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  • Ricardo Herrera Alarcón

Poéticas

Actualizado: 2 may 2021


Por Ricardo Herrera Alarcón

(fotografía de jplenio)


I


Este ha sido un verano sórdido: las cervezas se entibian rápido a la temperatura ambiente y he decidido instalar mi campamento base a un costado del refrigerador, antes de subir el K2. Se lo dije a mi mujer y a mi hija: ya no escribo más, ahora me iré a los Himalayas a subir esa montaña terrible. No pensar mucho si puedo o no puedo, solo subir, contra el viento y el frío. Esa es mi poética de ojos abiertos, mientras la nieve quema.


II


Toda mi experiencia previa antes de esta montaña es el cerro Ñielol: allí me arrancaba a fumar cuando hacía la cimarra, allí besé a una compañera de curso, allí escribí poemas horribles que mi mamá todavía guarda. Esa es mi experiencia previa a esta montaña: un cerro piñufla, subido en verano con una camisa blanca pegada al pecho, y en invierno con una parka negra que no soportaría un grado bajo cero.


III


Quisiera ir hacia un lugar que no existe. Cuando leo busco ese lugar, cuando cierro los ojos creo encontrarlo, cuando bebo me acerco, los lenguajes que no usan palabras son los que mejor representan lo que no existe: las poéticas que exploran lo visual, lo sonoro, la sensibilidad post real, lo rozan. En Rafa Espinosa abundan esos lugares que busco. Esa es mi poética K2: los poemas de Constitución, más que los de La dinastía Plantagenet.


IV


En el proceso de escritura, un libro puede fallar cuando se tiene demasiada conciencia de lo que se hace. También cuando se quiere dejar todo a merced del viento. Quiero ejemplificar lo que digo con A.A., el libro que escribo.

Tengo demasiado clara la estructura de Alcohólicas Anónimas, incluso los nombres de cada texto, que no son solo nombres de mujeres, sino también de poetas que han semiotizado en femenino: Diego, Raúl, Sergio, Bernardo, se unen a los de Alejandra, Francisca, Carol, Isabel, etc. Pero asumir la polifonía en un libro, al estilo del Spoon River de Lee Masters, El confesionario de Reyes, Colonos de Sanhueza, Espejo de enemigos de Rioseco o Comarcas de Colipán, es un trabajo enorme y generalmente destinado al fracaso. Lograr la individuación de cada voz es muy complejo. Veré qué resulta en A.A. Por lo pronto esta es mi poética: hacer hablar a un grupo de mujeres, que se han bajado de un tren bala a beber en una iglesia abandonada, y esperan que aparezca dios con un saco de carbón al hombro.


V


Es cierto que los bares han sido nuestras clínicas siquiátricas. Suelo decir a mis amigos que se vayan de Chile, que no hay futuro, que este país está comprado, vendido, rematado. Que el futuro que les espera es arrastrar una carreta rumbo a un mall, haciendo de bueyes. Hay una metáfora de este país: un antiguo bar en Carahue queda al frente de la sede de Alcohólicos Anónimos de la ciudad. Los pacientes miran por las ventanas de una vieja casa de madera o se broncean al sol observando a quienes entran al bar. Tarde o temprano cruzan la calle. A qué genio de la salud pública se le ocurrió ubicar una clínica de rehabilitación alcohólica al frente de un bar? La gente de este país resiste la esclavitud no sé cómo; embrutecidos, trabajando por un sueldo miserable, endeudados, enrabiados, con el hígado hecho bolsa, tanta pastilla y tanto trago. Esta es mi poética en otoño: una oblea china disolviéndose en un vaso de gin con gin, levitando en el aire, frente a un Motorola que reproduce Poltergeist.


VI


Cuando leo a Rafa Espinosa no me interesa tanto el significado de lo que dice, sino el juego de asociaciones que produce, la grieta en las estructuras que se abren, la invención de una realidad nueva. Huidobro lo habría amado, quizás no tanto como a Anguita, pero infinitamente más que a Arenas. Quiero decir que en su poesía se manifiesta aquello que Montalbetti denomina defensa del poema como aberración significante. La libertad de su interpretación. Exigimos, de todo, estructuras cerradas y definitivas y el poema se niega a esa cárcel. Sabemos que a muchos de los grandes libros nos acercamos a tientas, nos resultan comprensibles a medias, pero también intuimos que es la característica de ciertas poéticas que no se dejan leer desde la lógica o exclusivamente desde ella, sino desde la imaginación y el instinto. Aun sin entender nos aferramos a ellas tanto porque amamos lo que dejan ver como lo que no entregan. Volvemos convencidos que ahora sí y sus lecturas renuevan un misterio insondable. La segunda mitad del siglo veinte (al menos en Chile) desterró la imaginación asociada a lo abstracto, la oscuridad, la inmanencia, relacionando estos lenguajes a la gratuidad, lo vacuo, lo vacío: continente sin contenido, retórica, fuegos fatuos. La inteligencia asociada a la claridad y el realismo se instalaron para quedarse. Rafael Espinosa exige ser leído contra ese paradigma, a ocho mil metros de altura del sentido, atento tanto a sus significantes como a la puesta en escena que los poemas proponen. Si en el cuento existe una teoría del iceberg, en poesía lo que no se dice es una Atlántida. El lector como un sherpa que sube sin oxígeno a buscar asociaciones y sentidos. El poema como el aire que falta, la música del hielo.


VII


Un poeta no es más ni menos que eso: un poeta. Una persona que trabaja con palabras, música, silencio, entre otras cosas. Así como otros trabajan con piezas de automóvil, vidrio, cables, estrellas, computadores, cemento. Parte de su descrédito social tiene que ver con esos materiales. Trabajar con algo tan cotidiano como las palabras resulta sospechoso, pero de allí su complejidad y atracción. Mi hija trabaja con piel, tinta, agujas, un taladro, algodón, entre otras cosas. Cuando digo que ella hace tatuajes siento un aura que recorre a la palabra tatuaje, una fragilidad espesa a la vez que una fuerza etérea como la de una nube cargada que sorprendernos de pronto cuando miramos el cielo. Digo: mi hija hace tatuajes, y es como si dijera “se viene una tormenta eléctrica”: algo tan hermoso que se le teme, que hace que nos refugiemos en un lugar seguro. Yo digo poesía como si dijera tatuaje, tiene esas connotaciones para mí. Quizás porque pienso que el cuerpo siempre reacciona físicamente a los poemas, quizás porque creo que la escritura tiene una entrega física y un costo físico del que a veces no se tiene conciencia. La vista, la espalda, el corazón, el hígado, los pulmones, las manos, el oído, la piel entera entran en funcionamiento. Mi gata anda todo el día oliendo el aire, siguiendo insectos, la veo entrar a casa con un saltamontes y al rato está escondida detrás de unas flores, o sentada en la ventana, levantando la oreja a cualquier ruido, persiguiendo cualquier cosa que vuela, sensible a ultranza a los olores, nada parece conmoverla y todo parece ser objeto de sus obsesiones: esa, mi poética.


VIII


Poesía por un tiempo de arraigo y poesía escéptica de sí misma constituyeron, durante la segunda mitad del siglo pasado, las dos poéticas más importantes de nuestro país. Las del arraigo (lárica y mapuche, fundamentalmente) han debido andar un camino escarpado y nutritivo en que la metamorfosis y la contaminación de su materia constituyente ha sido la constante. Al padre Teillier se le ha negado tres veces pero, a la luz de las velas, lloramos con sus poemas, aferrados a un vaso de vino. Por el contrario, las lecturas de los poetas del escepticismo (Lihn y Martínez, fundamentalmente) han sido infinitamente más condescendientes con los progenitores. “Un hombre solo en una casa sola” bien podría haber sido escrito por un Lihn que se mira sin burla al espejo, mientras se saca la máscara del lenguaje, junto a una chimenea imaginaria cuyo fuego no tiene deseos de encender. Así como “Versos para ilustrar unas fotografías de San Antonio de Atitlán”, por un Teillier que deja de mirar su reflejo en un vaso de cerveza y observa la carretera que serpentea el lago.


IX


Salgo a respirar los primeros soles del otoño. Me han prestado el Libro del encantado, del poeta Giovanni Quessep. En los poemas de esta antología abundan alondras, lunas, ruiseñores, madrigales, reyes, como sacados de un romanticismo o un modernismo tardío. Ese llevarme a otra época me hizo recordar el Caravansary, del también colombiano Álvaro Mutis, sus personajes que limpian lámparas de petróleo, en mitad de la noche, y mascan hojas de betel, parecen también de otro tiempo. La selva contaminada de Mutis tiene ese aire intemporal de los poemas de Quessep: “Vi perderse tu rostro por esa niebla en que la música / cesa como un jardín al que el cielo de otoño / le niega ya las flores que inventa la memoria”; “No sé qué camino seguir / ni a quién decirle que me ame, / mis ojos miran la floresta/ y estoy cansado y se hace tarde”, me dice Giovanni Quessep en mi campamento base que ahora he instalado junto a una estufa a pellet roja y negra, guerrillera.


X


El otoño, esa es mi poética; las hojas que caen, las horas muertas mirando por la ventana. El encierro como estética, el virus, la letalidad, el aforo, la lista de trabajos esenciales, las botillerías cerradas como ripio, los cordones sanitarios, los ventiladores mecánicos, los cuerpos entubados, las conexiones virtuales, las cajas miserables de alimentos, los neo fascistas de la televisión como retórica, la lista de muertos y la lista de sospechosos de estar muertos, los candidatos a las camas críticas, como silencio. La estética de la enfermedad, la sangre, las morgues saturadas, los muertos en container. La escritura como una fiesta clandestina. El poeta pintando de azul los hospitales. Las musas inyectando suero a la vena.

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