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Cristian Cruz: poesía de la encrucijada

  • Juan Manuel Mancilla
  • hace 5 horas
  • 7 Min. de lectura

[No hay caso con todo esto. Ed. Bogavantes, Valparaíso, 2024]

 

Juan Manuel Mancilla

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Germán Carrasco, citando a Donna Haraway en el postfacio del texto, nos pone ante la pregunta sobre cómo habitar, convivir y morir en un mundo que ya hemos matado. La respuesta podría estar suscrita en otra pregunta: ¿Por qué escribimos poesía?

En tal sentido, Cristian Cruz no se retrae ante la interrogante y nos abre caminos y senderos, que en la andanza poética también nos llevan al laberinto y a la encrucijada de sentir el mundo abatido con oídos bien abiertos. Aunque lejos de restarle peso al presente denso, la poesía de Cruz cumple ya con una trayectoria que remonta el implacable tránsito temporal con vasta poesía: desde Pequeño país (2000), La fábula y el tedio (Premio Alerce 2003) a La aldea de Kiang después de la muerte (2017). O No era yo esa persona (2021) hasta esta reciente entrega; Cruz, en cada uno de sus libros, y en cada poema, hace reverberar la voz de un sujeto inquieto cohabitando la quietud.

En sus versos es posible observar una actitud contemplativa pero no sujeta, sino una más cercana a la epifanía profana de Benjamin, antes que a la voz socarrona y predicadora del iluminado e inamovible vate mayor. Por el contrario, en su escritura, Cruz algo aguarda o concita con lo mínimo. De ahí que predomine el poema breve, con un par de excepciones.

Una poesía que no solo pone oído y visión atenta hacia los objetos y motivos de su inquietud, sino que también nos permite atender la amplificación del segundo, ese contacto inaudito dado en la miseria o encontrado en el torbellino oscuro de la cotidianeidad desarmada o destruida.

De tal modo, el título de la obra nos enfrenta con una disposición no ingenua, y también con una afirmación, gravitando también en torno a una credulidad; la de aquellos avatares que perturban el diario vivir, pero que vistos desde el poema se-paran: sea una muerte no anunciada, la desaparición de cuerpos irrecuperables, ya desde la destrucción, la fatalidad o la finalización del amor, su poesía pronuncia la fe hasta el reencuentro con lo imposible. Una suerte de promesa depositada en la recuperación ya no de lo perdido, sino de la vigencia vibrante de lo rememorado por la conjetura inimitable del poema.

Así, la capitulación del texto deja indicios claros sobre un recorrido entre laberintos y encrucijadas que remiten imágenes alternas del pasado remezclado de presente. De tal manera, la primera parte del texto dispara una pregunta que pone la mira justo al centro: «¿Te queda vida aún?». Una interpelación que no da tregua al titubeo. Doce poemas que exploran esa cotidianeidad abatida, pero que el poema interroga y, a la vez, también levanta.

Los títulos y algunos poemas muestran de buena forma aquello. Por ejemplo, en «Mientras estaba leyendo» un grillo confundido con araña interrumpe la concentración del hablante que lee un poema y lo lleva a dar “un salto estrepitoso” (12).

El texto invierte la fragilidad no tanto de los insectos, sino la del ser humano inerme, ante este ser de otro reino que lo saca de esa actividad recargada de cultura o civilización. El hablante queda invadido de miedo e invalidado, tanto que no puede volver a retomar la lectura poética. Y he ahí que aparece el poema de Cruz, manifestando esa encrucijada que el mismo poema leído gatilló para reescribirse en otro poema, uno sobre la interrupción y el miedo, revelando la parte irracional o indómita de ese vulnerable lector aterrado ante el cuerpo del grillo confundido con arácnido.

Encrucijada que queda manifiesta también en ese lugar de tránsito constante: en «Esperando en el terminal»  leemos: “De nuevo agarrándome con la madre de mis hijos. / Los teléfonos deberían desaparecer, / al menos los de la gente divorciada. / Cuelgo y quisiera no haber vivido en una época / atestada de teléfonos” (13).

Observamos ahí la disyuntiva, la separación en pleno y la forma en que las “nuevas” tecnologías y medios de comunicación no intermedian entre los implicados, precisamente. Por el contrario, suman y propician el distanciamiento social y sentimental entre los interlocutores. Una especie de crítica y reconocimiento de la gran crisis humanitaria contemporánea, en que los aparatos tecnológicos han generado más bien el distanciamiento que el acercamiento comunicativo, provocando esta gran sordera o mudez de la palabra humana, cada vez más demandada de inteligencia artificiosa y sentimiento superfacial.

Así, el texto «Tomando un schop y esperando a nadie», ratifica esta condición de soledad e incomunicación, la que queda suspendida cuando el hablante se entromete en otra comunicación al escuchar el diálogo de una pareja que se declara un amor tan potente que: “[e]l tipo del lado del mesón quería hacerle entender a su mujer / que la amaba tanto que se la comería” (16). Una forma desplazada del lenguaje que se torna palabra viva y degustativa, nuevamente, en esa dimensión fuera de lo normativo, más cerca de lo irracional, lo carnal, lo carnívoro y caníbal frente al deseo no reprimido, al menos no lingüísticamente.

Asimismo, la segunda parte, llamada “La montaña es la montaña” y quizás dialogando silenciosamente con la hermosa canción de Luis A. Spinetta, también se concita esa peregrinación inclinada hacia “arriba”, invitando al lector a transitar por ese sendero cuesta arriba-abajo, metáfora misma del movimiento de la existencia. En esta segunda parte del libro, en mi opinión, encontramos uno de los más bellos poemas de la obra: «Mi hija patina una tarde de invierno».

El hablante comunica que una hija se acerca a él mientras ella está realizando sus ejercicios de patinaje artístico, y le pregunta: “Qué figura / quieres que haga: el ángel, el cisne / (aunque me cuesta mucho) / o la paloma hacia atrás? (...)” (31). El escenario del texto es un día nublado, invernal y frío, cuando “de pronto una luz naranja rompió en la cordillera nevada / que está sobre el valle (...)” cuando ya cae la noche y:

 

la brisa comienza a amoldar nuestras mejillas

y quizás es hora de volver a casa.

Espera, espera, déjame realizar otro intento.

Claro, inténtalo toda tu vida, ser un ángel o un cisne,

como esa luz que se apodera de la cima y la abandona

todas las tardes, una y otra vez. (31)

 

Aquí es donde más acertadamente se manifiesta esa epifanía profana, la visión, la revelación de lo humano ante lo total: los cuerpos humanos bajo la inmensidad de la cordillera, bajo el frío de la estación, persisten ambos y cada uno en sus afines afanes: la contemplación del padre y el consejo de vida, y también la vitalidad total de la hija por el descubrimiento solaz en la fascinante atracción del juego mezclado de rigor y desafío por mantener el equilibrio y dar con la forma en la pista.

La más genuina forma de encuentro entre dos seres bajo el universo: sin competencia, sin desconsuelo. Solo acompañamiento y la honorable proyección de que en ese camino patinado la hija encuentre lo que busca expresar. Aquí, solo agregar un nuevo y posible intertexto con ese bellísimo poema de H. D. Casanueva, La hija vertiginosa (1954), que gira en torno a la danza de la hija niña, donde el hablante se muestra arrobado por el movimiento de ese ser indescifrable reflejado por el espejo en su danza cósmica.

Finalmente, en la tercera parte «Mis asuntos personales han regresado», el hablante realiza una retrospectiva personal que, amplificada, también es la imagen colectiva del país que acunó y acumuló, hasta hoy, el horror. Una especie de video-regresión, donde se manifiestan las visiones de un infante-juvenil hacia el pasado reciente de la —oscura y borroneada— historia nacional. El Chile catastrófico de la manu militari y de sátrapas encorbatados que arruinaron y descalcificaron el alma y cuerpo calmo del pueblo.

Se nos entregan dos visiones o actitudes, ambas como formas de supervivencia en tiempos convulsos y criminales. Por una parte, el dolor, la traición, el terror y la confusión mental producto del miedo propagado. Entre muertes, asesinatos, terremotos, injusticias y pobreza, el hablante nos revela su errancia por calles y casas de ese país masacrado: “En la puerta de la abuela paterna ya era el año 81, / llevaba una carta escrita por mi papá / y un bolso de mano, / ahí comenzaron los problemas” (46). O “El año 87 / me encontró apoyado en una torre de / alta tensión que pasaba sobre el block 8289 / de Cerro Navia” (43).

Pero, también aparece la parte que hace frente a esa maquinaria tanato-política:

 

En el club de tenis Ferrovario de Estación Central

fui pelotero el año 88, pagaban 100 pesos el set.

Se referían a mí como:

negrito, te puedes apurar,

negrito, puedes quedarte quieto, perturbas mi saque.

Me fui rapidito de allí,

con un buzo Fila para mi mamá

y unas zapatillas Diadora para mi hermano. (55)

 

Ya con un país asumido y ejerciendo las divisiones y diferenciaciones socio raciales, el hablante se las “arregla” para igualmente retomar la mercadería enajenada y redistribuirla convertida en regalo para sus seres queridos, como una forma de meter esa “mano negra” justiciera por sí misma, para luego ir finalizando esa parte de su historia personal hacia “El año 96 / me encontró apoyado / en las murallas de la biblioteca pública” (57), como reivindicando el doble valor de lo público: la biblioteca como espacio de refugio y de auto-conocimiento. Y por desprendimiento, en la acción de inquietar la vida con palabras a propósito de la lectura y los libros.

Como síntesis, observo a lo largo del texto que en la poesía encrucijada de Cristián Cruz existe una recurrencia: el tropo de la caída, presente a través de la figura del abismo, la avalancha y sepulturas, que refieren lo de abajo; verbos que reproducen movimientos corporales y sociales con tales direcciones: hundir, caer, cavar, etc., donde cohabita lo humano y el prodigio, la muerte acechante y la belleza que arrebata palabras desde dentro, cuyo texto ejemplar podría ser el poema “Circunstancias de un hombre muerto”, en donde la encrucijada vida-muerte se manifiesta íntegramente a propósito de una intoxicación: “al lado del cuerpo que rodó hace / años y por varios kilómetros... sobre una pendiente, / kilómetros y kilómetros más abajo" (23).

Así, en cada una de estas partes de No hay caso con todo esto, Cruz manifiesta lo cotidiano y lo callejero, lo amoroso y el tormento, lo político y lo reivindicatorio, en cuya sumatoria se reafirma la poesía como la encrucijada que despierta, la intersección precisa y misteriosa de un sujeto pasajero, lúcido y atento ante aquellas señales esquivas que solo los poemas traducen.


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