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  • Pablo Ayenao

En mis pesadillas, pongo arena y cera en mis cuencas vacías

Apuntes sobre Monstruos. Lucía y otros relatos de Nata Arroyo


Por Pablo Ayenao


La lectura de Monstruos. Lucía y otros relatos de Nata Arroyo (Editorial Bogavantes, 2020) plantea desafiantes aristas desde donde asentarse y coser ciertos hilos, más allá del terror y lo sobrenatural. Este conjunto de cuentos, esmeradamente calibrados, precisos en la grafía, eficaces en su pulida arquitectura, no buscan un afán aciago ni sumar penitencia, acaso todo lo contrario. Advertimos que en cada relato se vislumbra un arrojo vital que enfrenta las demencias y degradaciones cotidianas. Sí, acá el desamparo y la mansedumbre tropiezan siempre con un ánimo emancipador. Ánimo que se oculta tras aquello intangible, impalpable.

Me detendré en tres cuentos que, a mi parecer, ilustran de forma acabada lo que acabo de señalar. Ojo: intentaré no spoilear, pero solo será un intento.

En Igual que las mariposas, el protagonista y narrador es un niño. Niño raro, según sus propias palabras; ya que proviene del campo y no sabe jugar a la pelota, hechos por los cuales sufre innumerables hostigamientos en el colegio. Este niño dibuja y dibuja, encontrando en dicha actividad un placer que actúa como presumido equilibrio, puesto que su casa no es un lugar resguardado. Sus padres se separan y se vuelven a juntar, creando un clima tenso e intenso, a ratos irrespirable. Los dibujos del niño son insectos y monstruos concebidos con un fin: irrumpir en el colegio y cobrar su partida. De esta manera, el afán de sobrevivencia se vuelve material en una mano que adquiere vida propia. Una mano prótesis nacida desde la urgencia. Esta mano, al pasar el tiempo, pareciera que se vuelca contra el niño; pero no, eso es solo apariencia. La vida protésica es también la vida del niño, lo que se hace evidente cuando se establece una sentencia. El cuerpo del pequeño semejará un pre púber San Sebastián, aflorando aquella mariposa que lo habita.

Fuga, texto que trata sobre el término de una relación amorosa, se encuentra protagonizado por un hombre doblegado por una inalterable y paralizante especulación. La huida del hogar, un departamento en donde la fruta se descompone al igual que la pareja, es el ruido que ocupa su mente. Acá el símbolo de la evasión lo constituye Filipo, el conejo blanco, testigo y cómplice de todos los sucesos. Un día, el hombre regresa a su casa tras una huida que pretende, solo pretende, ser definitiva. Y encuentra el departamento vacío, sin cortinas. No obstante, el conejo sigue allí, amenazante. Aquella presencia, más allá de lo ajeno del acto, romperá lo inmutable.

En La Voz, el narrador y protagonista es un hombre que, una mañana, ingresa a trabajar a la administración pública, en los albores de la recuperada democracia. Desde ese lugar pretende ser un aporte a su país. Sin embargo, lo que no sabe es que en el edificio en donde desempeña sus labores ocurre algo especial. Una voz que, de pronto y de la nada, se abre paso entre el aire y susurra al oído de los trabajadores. Son ecos que abarcan hasta el último escondrijo. Los trabajadores y el protagonista, primeramente, se muestran asustados; pero, con el correr el tiempo, terminan acostumbrándose a la presencia de la voz, del mismo modo que se acostumbran a sus burócratas vidas. Un día cualquiera, uno de los trabajadores decide seguir aquella voz, por todo el edificio. Lo que ocurre con este personaje genera en el protagonista algo irrevocable. Así, la voz materializa una recóndita y silenciada demanda, tornándola perentoria, irremediable.

Para concluir, quisiera subrayar que Monstruos. Lucía y otros relatos, se cimenta y despliega desde la tensión concentrada en cada palabra, en cada párrafo, en cada página. De esta manera, se huye de la inmovilidad, generándose una escritura que no teme entornar la puerta y esperar el cerrojo. O dicho de otra manera: pasará el tiempo y un día, cualquier día, los deseos latentes irrumpirán de forma tan intensa e imprevista que serán capaces de torcer nuestro derrotero.

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