"Breve estudio sobre las aves" de Charlotte von T. El vuelo, la herida y la ilusión humana
- Viaje inconcluso
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Por Carolina Quijón Sáez

La poesía que orbita en torno a las aves siempre ha sido un territorio simbólico de gran complejidad: en múltiples culturas, los seres humanos han depositado en el vuelo un anhelo antiguo, una nostalgia corporal por la altura que se nos ha negado. Los mitos sobre hombres y mujeres que intentan imitar a los dioses, las alas que se fabrican con telas o plumas revelan una verdad persistente: el vuelo es la metáfora más intensa de la libertad y de la aspiración humana de trascender su propia limitación terrestre.
En este marco cultural y simbólico se inscribe Breve estudio sobre las aves de Charlotte von T., propuesta que dialoga con dos referentes relevantes: la antología El secreto de la oropéndola, que reúne poemas de aves de Emily Dickinson, y Pájaros desde mi ventana de Elvira Hernández, libro que problematiza la relación entre la urbe, la percepción subjetiva y la fragilidad del cuerpo. No obstante, más que inscribirse en la continuidad de dichos imaginarios, Charlotte von T. nos presenta una poética que no se conforma con observar a las aves desde la distancia, sino que profundiza en la zona más íntima y dolorosa de ese deseo humano de volar: la herida, la caída, la mutación, la escritura como sustituto de las alas.
Desde el Preámbulo, la poeta encarna esa tensión entre desear volar y saberse terrestre, transformando la metáfora en experiencia corporal: “tomé el ave… y empecé a arrancar una por una sus plumascomo si las quitara de mi propio corazón”
Aquí, el vuelo no aparece como un privilegio divino, sino como una pérdida: la humanidad ya no está tratando de alcanzar a los dioses, sino de comprender la falta, la ausencia de alas, el peso de la caída.
El verano luminoso de Dickinson y el vértigo oscuro de Charlotte
El Salmo del día de Emily Dickinson describe la estación del verano como un deslumbramiento:“en su insondable azul, una callada música… algo tan luminoso que no sé no aplaudir cuando aparece.”
Dickinson percibe la naturaleza como revelación, como un resplandor que roza lo divino. Su mirada se eleva: la luz del mediodía, la noche encendida, el cielo que abre puertas invisibles. Las aves en su poética son mensajeras, criaturas que portan un fulgor.
En contraste, Charlotte escribe desde un lugar donde la luz se quiebra. Su Estado del arte declara: “Convocada contra mi deseo, el ave oscura;y siendo yo la única sin alas, me dediqué a escribirlas.”
Para Charlotte el vuelo es una imposibilidad que duele. Ambas escritoras, sin embargo, se encuentran en una intuición compartida: lo que está en el cielo revela algo esencial sobre nuestro interior, ya sea luz o sombra.
Elvira Hernández y la conciencia del origen
El poema de Elvira Hernández, breve y punzante, nos recuerda el vínculo ancestral entre aves y seres humanos:
En una gota de agua
los pájaros se sacian
se refrescan
se miran.
Debemos transformarnos
se dicen.
Alguna vez fuimos dinosaurios.
Este gesto de Hernández devuelve a las aves su memoria evolutiva: criaturas antiguas que sobrevivieron al cataclismo. Es una afirmación de continuidad, una invitación a la transformación.
Charlotte retoma ese impulso transformador, pero lo invierte hacia un terreno emocional y corporal: “Ser poeta es arrancarse sola las plumas…querer buscar un nido pero sin moverse más allá de las palabras”.
Charlotte ve la metamorfosis íntima: el cuerpo que quiere volar pero se reconcilia con escribir, como si el poema fuera el lugar donde el vuelo aún es posible.
Desde Ícaro a Leonardo da Vinci, desde los dioses alados hasta los parapentes contemporáneos, el ser humano ha intentado replicar el vuelo. Lo que nos conmueve de las aves —sus migraciones de miles de millas, su orientación inexplicable, su ligereza— revela un anhelo persistente: desear una libertad que no poseemos.
Charlotte escribe desde esa misma tensión: “Finalmente, choca el pájaro en la ventanay se da cuenta de su insignificancia,solo está para hacerle sombra a mi cabeza”.
Ese pájaro que golpea el vidrio es el mito del vuelo enfrentado a la realidad: la humanidad no puede elevarse sin pagar un precio, ya sea en el cuerpo, en el lenguaje o en el deseo.
Mientras Dickinson celebra el cielo que estremece, y Hernández recuerda la evolución que permite el vuelo, Charlotte observa el límite humano desde la herida. No escribe sobre el privilegio de volar, sino sobre el dolor de no hacerlo.
Sin embargo, las tres comparten un mismo impulso: entender por qué el vuelo nos importa tanto.
Leo, cinco treinta de la madrugada. Afuera, el cielo de tormenta delinea las primeras luces. En la penumbra, las aves comienzan su vocalización: zorzales, gorriones, tiuques vigilantes, el llamado de un choroy rezagado de la bandada, golondrinas veloces, y colibríes de iridiscencias oscuras.
La ciudad despierta, y con ella este libro, que parece escrito para escucharse en el umbral entre la noche y el día.
Breve estudio sobre las aves es reconocer que el imaginario aviario no se agota: cambia con la sensibilidad de cada época. Charlotte escribe un libro que incorpora ese deseo milenario de volar, pero lo devuelve alterado: no como fantasía, sino como pregunta emocional profunda.
En su poética, el vuelo no es altura, sino ruptura. No es distancia, sino transformación. Y allí donde el ser humano descubre que no puede elevarse, Charlotte le recuerda algo esencial: la escritura —como el vuelo mismo— implica siempre la posibilidad de caer.



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