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Luis Riffo

Venturas y desventuras de un comentarista de libros

Por Luis Riffo



Cuando hablo de venturas, me refiero a su acepción de felicidad o suerte, en lugar de aventuras, sustantivo improbable para un oficio que acontece en el mejor de los casos en una situación estática, en una escena de inmovilidad casi absoluta, cuyo oficiante suele estar sentado ante una mesa, en la cama, en un sillón, en la banca de una plaza o recostado sobre el pasto de un parque, aunque también es posible que se desempeñe durante un desplazamiento, cuando lo que se mueve en realidad es la máquina que contiene a este sujeto, como una micro, el metro, tal vez un avión o, si la felicidad o la suerte realmente lo acompañan, un tren con destino al sur, donde la lluvia espera para verlo refugiado junto a una cocina a leña con un libro en las manos y una libreta de notas, por si acaso lo asaltara una cita precisa o una idea que parece atrapar el sentido total de la novela o el corpus de poemas que ocupa su atención.

Hablo de una tarea sedentaria que requiere, en cualquier caso, el ágil ejercicio de la lectura y una concentración inquebrantable, aunque tal vez no tanto, porque, por fortuna, si sobreviene la somnolencia o la distracción, nada se pierde, ninguna vida se pone en peligro y siempre se puede reemprender la tarea con nuevos bríos más tarde o al día siguiente, siempre que el plazo de entrega no sea inminente. Con esto quiero decir también que nuestras opiniones literarias no obedecen a urgencia alguna, salvo la premura del editor de cultura o espectáculos, dos secciones que suelen confundirse en nuestros medios escritos y que están a cargo generalmente de la misma persona, quien espera cada semana un artículo lo más devastador posible, espectacular más que erudito, polémico más que informativo, y que deje las aguas revueltas para despertar la atención de esos lectores de diarios que por lo general se dirigen sin preámbulos a las páginas de deporte o de chismorreo televisivo.

Hay que admitir que cuando nos referimos a la crítica literaria estamos hablando siempre desde un espacio marginal y prescindible, pese a esta convicción profunda de que lo que hacemos, si estuviéramos en otro mundo, en otra época o tan solo en otro país, tendría un valor inconmensurable, o al menos un poco más respetable, un protagonismo para el que tal vez no estaríamos preparados, tan acostumbrados como estamos a ser denostados, menospreciados, odiados y sobre todo mal remunerados. Las cifras son elocuentes, menos de la mitad de los chilenos ha comprado un libro en los últimos 12 meses y no sabemos si esos compradores lo leyeron ni menos si lo hicieron motivados por una excelente crítica de alguno de nosotros. Es probable que la lista de los más vendidos –esa profecía autocumplida– sea el gran motivador del consumo libresco y no el agudo y muy bien escrito análisis de textos literarios que aspira a ser la brújula en medio de un vasto desierto cultural.

Pero estaba hablando de suerte y felicidad y no he mencionado aún esas venturas, que son simplemente leer un libro a la semana, escribir sobre eso y que te paguen por hacerlo. Bueno, no es que se gane mucho, como ya he dicho, y no podría ser una dedicación exclusiva, como se le exige a nuestros parlamentarios, pero al menos nadie diría que estás entregado a un ocio completamente improductivo. Hacer las cosas que más te gustan es por supuesto una forma de felicidad, aunque no puedas dedicarte solo a eso.

Y ahora vienen las desventuras, cuyo origen se encuentra más bien en factores contextuales, a veces accesorios, pero que determinan o condicionan gran parte del proceso de creación del discurso crítico.

Hablemos primero de la relación del columnista con la obra.

El comentarista de libros puede compararse con un veterano de las artes amatorias: ha perdido la inocencia de sus primeras lecturas. Y no sólo eso. Así como el amante inexperto suele caer en el vértigo de su propio placer, casi ajeno a la subjetividad que se agita más allá de su cuerpo, el lector incipiente ignora las trampas y artificios que le tiende el autor y cae de lleno en el regocijo de la ficción; por su parte, el donjuán es capaz de controlar los factores que intervienen en el gran teatro de la seducción, entre ellos los avances y retrocesos, las dudas y osadías, las licencias y arrepentimientos, e incluso los sentimientos de la incauta víctima o los umbrales del gozoso misterio, lo que se asemeja bastante a los desdoblamientos que el crítico ha desarrollado en el ejercicio de la hermenéutica y que consiste principalmente en convertirse en el solo acto de la lectura en el autor real e implícito, el narrador, el lector ideal y real y en todos los otros inventos de la academia literaria, de modo que el sencillo disfrute de las palabras, de la armonía indivisible de forma y contenido, es experimentado por las zonas más racionales de ese organismo vivo que es el lector profesional.

Visto de otro modo: lo que antes era juego ahora es un trabajo, situación que le resta gran parte del encanto a esa diversión silenciosa y solitaria.


Lo anterior es sólo respecto de la tarea previa a la concreción del texto crítico, porque después viene el desvanecimiento progresivo de las pocas emociones que han logrado sobrevivir a la lectura racional en virtud de otro proceso: la elaboración de un informe de lectura que considera la búsqueda de unos cuántos adjetivos bien puestos, la aplicación de algunos conceptos básicos de teoría e historia literaria y por supuesto un juicio más o menos claro acerca del valor de la obra en cuestión. En esos aspectos el autor del artículo se juega su estilo, sus conocimientos y el subjetivo factor del gusto.

El estilo del comentarista puede ser una fuente de gozo estético. El placer de una crítica bien escrita puede tener el efecto de hacer olvidar la obra a la que se refiere y convertirse ella misma en un texto autónomo, que se solaza y revuelca en su propia autosatisfacción.

Por otra parte, los conocimientos de teoría literaria pueden ser iluminadores o confusos. La aplicación de un método pertinente puede abrir un camino fructífero hacia la comprensión de los complejos universos ficticios, pero muchas veces la utilización de una jerigonza de especialista se convierte en un muro infranqueable para el potencial lector de la obra.

En no pocas ocasiones, la confabulación de un estilo enrevesado y la arrogancia de una jerga desmedida crea engendros que quieren parecer inteligentes pero que terminan siendo simplemente incomprensibles.

Me refiero, por supuesto, al ámbito de los suplementos culturales, a las columnas de opinión que suelen aparecer semanalmente en los diarios y revistas, y cuyos destinatarios objetivos no son especialistas, sino lectores de muy amplio nivel cultural y de variados intereses. No sucede lo mismo con el texto académico, que se sujeta a otras condiciones de producción y recepción, y donde el factor subjetivo debe reducirse en virtud de exigencias metodológicas que se acercan al método científico. La columna periodística busca de algún modo la seducción del lector, mediante un discurso persuasivo. El texto académico prefiere la precisión, y se subordina a la aplicación de técnicas de análisis más rigurosas.

Lo deseable es que el columnista tenga la buena voluntad de informar someramente acerca de lo que trata una novela, un poemario o un libro de cuentos, explique algunos de los mecanismos que operan en ellos y diga si vale o no la pena leerlos. Se espera, en suma, que el comentarista recomiende o no un libro, luego de ofrecer algunos antecedentes que le permitan al lector disentir o estar de acuerdo con su juicio.

Desde mi punto vista, lo ideal es que el comentario de libros se ofrezca como el primer movimiento de un discurso que debe prolongarse en la conciencia de los lectores, en una suerte de diálogo diferido e interminable, cuyos participantes no se ven entre sí, pero que se convierten en interlocutores desfasados dentro de la amplia trasmisión de contenidos culturales.



Si recordamos la experiencia de la voz única que predominó durante la dictadura, con el temido o deseado juicio de Ignacio Valente, e incluso antes con Alone, y lo comparamos con la situación de la crítica actual, habría que decir que la sensación de poder que proviene de ver una opinión fijada con tinta en los diarios es completamente ilusoria. La diseminación de la crítica en medios impresos y digitales, por una parte, y la dificultad de medir su efecto en los destinatarios, por otra, han afectado al oficio en el sentido de moderar el tono de la voz, desde la vociferación autoritaria hasta el sencillo gesto que busca más bien conversar con el lector en lugar de imponer un criterio absoluto.

¿Necesitan los autores y lectores a los críticos literarios? Un supuesto es que la crítica tiene como finalidad educar el gusto del público, pero, ¿quién certifica la competencia de un crítico? Normalmente es un periodista, un profesor o un escritor quien ejerce el oficio. Su autoridad suele validarse con el tiempo o simplemente establece una especie de canon que obedece más a sus preferencias personales que a un método objetivo de valoración estética. Sin embargo, un lector interesado en informarse opta con frecuencia por los suplementos literarios antes de gastarse parte de su sueldo en una compra indiscriminada de libros, suponiendo que tal lector existe. Ante el abundante catálogo bibliográfico existente en el mundo, el crítico puede ayudar al menos como consejero a la hora de invertir en cultura. Si no tenía razón al recomendar un libro, el lector lo sabrá después y el daño económico ya estará hecho, pero podríamos decir que se ha enriquecido al contrastar su propia opinión con la del crítico despistado.

Por su parte, los autores desconfían de los críticos cuando no los odian. Lo que no logran hacer es ignorarlos. Hace algún tiempo, Adolfo Pardo, escritor y director del sitio Crítica.cl, escribió un largo artículo donde se defendía minuciosamente de la demoledora opinión que José Promis le dedicó a su novela La silla de ruedas (título horrible, según otro crítico que sin embargo sí la trató bien). Uno de los motivos de esa defensa impulsiva era impugnar la posición privilegiada del crítico, cuya tribuna en la Revista de Libros de El Mercurio ha tenido una amplia difusión en el ámbito de la –restringida– cultura literaria chilena. Ese privilegio constituye, para el autor de la novela denostada, una multiplicación del daño, un menoscabo incontrolable que se extiende en la medida que los lectores de la columna de Promis consideren su opinión como un buen argumento para no comprar el libro de Pardo. Sin embargo, el perjuicio es irreparable, pese a las pataletas justificadas del autor. Y es muy probable que ese libro haya tenido pocas oportunidades de defenderse solo, cuando se ha sembrado una duda irrebatible sobre él.

En los tiempos de Alone y Valente no faltaba quien afirmara que era mejor una crítica negativa en lugar de ninguna. El crítico expedía una especie de certificado de nacimiento que testificaba la existencia de un autor y su obra. Hoy en día, creo que los escritores prefieren una buena crítica o ninguna.

Las editoriales, por su parte, tienen la secreta estrategia de utilizar a los críticos como publicistas ad honorem de sus publicaciones. Como casi no invierten en avisaje, cuentan con estos sacrificados obreros del buen gusto para introducir en el mercado un nuevo producto del ya probado autor de turno. Por mi parte, prefiero recordar a los lectores la existencia de esos espacios maravillosos donde se puede ir a leer o buscar libros en forma gratuita: las bibliotecas. Y por eso la selección de textos que comento habitualmente no está sujeta a las novedades, sino más bien a la búsqueda personal de autores que signifiquen una experiencia significativa y placentera, es decir, que sirvan para incentivar la lectura de obras que no necesariamente requieren de un gasto oneroso y que se pueden encontrar a unas cuadras de nuestra casa, en esos anaqueles generosos que nos esperan con su infinita paciencia.



Rara empresa es ésta, la de comentar libros: se asemeja a un diálogo de sombras o de fantasmas cuyos argumentos y réplicas requerirían de un narrador omnisciente, ubicuo, para consignar los cargos y descargos que, en el mejor de los casos, se profieren en la conversación casual o simplemente en el fuero interno del lector que soporta, acepta o abomina de mis opiniones. Quiero imaginar que ese coloquio espectral es verdadero y que, lejos de todo trascendentalismo, estas líneas negras se extienden como tinta invisible hasta un pequeño rincón de la vida de los lectores.

Tal vez habrán notado que digo comentarista de libros, no crítico literario. La diferencia no está dictada por una falsa modestia. El crítico carga el estigma de pesadas connotaciones, más cercanas a la Inquisición o al menos a la severidad de un juez al que se le encomienda el destino civil y penal de las obras. Creo que otra cosa es el comentarista de libros. Ante todo, su estatuto es la de un lector, que camina por la misma ruta de los demás lectores. No se siente cómodo en la alta mesa del estrado y prefiere sentarse frente a frente con el autor, conversar como viejos amigos que no temen decirse verdades ni derraman sangre cuando ven castigado su amor propio. Lo mismo espera de quien recibe sus opiniones, ni más ni menos que el flujo de juicios en múltiples direcciones, el testimonio público o privado de lo que un libro es capaz de hacer con la vida de los otros.

Los unos y los otros vienen a ser ciudadanos con iguales derechos y obligaciones en la república de las letras. Necesario es recordar el derecho fundamental de hacer uso de la imaginación, de convertir el lenguaje en el centro de operaciones de la realidad, de transformar la realidad en un lugar habitable. El diálogo del que somos testigos y protagonistas en los actos de escribir y leer requiere de nuestra gozosa y cotidiana relación con las palabras. Escribir es reinventar el mundo. Leer es redescubrirlo.

Si hemos de definir una obligación fundamental, aquella debiera ser nuestra lúcida relación con las palabras. Y donde la palabra resplandece con sus visiones luminosas u oscuras es en los libros, en esa caja de sorpresas, esa caja negra, esa caja de Pandora, en ese lugar que, como quería Cervantes, y como quiere el desocupado lector, esperamos que sea “el más hermoso, el más gallardo y más discreto que pudiera imaginarse”.

En ese sentido, creo que la función del comentarista de libros en nuestras actuales circunstancias es la de un alfabetizador literario e ideológico. Los libros nos ayudan a interpretar la realidad. La opinión literaria, entonces, debiera tender a educar al lector para que sea capaz de leer el mundo a través de la literatura. Y no de la manera aparentemente neutra con que suelen los medios abordar los discursos culturales, sino develar los contenidos ideológicos que subyacen en toda actividad intelectual. La subjetividad que sostiene la columna literaria no puede renunciar a la interpretación política asumida desde una particular forma de ver la realidad.

Estoy consciente de que en este punto entramos en el terreno de las contradicciones vitales. ¿Cómo se puede explicar la paradoja de que un columnista de izquierda escriba en un medio de derecha y a casi nadie le sorprenda? La ausencia de medios que representen pensamientos diversos es uno de los tantos problemas que nuestro país aún no ha resuelto y probablemente es una de las causas de que se haya instalado una visión de la sociedad que excluye e incluso criminaliza las intenciones de cambiar el paradigma hegemónico que considera al mercado como el articulador de las relaciones humanas.

Soy pesimista en el corto plazo y guardo una débil esperanza sobre el futuro lejano. Esta sociedad en la que vivimos, que está desamparada frente a las imposiciones y manipulaciones del poder económico, no apreciará la importancia de leer mientras no exista una voluntad verdadera por convertir al libro en un objeto de primera necesidad. Un Estado subsidiario no hace más que reforzar el mercantilismo que afecta a todas las actividades humanas. Necesitamos que la lectura deje de ser un ítem casi inexistente en la llamada industria cultural. El rol subsidiario se asume como paliativo de la ausencia del Estado, de su voluntad de dejar al arbitrio del mercado el funcionamiento de todas las actividades potencialmente peligrosas para su sistema de dominación. Las políticas de fomento lector han fracasado, porque no se parte del diagnóstico de que el problema es sistémico, tal como ocurre en otras áreas de nuestra estructura social y política.

Así como se debe condenar el lucro en la educación, en la salud y en el sistema de pensiones, es necesaria una ley que permita un efectivo pluralismo en los medios de comunicación, la coexistencia de distintas visiones de la sociedad y el ejercicio de informar y opinar al margen de las lógicas mercantiles. O al menos que evite la hegemonía sin contrapesos de un sector político y económico, como sucede en la actualidad, que mediante la propiedad o el financiamiento de los medios controla los contenidos de acuerdo a sus propios intereses de clase y en contra de las necesidades del pueblo.

El desarrollo de un pensamiento crítico, en la literatura como en las demás artes, necesita de un soporte que permita su expresión plena y su confrontación, y no este simulacro de libertad de expresión que encapsula los discursos disidentes en formatos que finalmente lo invisibilizan y le quitan su capacidad de generar discusión y cambio.

En ese poco auspicioso contexto, la crítica literaria está domesticada. Habita plácidamente en los medios de comunicación hegemónicos, los mismos que han permitido la continuidad de un modelo de sociedad (un modelo de dominación) que resulta funcional para los intereses económicos de una elite que puede ceder pequeños espacios de disidencia, cuyo alcance e influencia son tan precarios que no representan peligro alguno.

Por otra parte, el gesto crítico, no importa cuán lúcido y radical sea, carece de un elemento fundamental para completar su vocación trasformadora, a saber, una interlocución efectiva, que solo es posible cuando existen lectores atentos y activos que asumen la lectura como una experiencia significativa, como una actividad que incide en nuestra convivencia. Pero formar esa clase de lector también depende de esos factores actualmente deficitarios: educación, política cultural, medios de comunicación.

En los años sesenta le preguntaron a Sartre por qué seguía con su vida burguesa en París y no se integraba a las luchas revolucionarias de América Latina que decía defender. Su respuesta, en parte, fue la siguiente:


[…] el intelectual tiene un doble aspecto. Es a la vez un hombre que hace un determinado trabajo y no puede dejar de ser ese hombre. Tiene que hacer ese trabajo, porque no es en el aire en donde él descubre sus contradicciones, es en el ejercicio de su profesión. Y al mismo tiempo, denuncia estas contradicciones a la vez en su propia interioridad y en el exterior, porque se da cuenta de que la sociedad que lo ha construido, lo ha construido como a un monstruo; es decir, como alguien que custodia intereses que no son los suyos, que son opuestos a los intereses universales.

En ese momento es un intelectual, y en consecuencia denuncia esta doble contradicción. La denuncia porque la sufre; no porque la encuentra fuera de sí, sino porque la sufre a su manera como otros explotados sufren. Por supuesto que no es lo mismo, no es un sufrimiento vivo, punzante. Es el descubrimiento de la alienación en sí mismo y fuera de sí mismo.


Creo que esas palabras resumen la situación del ejercicio del discurso crítico situado en los medios de comunicación en Chile, porque lo cierto es que vivimos la contradicción de que nuestros textos de opinión literaria habiten en un espacio marginal dentro de soportes mediales cuya línea editorial difiere de nuestra forma de pensar. Sabemos que no hay traición en ello. Incomodidad sí, un poco de mala conciencia.

Pero mientras las condiciones de producción del discurso crítico están sujetas a los límites de una sociedad que gira en torno al consumo, lo que hace el comentarista por el momento es el simple acto de compartir una lectura y develar los secretos que esconden los libros, sin aspirar a cambiar el mundo, aunque con el deseo de conversar, desde ese rincón inofensivo, con esos otros lectores que protagonizan su propia soledad y sus propias contradicciones, y que se ven forzados a imaginar, mientras sostienen un libro entre las manos, que la vida está en otra parte.


 

Este texto es una ponencia presentada en el Seminario de crítica literaria "El circo en llamas", realizado en Valparaíso, en 2015, y que posteriormente se incorporó en el libro compilatorio El circo en llamas. Ponencias Seminario de crítica literaria (Fundación a Cielo Abierto - Libros del Pez Espiral, 2017), que se puede descargar gratuitamente aquí.

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