o en la 301, y me digo: estos nombres que no conozco podrían lastrar un cuerpo grueso de sentido a la lectura y, en mi desconocimiento, aparecen y se vacían de sentido, se vuelven sacos agujereados y por los huecos experimento la pérdida que signa estar ciega. No son excusas, empiezo a convencerme de eso, no lo son.
De qué modo tapo esos huecos. En el mundo análogo de Hejinian, acercándose al diccionario o incluso a la enciclopedia —ya nos dice la contratapa de Lucas Costa que La muerte del shōgun nos enfrenta a un imaginario enciclopédico—, pero mi mundo es distinto. La experiencia contemporánea de aproximarse a un volumen colmado de palabras que no comprendemos —porque están escritas en otra lengua o porque pertenecen a un imaginario muy lejano o a contextos históricos particulares— involucra desbloquear el celular y buscar en internet. Un alumno, que fue compañero de Daniel Viscarra en un taller que impartí hace varios años y donde Daniel nos mostró poemas del libro que presentamos hoy, a propósito del libro de otro compañero, que también está hinchado de referentes, me hizo notar que hoy buscar una palabra implica desbloquear el celular y que hacerlo necesariamente nos lleva a ver las notificaciones de chats, redes sociales varias, mails, avisos de todo tipo, y que las posibilidades de perderse horas y no lograr volver al libro son demasiadas. Es decir, hoy sucede algo a agregarle a lo que indica Hejinian: las palabras que buscamos no solo nos llevan al diccionario y sus movimientos frenéticos, sus constelaciones profundas, extendidas y abiertas, sino que también nos arrastran al movimiento delirante de la actualidad, los motores de búsqueda, la inteligencia artificial, los mensajes de nuestra madre preguntándonos cómo estamos, el carrusel de reels que nos distraen y que impiden que regresemos al poema. Esto que suena banal, en realidad, no lo es. Piglia pensó el problema de las escenas de lectura y de cómo el lugar en el que leemos, la temperatura, la música que suena de fondo, dónde estamos sentados, etc., afecta en el modo en que nos aproximamos al libro que tenemos en las manos. Despejar el hambre que nace cuando aparece un cúmulo de palabras que no conocemos y tomar la decisión de no buscarlas para llenarlas de sentido hoy, entre otras cosas, puede significar hacer lo posible por no alejarse del libro. Sostengo ese gesto con toda la fuerza posible, aunque por atrás mi mente me dice: estas palabras no son excusas. Y si no son excusas, qué podrían ser. Se me abre una posibilidad: son funciones.
Probablemente la función más predominante que aparece de manera sencilla como función —entrecomillas, pura— es una palabrita ínfima en el español: la partícula «yo». ¿Quién habla en este libro? E incluso más que quién: desde dónde. El juego con el reino de los pronombres, en el libro de Daniel, comporta una de las estrategias técnicas para que el conjunto ondule y se mueva: hay un tú, hay un yo, hay un nosotros, un él, un ella, incluso hay un ustedes. Se diría que este libro acarrea todos los pronombres y, lo que es más curioso, que el yo está hinchado de ellos en términos de significado. La falta de enraizamiento del yo pronominal en el yo biográfico es algo que experimentamos de poema en poema, lo que genera una sensación inmediata de extravío: ¿quién está ahí?, ¿quién me habla? En la página 165 hay una pista: «Yo brota de un musgo. / Salta como si de pronto / fuera el musgo / una parte ínfima del total» y líneas más adelante: «No puede hablar / pero hablan las cosas por él». ¿Es un yo que opera como caja de resonancia en la que suenan otras voces, otras cosas? Sí. Y, sin duda, se trata de una parte ínfima en el mundo que, como unidad, se constela con el total, que es la unidad. ¿Cuál total? En principio, diría que el mundo, y no me refiero acá al reino de lo humano, sino que al mundo concreto, vasto, inmenso e inabarcable que habitamos. Lo que, dicho en simple, no es el mundo del shōgun que se cierra con su muerte —o de un tipo de mundo que se acaba con el último shogunato, dándole paso al Japón moderno—, tampoco es el mundo japonés y ni siquiera el oriental, sino el mundo así dicho llanamente, con su pasado, incluso con este presente que parece futuro (leemos algunos poemas que se topan con la ecopoesía, los desastres naturales y la inteligencia artificial), el mundo como quien dice el planeta Tierra, con su mitología, sus guerras nucleares, sus bacterias, su reino animal, su sentido del tránsito, su exuberante naturaleza, su belleza hiperestetizada, sus bellas artes y su lado horrible, putrefacto y donado a la destrucción. En ese sentido, quizá un lector (que a momentos soy yo) cree estar ante una épica, en un presente en el que la épica parece ya no ser posible, aunque pienso en esa épica extraña de Whitman, donde todos parecen hablar y en el que yo es una función, a pesar de que a ratos sentimos que el yo biográfico se cruza con el yo pronominal (si bien no estamos del todo seguros) cuando aparece el yo homosexual o cuando la experiencia con el erotismo refulge. Entiendo, sin embargo (o creo entender), ese afán épico, acumulativo y abrumadoramente extendido (hablo acá en particular de la extensión de los libros épicos) en Whitman, que se aloja en su necesidad de impulsar una epopeya propiamente estadounidense, pero en este libro se trata de otra cosa: un enorme volumen escrito desde Talagante mirando a Oriente, que empuja hacia Oriente aunque los ojos —y el idioma— son occidentales y están atravesados por lo occidental y la biblioteca personal. ¿Se trata de un orientalismo, de un gesto exótico? ¿Está acaso la opacidad dada en este libro por la abundancia de referentes que se nos escapan? Diría que en parte sí. Que por un lado la extensión —cómo leemos poema sobre poema sobre poema, en una lectura extensiva y extendida— genera una bruma y un extravío hechos por la acumulación de innúmeras capas, y que esa extensión permite un caudal grueso de nombres y referencias que se cruzan, colisionan con el entendimiento y lo vencen.
«Por un momento / colgar el personaje / atreverme a mirar / el hoyo de una manzana / esos ojos que te miran / y piden canta / por nosotros / las condiciones híbridas / de la materia viva» (205), escribe Daniel Viscarra. Y diríamos que, en la poesía épica, el poeta experimenta un llamado a cantar por nosotros. Y lo hace. Opuesto a Whitman, no obstante, Viscarra no escucha el llamado de un pueblo, sino de la materia viva. La amplitud de esa «cosa» que reclama ser cantada nos pone en un enorme problema. Cuáles son los contornos de la materia viva y cuál sería ese personaje que el yo colgaría para al fin darle curso al canto. ¿El disfraz sería el yo biográfico, del que habría que deshacerse, al menos en parte, para mimetizarse con la materia, o el disfraz estaría simbolizado por todos los lugares de significado de los cuales se hace el yo para enunciar desde lo ajeno? Porque hay tantos yos que se vuelve imposible enumerarlos y entre ellos, a ratos, parece aletear el yo que calza con Daniel y al que uno quisiera preguntarle: de qué tipo de obsesión eres presa para escribir este volumen de poemas.
Como afirma María Negroni, el impulso de la escritura está signado por la fuerza de una obsesión. Una diría que un modo cuantificable de la obsesión podría ser hallar las insistencias, las repeticiones, las zonas a las cuales un libro vuelve una y otra vez. En la lectura, dos insistencias se me presentificaron: las cartas a Fusako y la denominación que reciben los sobrevivientes a las bombas de Hiroshima y Nagasaki (los hibakusha). Por supuesto que cualquier lectora occidental puede pasar por encima de estos nombres y, si siguiera la consigna de que lo japonés comporta una excusa, yo misma hubiera pasado. Pero no pude. De la historia de Fusako me enteré cuando fui profesora de Daniel y nos mostró una de las cartas —no tenía entonces cómo saber que en el libro final habría veinte cartas a Fusako— y de los hibakusha tenía un leve recuerdo en la memoria de algo que vi o leí, no sabría decir cuándo —hay nueve poemas que se titulan «hibakusha»—. Resistiéndome a buscar los nombres para no distanciarme de la poesía, sin embargo, estaban esos referentes ahí, con sus insistencias e innumerables apariciones. Y los nombres, como ya había comenzado a intuir, tenían algo que decirme y de ninguna manera eran intercambiables o ignorantes de su singularidad.
Llego a este punto sin saber cómo enlazar los dos nombres de los que tengo noticias, pero creo saber que el vínculo es más estrecho de lo que podría intuir. Probemos. Primero: Fusako es una revolucionaria de extrema izquierda que encarnó la lucha armada mediante la fundación del Ejército Rojo. Se asoció a la batalla por la liberación palestina y quizá uno de los hitos más emblemáticos sea el atentado en Tel Aviv, donde muere su supuesta pareja Tsuyoshi Okudaira, que es otro revolucionario que, en el libro de Viscarra, le escribe cartas de amor. No creo que esté claro que fueron pareja, como en el caso de todo mártir, está revestido por un velo de misterio: quizá fueron pareja, quizá es el padre de la hija de Fusako, quizá no y fue sencillamente un compañero del cual, a la larga, ella tomó el nombre prestado como seudónimo en tiempos de clandestinidad. Entiendo que, después de la liberación de Fusako, ella se disculpó por haber tomado el camino de la violencia. No quisiera simplificar esto y, no obstante, no hallo otra salida: los poemas, los nombres que circulan en algunos de estos poemas, se refieren a japoneses que desean la paz y que recurren a la violencia directa y armada para conseguirla. Segundo: hibakusha es el nombre que designa a los sobrevivientes de las bombas de Hiroshima y Nagasaki. Los poemas que se titulan así quizá son más claros en determinar esa relación: «Una pareja abrazada / dos cuerpos de ceniza que al chocar se hacen polvo (…). / Disueltos en el impacto / todo a nuestro alrededor se ha vuelto rojo» (247) o «Juntos esperamos / tomarnos las manos en la explosión» (80). Ocurre que en los poemas, en cualquier caso, todas las bombas que vemos desatar la catástrofe no caen solo en Japón. Caen también aquí, frente a ti, frente a mí, frente a ustedes. Pero quisiera no desviarme gracias a esos cruces espaciales y temporales que genera el libro puesto que, después de todo, Daniel elige el nombre hibakusha y no otro. ¿Qué caracteriza a los hibakusha? Que han atravesado el horror involuntariamente y que de ese trauma ha florecido la lucha pública por la paz y por la abolición de las armas nucleares. Es decir: desde la experiencia de la violencia, se dirigen hacia la paz. Acá, entonces, sintetizo los movimientos o fuerzas: los terroristas eligen voluntariamente la violencia como arma para alcanzar la paz; quienes fueron presa involuntariamente de la violencia abogan por la paz aboliendo la violencia. ¿Eran los nombres tan mundanos? No lo creo. De hecho, al contrario, son nombres inmensos, ruidosos incluso, como el sonido solemne que nos pone la carne de gallina cuando se cierra la puerta de fierro de un mausoleo. Pero la dialéctica entre violencia y paz, entre muerte y vida, es mucho más grande. «La perversión es siempre una posibilidad de arranque / mientras existan las formas humanas» (268), escribe Daniel, o en una de las cartas amorosas a Fusako, «crear un siniestro / amarlo» (188), o «una especie que se autodestruye» (95), o «la violencia / es un estado salvaje humano / una fuerza absolutamente necesaria» (55). El asunto de la violencia no puede sino ser un nudo ético y también una caracterización de lo humano como una especie que posee la tendencia a la destrucción del otro (del otro humano, animal o vegetal). Ya Levinas escribía que, en el encuentro con el rostro del otro, siempre habita «una incitación al asesinato»; la violencia pareciera —a pesar del contrato social o incluso por él— estar en el cuesco de lo humano. Pero, como sospeché hace unos párrafos, esto no se trata solo del reino humano, sino que el marco es mayor: «Sorprende cómo / hay un negativo en cada cosa» (88), escribe Viscarra y, en este libro, mientras los humanos hacen guerras nucleares, se matan entre sí, buscan dónde colgarse y darse muerte por mano propia y lanzan bombas al prójimo, la naturaleza misma, su ciclo orgánico, opera a partir de la misma dialéctica: la «piel muerta abre paso a piel viva» (94), en un terreno signado por la muerte crecen bacterias y hongos que le darán paso a la fuerza vital; «la vida», al fin, «se rehace y levanta» (72). La violencia es necesaria en la medida en que no existe sin la paz; la muerte es indispensable en la medida en que sin ella la vida no es posible. Y estar viviendo, de algún modo, no significa otra cosa que estar muriendo un poco cada vez. «Todo conversa / sobre una misma base» (106), leemos, lo que interpreto como que bichitos, microorganismos, animales, bacterias, personas, flores, árboles —pertenecientes a absolutamente cualquier tiempo o espacio— están sometidos a la ley de la vida, que es, en el mismo golpe y fulgor, la ley de la muerte. En ese sentido, diría, este libro es hondamente clásico, pues afirma un modo de ver la vida en su conjunto y esa visión de mundo tiende a lo universal, aspira a una escala planetaria. ¿Quizá en esa medida lo japonés sería un pretexto?, me pregunto.
Termino con esto, pues intuyo que he divagado demasiado y que ya son suficientes palabras. «Llené mis bolsillos de piedras / para cruzar el humedal / y no elevar a mis muertos / sobre otro nombre / que no sea el que señalan» (71), escribe Daniel. Toda visión de mundo comporta una ética, ¿no?, y acá hay también una ética respecto de los nombres, un poco enterrada en un poema que está entre muchos otros, pero, dado que he pensado tanto en los nombres estos días, no deja presentificárseme este fragmento. Salgo entonces convencida de que lo japonés no es una excusa, porque de esa lengua brotan muchos nombres que recorren el libro, y esos nombres jamás serán otros ni podrán ser intercambiables entre sí ni con otros de otras lenguas que, por analogía, intentemos traer a la mesa. Así como ningún nombre de un niño o una niña palestina será reemplazado por otros nombres de infantes o por números, cifras, estadísticas, papers. Los nombres nos inquietan, nos molestan, nos aquejan porque exceden el sentido de los sustantivos; en ellos habita un cuesco inalcanzable de misterio y singularidad, de vida y de muerte. Los nombres convocan una responsabilidad insoportable, forman bultos y pesos en el lenguaje, son señales que indican los inmensos océanos que separan al tú del yo. Nos aseguran que el juego de los pronombres es un juego serio, peligroso y difícil. Y que en ese juego las manos se queman o son exterminadas por el fuego que inicia otro humano que, al prenderle fuego a alguien, no sabe ni puede evitar quemarse a sí mismo.




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