Apuntes sobre Jhon Titor (autoedición, 2021), de Pablo Canales
Por Pablo Ayenao
Jhon Titor, de Pablo Canales, es un poemario dividido estructuralmente en dos apartados. La primera sección corresponde a diez poemas, de variable extensión y de muy concentrada afinidad. El segundo segmento, en tanto, despliega un solo texto en prosa, cargado de afanes, y de perfil somático.
Pero antes de entrar en la letra propiamente tal, debemos indagar en el título del poemario ¿Quién es Jhon Titor? ¿Por qué este libro es bautizado con un nombre propio? ¿Qué tan importante es la referencialidad en el poemario que nos congrega?
Rebusco en internet a Jhon Titor. No es difícil la tarea. Resumo: Jhon Titor es una ficción, un derrotero cibernético creado por alguna mente recelosa, por allá por los años 2000 o 2001. Mediante el soporte de tablones de anuncios electrónicos, Jhon Titor decía ser un enviado del futuro y que, por tanto, era capaz de saber qué ocurriría en los días venideros. Así, anunciaba diversos presagios, aunque no eran presagos propiamente tales, porque como Jhon Titor había vivido esos años, solamente nos contaba lo que sabía, lo que simplemente sucedió en el mundo. Cabe señalar que Jhon Titor es (o fue) un soldado estadounidense, que el año 2036 transitó hacia el pasado y ahora vive (o vivía) con nosotros, buscando un sustancia concreta. Así, Jhon Titor es una leyenda de prehistóricos foros de internet, un viajero en el tiempo que debe sí o sí cumplir su misión. Me esforcé. De verdad traté de ser lo más sucinto y preciso posible. Pues bien, este poemario se llama justamente Jhon Titor y, claro, la referencialidad a ese nombre-leyenda no es en absoluta gratuita, sino todo lo contrario.
El poema que abre el texto, llamado A manos del tiempo, fija rotundamente las densidades en que se desenvuelve la grafía: “El tiempo, mientras, espera ser descubierto / en su engaño: / En su fragmento de calamidad en medio de la nada / Pero las voces que siguen al mártir abyecto a / su propio sacrificio / Jamás oirán la lengua absuelta en el ojo del / astuto”. Más que la imposibilidad del tiempo y el espacio, o su cara impasible, se advierte una fatalidad; aspecto sacrificial que, sin embargo, no afecta a la manada, puesto que solo algunos son los emplazados a proseguir el réquiem del viento y su persistente resonancia. La cita a Canetti, entonces, es la materialización de un lenguaje que se enfrenta al paso de los días, con más resignación que entusiasmo; así, la hoja devenida en timón o remo es aquello que amplifica y encauza el impulso dinámico. El poema Lenta muerte, en tanto, es un canto laudatorio a la inmediatez, no como apología adolescente, sino como templada indagación frente al establecimiento giratorio del sobrevenir: “La madurez grava los cantos de la edad de / piedra / Se dedica a juntar polvos de otros tiempos / Nace para esperar la muerte / Y negar cada duda con una imagen que se / volvió más grande que ella”. Ahora no sucumbimos en la exquisita traslación, sino que sucumbimos cuando nuestra conciencia instaura un tiempo exacto, en el cual dejamos de ser aquello que fuimos, o aquello que imaginamos ser, lo que vendría a ser la misma cosa. Es decir, la madurez es una sentencia de muerte, sentencia lánguida que nos arrincona y, justamente por eso, debemos esquivar su fatal letargo. El poema (Esto es para ti, amigo) más que una declaración amical, es una decidida remisión, quizás ilusoria, pero siempre reflexiva en sus abreviados gestos: “En la naturaleza, cualquier lugar es un / nicho. Donde echarse un rato. / A contemplar las estrellas. Fantasmas llenos / de infinito. / No importa morir joven. Soy cómplice del / caos”. Declaración de amor y declaración de inmanencia, la naturaleza transmuta en febril horizonte que soporta nuestros abrazos. Porque incluso a contramano, la tenacidad no se quiebra, como nos señala el texto en prosa Silencio, de clara inspiración metafísica: “No quisiera traernos de vuelta a ese espacio que parece circundar inexorable la vida de millones. Me gustaría, sin embargo, ofrecernos una salida a su sufrimiento, con toda la cuota de iluminismo que eso conlleve”. Acá existe una frecuencia reconstructora, pues en el aciago momento del relámpago, una erosión nos atrapa; empero, no nos limita el tranco, sino que nos incita a portar una voz que confronte la abulia, el desgano de aquello impávido. Se establece, de esta manera, un llamamiento, exaltación de los sentidos para nunca retroceder. No es un éxodo, es un anhelo dispuesto en el desfiladero, nunca en el firmamento.
Sintetizando, afirmamos que Jhon Titor es un poemario que se establece desde la idea de simultaneidad, trazando directrices y duplicidades emergidas a través del curso esfera- gradación; haciendo visibles los efectos que producen estas sucesiones en las personas y en los bosquejos que nos cercan. El poeta, entonces, lejos de la sugestión y la clarividencia, compone sus hojas con la templanza del viajero y con la lucidez de aquel que sabe que debe enfrentar un designio. La tarea consiste en contemplar el borde del crepúsculo, los itinerarios y sus abstracciones. Sí, estamos frente a una poesía erigida a punta de sospechas y sentencias, determinación y perplejidad. Esta letra resiste el engranaje, la enfática salida de sol. Entonces, más que advertir una señal mítica, Jhon Titor nos acompaña en la desmadejada red que tramamos día a día, hora tras hora, sin más ilusión que el firme acontecer que nos redime. Eso basta para celebrar.
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