Escribo golpeando / con guantes, sudando / por cada movimiento del lenguaje.
Por Marco López Aballay
En estas cincuenta páginas asimilamos la violencia —en este caso del boxeo— como una acción que permite múltiples posibilidades: resistencia, complicidad, delirio, erotismo, fantasía, dolor, sabiduría, ironía, herencia, resiliencia. Conceptos que se entremezclan en un claro objetivo: salir adelante y parir un libro a pesar de las circunstancias. A momentos la autora, ahora experta en puñetazos, noquea a su rival con versos brillantes dejándolo fuera de combate: Un pronunciar tu nombre mientras caemos / derrotados del espejo a los abismos (pág. 13). Yo quiero verte derribar mi casa / mi pequeño mundo de papel (pág. 17). Acaso la palabra sea la mejor defensa, permite bajar los ánimos, controlar la situación, reconciliarse con el mundo. Pensaba que no te asustan las palabras. / Pero el silencio no es propio de valientes. / Se ha roto entre nosotros el lenguaje / y caes derrotado / una y otra vez en mi cabeza (pág. 26). El verso bien escrito le asegura el triunfo, la posibilidad de sacarle la cresta a quien se cruce en su camino y violarlo, arrastrarlo de las mechas por el ring y exhibirlo como pieza de museo. Pero cabe la posibilidad de que pelee consigo misma: autogolpes que van y vienen, cachetadas a medianoche mientras delira en un túnel de fuego. Da la impresión de una lucha eterna: cuerpo, mente y espíritu opacados por las sombras de sus pesadillas. Pero se levanta, empuña la mano y escribe, mientras el contrincante la observa temeroso. La vida no es más que un par de golpes / contra la pared / o contra el cuerpo de otro / que es uno mismo (pág. 13).
La poeta boxeadora idealiza a su oponente, desvía la mirada y cae en la tentación ante un cuerpo luminoso y, después de la pelea, comparte con él sus conocimientos en la materia. Hay un trasfondo de distracción en las rutinas de entrenamiento, como un juego adolescente que se mezcla con la cultura popular: Escuchas la canción de la película / y piensas que eres Rocky. / Analizas las similitudes entre tu vida y la de él. / Te miras al espejo / buscas al tigre en tus ojos. / Haces fintas en el aire / arrojas los puños al fuego / como si fueras tu peor enemigo. / Subes el volumen de la canción / combinas golpes / agachas la cabeza / giras el tronco / bailas. / Una y otra vez repites la secuencia / hasta el éxtasis. / Se acaba la música. (pág. 24)
La belleza se cuela por los poros de este libro y, mientras la poeta hace una pausa en la esquina del ring, disfrutamos la mirada de un tigre, un vuelo de pájaros azules, la lluvia en la ventana. Escenografías de fondo como piezas sueltas que, en su conjunto, van revelando una historia secreta: Un día me fui a buscarte por el mundo / (en ese tiempo / no sabía que te buscaba) / hasta que me encontraste. / Me mostraste los cuchillos del amor / y yo te di mi sangre / mi triste sangre de la infancia. / Y te besé los ojos / para verme a mí misma / nadar adentro tuyo / tan impura, tan manchada. / Me volvieron los golpes de mi padre / y ya no pude dejar de abofetearte / de desear los golpes tuyos / como una forma de matarnos mutuamente / como una forma de mantenernos vivos (pág. 45).
El amor se alimenta de recuerdos y la infancia se repite en otro círculo. Como efecto mariposa la realidad se confunde con los golpes. Amor y odio se necesitan, como puntos de ebullición que liberan energía.
Para golpear hay que bailar un poco con el oponente
Mirar su rostro mientras giras / tratar de romper esa hermosura.
Medir con los brazos del desastre.
Hablar poco.
Girar y mirar al oponente.
Estar atenta a la posibilidad del golpe
rechazar todo contacto.
Para golpear no hay que perder de vista al contrincante.
Hay que girar con él en el cuadrilátero sin amarlo.
Sentimientos honestos que marcarán su cuerpo desde el nacimiento hasta su muerte. Cada golpe se tatúa dejando huellas que trascienden de una vida a la siguiente y de vez en cuando se revelan en espacios íntimos: en la cuna, mientras su madre le cambia los pañales, en la ducha que cubre su cuerpo adolescente ante los espejos del mundo, en la cama cuando hace el amor por primera y última vez y en la cámara fría de la morgue. Huellas implacables que la acompañarán en el viaje a los infiernos o a las guaridas celestiales, cuando la Tierra sea un átomo en un punto del espacio.
Al final de los golpes
la noche y la sangre
vendrá la misma muerte
y levantará mi mano.
Acaso la vida sea esto y mucho más: pequeños golpes que nos llevarán al precipicio.
Roxana Miranda Rupailaf (Osorno, 1982), convertida ahora en una chica del ring, exhibe un poema en un cartel gigante anunciando el round de Daniela Asenjo:
Ella se tatúa las palabras
para no olvidar por qué pelea.
Le gusta entrenar con cumbia villera
intimidar al contrincante con rock pesado
bailar dentro y fuera del cuadrilátero.
A ella le gusta tatuarse los poemas
saberse pangui–kewakafe.
En los espejos
mirar sus movimientos
reflejados en las otras
conocer sus historias.
Los verdaderos nombres de los oponentes
no son los mismos que golpeamos en el ring.
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