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Sobre Jugar a la guerra, de Nicolás Meneses

Marco López Aballay

Por Marco López Aballay


Ya no puedo caminar, pero nado. En el mar me uno a

una manada de delfines y cruzamos el océano.


Algo sucede en el ambiente cuando leemos Jugar a la guerra (Editorial Aparte, 2021), como si alguien arrojase juguetes que no veíamos hace cuarenta o más años. Cada juguete representa una historia que se entremezcla en el sueño, el recuerdo o una libre reflexión. Nicolás Meneses (Buin, 1992), tira a la chuña sus vivencias y aventuras dentro de una espiral que gira infinitamente hasta lograr su objetivo: cautivar. De tal manera que, como piezas de ajedrez, nos integramos cual actores de reparto. El realismo de sus textos nos permite ese trance: abandonar nuestro cuerpo para jugar al PlayStation, disparar rifles a postón o jugar una pichanga. Las historias, que a momentos nos parecen crónicas, ensayos, prosa poética o extractos de un diario de vida, nos llevan al descubrimiento de una existencia acaso extraordinaria. Eso intuimos cuando corroboramos una niñez en ausencia de su madre, los trabajos forzados, la convivencia con tías y abuela, la vida nómade, la educación casi por accidente, sus aventuras literarias y el deseo de superación al ingresar a la universidad. Pero su narrativa bucea libremente y su lente nos permite una panorámica amplia y enriquecedora. En efecto, en sus juegos de infancia y adolescencia hay algo de compasión, resiliencia, sana ironía, empatía con el resto de los mortales que lo saca de molde. En el camino de lectura descubrimos la multiplicidad de su cuerpo y de su alma en busca de luminosidad. Cada etapa de su existencia va dejando huellas que moldeará su espíritu hasta quedar en paz consigo mismo y con todo lo que le rodea. Mientras tanto vive y escribe. Su material creativo se alimenta de respiración, de latidos, del puño de sus manos mientras hornea pan y decora dulces de La Ligua. Sus trabajos forzados lo elevan a un estado casi místico. Recoger la basura, trabajar de panadero, ser dependiente de un supermercado o comerciante ambulante es tarea de héroes, seres nobles y honestos que reparten su enseñanza como Buda o Jesucristo: El blanco de los peonetas que descargan me recuerda a los panaderos: algo tienen en común con el hijo de Dios. Jesús, sin más, era un panadero nato, extraordinario: multiplicaba el pan, incluso más rápido que cualquier panadero industrial. También noto algo de martirio en la imagen del panadero con un quintal de harina a la espalda y Jesús arrastrando la cruz. Encorvarse para recibir ese peso que va a redimir a la humanidad. El pan de alguna manera redime a los chilenos y es omnipresente. Es el cuerpo, el sacrificio y la generosidad de Cristo hacia la humanidad. Un gesto lleno de nobleza (pág. 52).

Hay relatos que evidencian un acercamiento casi accidental al mundo religioso: el joven Nicolás junto a su hermano mayor retornan, después de años, a la fiesta de Santa Rosa de Pelequén: Antes de irnos, entramos a una de las últimas misas que se celebrarán por la fiesta y escuchamos al sacerdote hablar de lo que Santa Rosa tiene para entregarnos: «La fuerza de su espíritu y la pureza ingenua de Jesucristo». Mi hermano me llama afuera y con un garabato me comenta lo impresionado que está. Recuerdo que cuando niño yo era de los que no decían chuchadas en la iglesia. Creía que era un lugar sagrado, pero, sobre todo, con la constante vigilancia de Dios. Mal que mal, era su casa (pág. 48). Su fe, infantil y espontánea, se hace presente en situaciones límites como cuando en Arica sufre un accidente: Llegó el viernes y me dieron el alta. Nunca me había hecho más sentido el «levántate y camina» de Jesús a Lázaro. Fue como recuperar otra vida, tener otra oportunidad. Si un canuto me hubiera hablado en ese momento, me hubiera unido a su causa (pág. 84).

El tejido del libro contiene escenas, personajes y territorios que se reiteran en el flashback de su memoria, la que obedece a la emoción más que a la lógica de un relato determinado. La escritura es libre y fluye en un estado de ánimo que va desde lo reflexivo a la exaltación y el asombro. Su técnica le permite esos puentes de conexión en donde lo inanimado adquiere movimiento y el contenido se tensiona dando formas a relatos que se bifurcan entre múltiples lecturas. En "Restos de harina" (pág. 49) encontramos una especie de ruta del pan de su literatura, como una obsesión que le persigue desde la niñez e intuimos sus preocupaciones existenciales a partir de la materia prima del pan que se introduce en su cuerpo conformando una extraña masa que piensa y se proyecta. Entre esos restos de harina se construye su vida: la niñez en Angostura; su trabajo de panadero en un supermercado; su escape de Buin a Valparaíso con la excusa de estudiar; el primer año de enseñanza media y el profesor que guitarrea su hit “La marraqueta”. También se abren paso sus fantasmas literarios: un taller de poesía de la Fundación Neruda y un poema de Gabriela Mistral; su primer libro Camarote en donde narra sus experiencias con el pan de su niñez; su búsqueda de libros que hablen del pan: Hambre de Knut Hamsun, El pan de los años mozos de Heinrich Boll; Así es como la pierdes de Junot Díaz; El taller blanco de Eugenio Montejo (un ensayo que entremezcla poesía con olor a pan); una visión de un cuento de Carver mientras come marraqueta en una madrugada lejana; una conversación con el poeta Carlos Cociña.

La ruta del pan lo llevará a la dimensión desconocida de su mente, atravesando puentes, habitaciones con olor a manjar y hojaldre, libros, teleseries, obras musicales, películas, videos en YouTube. La tarea de escribir es enorme y la vida se hace corta: Nunca me han gustado los supermercados, pero entro a trabajar a uno. Vengo de un tragicómico accidente, ya no me quedan ahorros y he perdido confianza en mi cuerpo, en su fuerza, su funcionamiento. Postrauma mi sueño recurrente es que dentro de mi organismo algún cable o circuito se desconecta, que mis funciones vitales se apagan una a una y quedo en estado vegetativo. Decido volver a trabajar: dejo mi currículum en la Oficina Municipal de Intermediación Laboral y espero que ellos hagan el resto. Postulo al supermercado esperando quedar en la sección de verduras y frutas, pesando plátanos y tomates a viejas y viejos buinenses durante los fines de semana. Cuando llego a la entrevista, ponen sobre la mesa más puestos disponibles. Me gustan las hallullas del Tottus, tengo experiencia de trabajo con maquinaria pesada y el sueldo que ofrecen es mayor al de “pesador”. Tomo el puesto y a la semana siguiente ya soy parte del Team Panadería. Quiero probar mi cuerpo, echarlo a andar de nuevo en un oficio pesado (págs. 51-52).

Pareciera ser que Nicolás Meneses ha vivido más de la cuenta o su memoria le otorga la facultad de vivencias paralelas. Una vida intensa y sin límites. Así también las heridas han trazado su cuerpo señalándole la ruta que debe seguir. En "Mis sueños paralíticos" realiza una radiografía con detalles que evidencia sus pasos dolorosos como un juego en espiral que se repite: una caída desde una pandereta junto a su primo; un clavo en su muslo derecho; un disparo de postón en su pie; su primer accidente laboral a los diez años cuando su dedo sale molido por los dientes de un piñón; choques de carretera junto a su tío en su camioneta de reparto. Pero el accidente que lo marca sucede en sus andanzas literarias cuando el 2015 obtiene una mención en el Premio Roberto Bolaño y viaja a Arica. Un piquero en la piscina del hotel lo conducirá por un laberinto de dolor que traspasará su cuerpo y su psiquis, y el futuro se desmorona a pedazos. Aquella situación lo divide en estados mentales que lo conducen al abismo. El límite entre lo real e imaginario se pierde en una bruma de pensamientos apocalípticos y en cualquier momento podría quedar parapléjico. ¿Cómo liberarse de la pesadilla?

Una mañana, mientras hace clases, se desmaya y su cuerpo no responde. Lo único que queda es la palabra de los médicos: Me costó creerlo, asumir que todo había sido mi primer ataque de ansiedad. Que todos los síntomas respondían a ello. Entrar en letargo, nublarse los ojos, encerrarse en la paranoia, en la inminencia de una fatalidad. Tuvieron que decírmelo cuatro médicos distintos, incluso el radiólogo que me tomó el TAC cervical pendiente. Ahí me convencí de que sí, había sido un ataque de angustia, que mi cabeza estaba construyendo una conspiración mental para hacerme creer que estaba a un paso de la invalidez.

«No voy a quedar inválido», me repetí esa noche que volví del SAPU de Lo Espejo. «No voy a quedar inválido, no voy a quedar inválido, no voy a quedar inválido...» (págs. 86-87).

Aquella experiencia de dolor le abrirá una dimensión hacia la literatura, de la que será imposible escapar.

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