Fracasados del mundo, uníos. O «No hay caso con todo esto», de Cristian Cruz
- Ricardo Herrera Alarcón
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Ricardo Herrera Alarcón

«Fracasados del mundo, uníos» es el nombre de una reseña sobre Una batalla tras otra, película en la cual un grupo radical de izquierda lidera una serie de atentados contra el sistema en la época de Reagan. La reseña resalta el sentido de frustración y el desencanto de este grupo de excombatientes, a quienes la vida a llevado a lugares insospechados. Los grandes temas de la película son también la traición, lo erótico como poder, la paternidad en tanto forma de redención, la manera en que la vida convierte las utopías en rutina, violencia y vacío. Ironía también sobre la frase marxiana y su llamado a la unión de los obreros del mundo, que da cuenta de un desasosiego cuyo tema es social y visceral, síntesis que no tiene adentro o afuera, igual que la superficie o botella de Klein.
Veo la película de Paul Thomas Anderson con mi hija Fernanda, alucinados ambos por el movimiento, la carretera, la furia anarquista, el romanticismo marchito. El fracaso es el movimiento en la película y lo es también en el nuevo libro de Cristian Cruz, lo viene siendo en todos sus últimos libros, desde Dónde iremos esta noche (2015), pasando por No era yo esa persona (2021) hasta este texto. Autor devenido en ermitaño, alguien que regresa de la batalla sin banderas y sin fe. O con otras banderas, otra fe. El poeta ha sido claro sobre cuáles son sus influencias, no es necesario ir mucho más lejos de lo que el mismo señala. En mi opinión el personaje de sus poemas, al menos en los tres últimos libros, es una mezcla del lenguaje desgarbado, la indiferencia frente a lo que sucede y esa falta de trascendencia con que tiñe los sucesos que narra a lo Bukowski, con la mirada destemplada hacia el pasado de Carver. De ambos recoge esa descripción nada complaciente con su propia autobiografía, más llena de sombras que de luces. A estos autores habría que sumar el nombre de Strand, que aparece como epígrafe en este libro y que agrega a la mirada un tono más reflexivo y atemporal. Esos son los territorios en los que se mueve el poeta: un sudaca atiborrado de problemas con su exmujer, bebiendo sin prisa, sin trabajo, leyendo no para ser culto sino para sobrevivir a la noche: un Chinaski desprovisto de pulsión sexual, una mosca de bar en las montañas.
La imagen del padre es central en la primera parte del libro («¿Te queda vida aún?») y en todo el libro. La alarma que enciende las luces de la realidad. El poeta lo ve como un combustible que permite dar cuerda a su poesía, o por lo menos a un sector de ella. Algo de ese padre se ha trasladado a su propia vida, la sensación de desasosiego que lo invade tiene una genealogía en su ceguera final. Esa figura va también de un libro a otro, en un ejercicio intratextual. La decadencia del padre es vista de forma descarnada, en general los recuerdos. Cero idealizaciones de la infancia o la familia. La abuela y los tíos, por ejemplo, mienten sobre los detenidos desaparecidos, los imaginan de fiesta en Europa en «La desaparición en una familia», que remite a la situación política, a la metáfora de un exilio, de una familia que no importa o deja de importar, de existir: «Mi abuela juraba que los desaparecidos andaban jaraneando en Europa. / Un tío camionero y pinochetista se la engrupía cada vez que iba a la casa». Se ha destacado la capacidad de Cruz de ir agregando humor a los recuerdos dolorosos. Si no tuviera ese humor sería una poesía grave, oscura. Lo mismo cuando describe la forma en que es encontrado un cuerpo en «Circunstancias de un hombre muerto». O en «Corto de cine», donde un amigo sueña con Francia y se queja de la marginalidad del intelectual chileno. En todos los poemas el hablante describe con ironía sus penurias: no hay amor, no hay trabajo, no hay familia.
«La montaña es la montaña», segunda parte del libro, remite a una canción de Luis Alberto Spinetta, en que se nos pide aceptar la realidad tal cual es. La montaña es la montaña, la vida es como es. La aceptación de un sino, de cerrar la puerta y caminar, sin mirar atrás, como esos héroes del cine que se bajaban del auto y a los pocos metros este explotaba, sin inmutarse ni darse el tiempo de volver la vista. Algo de héroe tiene el personaje de estos textos mientras nos confiesa sus cuitas. Eso son los poemas: confesiones de invierno donde se trata de sacar hacia afuera los efectos negativos del karma.
Las alusiones al cine son constantes en algunos poemas, me pregunto si Cruz no funciona de alguna manera estableciendo relaciones entre imágenes, música, personajes, decorados, luz, movimiento de cámara. Esta segunda parte tiene un epígrafe de Kurosawa en que insta a los escritores de guiones a no desfallecer frente a la empresa de la creación. La cita es más larga y en ella el director japonés compara la escritura con la escalada: hay que ir paso a paso, una línea tras otra, si miras hacia el final de la página o la cima de la montaña, se abandona. El que se apura fracasa, decía Couve, en una frase que me gusta repetir. El poeta Cruz vivió años entre montañas, en el sector de Jahuel, y también las escaló. Es natural que incorpore ese mundo a su escritura. Sabe lo difícil de ambos oficios, los peligros de avalancha, los riesgos de no detenerse a tiempo. Sobre todo, detenerse y observar. Leamos este poema: «No es un invento la cascada cayendo por las azulosas piedras. / Tampoco las cervezas puestas a helar bajo el influjo de esa cascada. / Tú y los niños acercando sus cabezas al chorro de agua. / Ese día deslizándose por la calcárea pared. / Vuelve a oler a musgo en el poema, a ruda, al roce de nuestros pies» («Un día de campo en el mundo»). Aquí no hay humor, no siempre se recuerda con risa. Aquí hay una escena de felicidad en la cual, sin embargo, se cuela como la luz una leve tristeza si se entiende el poema dentro del conjunto que lo rodea. La felicidad de esa escena es el triunfo de las palabras. Lo mismo pasa con el texto donde su hija reproduce la imagen de un cisne, de un ángel. Aquí irrumpe de nuevo la luz, la luz es central y el movimiento. Dije que Cruz funciona como un director de cine, mostrando escenas o planos secuencia. Funciona también como un pintor impresionista instalado con su caballete en medio del paisaje, buscando las epifanías del sol, del color. Regresa, sabe que ya no escribe rápido como en sus tiempos mozos, se pierde esa ligereza con los años, todos lo sabemos. Sin embargo, esa cosa extraña a la que llama poema no se apura en salir y el poeta está ahí, semejante a quien observa una ola tras otra a la espera de la botella con su mensaje: «Las olas de ese río se dan el tiempo para ir y volver y no se atolondran entre una y otra. / Yo no sé qué poema es la cosa extraña, / yo no sé cuál ola se convierte en poema y no se apura por salir» («Qué es esa cosa tan extraña»).
La tercera sección del libro («Mis asuntos personales han regresado») es un racconto en 14 escenas donde el autor vuelve a las décadas del 80-90 y su vida en comunas como Cerro Navia y Macul: poblaciones con torres de alta tensión, block, dictadura, Colectivo CADA, Chevrolet Opala, Galletas Cómpeta. ¿Alguien se acuerda de estas tristemente famosas galletas? Eran los años ochenta y dos niños mueren intoxicados por consumirlas. El poeta trabaja en turno de noche en la fábrica de Carrascal s/n. Se salva él y los amigos del block. Radiografía de una época, los poemas de esta sección son también un certificado de salvación: de la familia opresiva, de la marginalidad, de la violencia de la dictadura, de las poéticas vanguardistas. ¿Cómo se salva? Si al inicio de este recorrido (año 87) el poeta se encuentra apoyado en una torre de alta tensión que cruza el block de una población, en el poema final estamos en el año 96 y se encuentra apoyado en las murallas de una biblioteca pública. Los poemas van hacia más atrás incluso, hasta el año 81. En el arco del 81 al 96 entonces, el poeta describe una época personal y social: crisis familiares, actos de violencia social, bombardeos líricos, asesinatos, trabajos temporales. Y la profesora de siempre, aquella que apuesta por nuestro talento literario, pero en el caso de Cruz o el hablante lírico, lo deja en ridículo en la sala de profesores. Esa temprana conciencia de la fragilidad del trabajo poético, de su puesta en escena, del desprecio y la incomprensión supone un aterrizaje forzoso. Esta tercera sección funciona por elipsis de tiempo y lenguaje: aquí es más importante lo que no se dice, el tiempo de la escritura que vendrá: ese flash forward a que nos invita la lectura.
De esta trilogía de la resistencia frente al fracaso que nos propone Cruz en Dónde iremos esta noche, No era yo esa persona y No hay caso con todo esto, me parece que este último constituye un llamado urgente a todos los perdedores a los que rinde culto en su escritura: la transformación del dolor en belleza ha sido consumada.




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