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  • Pablo Ayenao

En mi nuca se posa una candelilla

Apuntes sobre Otredad de tumba (Editorial Bogavantes, 2020), de Paula Cuevas Araya


Por Pablo Ayenao




Otredad de Tumba, primer poemario de Paula Cuevas Araya, congrega múltiples tonalidades ligadas a la escritura y su raíz molecular: mímesis corpórea. Adquieren voz, entonces, las graduaciones orgánicas, a veces en franca batalla y otras veces en mortuoria rigidez. Desde esta densidad, la letra navega y relumbra, congregando ebulliciones y despeñaderos, siempre al unísono. Casi siempre, en realidad. Así, la escritura no se forja desde lo material, sino desde lo intangible. O mejor dicho, desde lo material que desconoce aquello intangible. Sí, lo desconoce del mismo modo que se desconocen las células y las nervios. Y en esa duplicidad, en esa aparente contraposición, se produce la poesía de Paula Cuevas Araya. Poesía que despliega un bello encantamiento, en donde cada palabra es un calibrado espasmo que proviene desde una otredad y una tumba, que es también nuestra otredad y nuestra tumba.

El primer poema de Otredad de Tumba, llamado “Sinopsis”, es altamente ilustrativo sobre este punto: “En augurio abre sus alas, me encuentra. / Rompe mi piel con sus puntas, dejando en mis vísceras / la sensación de un grito ahogado. De metal que penetra / y que atraviesa cada respiración”. Advertimos aquí la escritura como una articulación convexa. Fragmentos de carne que, intempestivamente, atraviesan la piel y que producen dos efectos: el vaciamiento somático y el enigma iniciación/tránsito. Detengámonos en esta última idea, puesto que se encuentra ampliada y revelada en el poema “Serenata”, uno de los más logrados del conjunto: “Escucho el cantar de mis letanías / como si fuera o viniera / desde la boca de todo un pueblo. / Corean sus historias sacando la voz / desde un crujido de espalda”. Me atrevería a decir que acá no existe cuerpo malogrado; o no es eso solamente, acá resplandece la frecuencia y su señal. Escritura, aspa y ecualizador. Escalera plegable en donde cada peldaño es letra y cada letra un presagio. El porvenir transmuta en cielo o infierno, da igual; porque la primera parada es siempre un sepulcro.

Cualquier sepulcro, solo la primera parada.

Igualmente, en Otredad de tumba encontramos un reordenamiento grafía/átomo, como si la descomposición de una molécula generara la aparición del significante reactivo, quebrando así toda contraseña y antelación. De esta forma, aquello palpitante: sangre, vísceras, huesos molidos, crudeza medular; no configura una desintegración, acaso todo lo contrario. Aquello palpitante Ilustra el encomio, el rastro de una letra que se eleva, implantando siempre los indicios, las aristas, los tejidos. Por tanto, la muerte y la enfermedad reemplazan la inacción, aquello inmóvil, invariablemente pétreo. Es decir, trastocan el desierto y su carga desoladora. Así, el poema “Hospital”nos señala: “Y en el pabellón de la desgracia / una niña pide futuro / mientras las ratas hambrientas / se pelean por oler su sangre”. La enfermedad, entonces, deviene en postrimería, un lugar posible, tenazmente adorable, mítico en su anhelo. En el poema “El ocaso”, en tanto, la huella es aún más reveladora y, al mismo tiempo, sugestiva: “arriba tuyo / en agitada ceremonia de carnes explosivas, / te traspasé las más conocida: / La solitaria soledad”. Notamos que el deseo se alimenta de esferas en donde la circulación se extingue, lo que configura un eterno y sinuoso conducto, rescoldo nunca apagado. Finalmente, el poema “Cadencia” nos enseña que el estado de muerte es rotundo: “Sí, soy un cadáver, / no hay emoción que derribe estos muros terremoteados. / Una ciudad avasallada por la miseria / por el frío del olvido”. Acá la muerte es pequeña y dulce, solo ilusión, porque los muros derribados no pueden volver a ser escombros. Y desde esa geografía, desde esa línea achurada, se contraen los huesos oxidados, inefablemente rotos.

Debido a su importancia, es necesario referirse al poema “Manifiesto hacendoso”, texto en donde se delimitan complicidades y afectaciones, no exactamente con la letra, sino aquello que congrega: la letra de la historia. Hacia allá van las flechas y sus blancos: “Tengo los ojos morados, el sexo roto, / tropeles dividieron mis huesos / y así, descuartizada, / unifico, tejo, amarro, zurzo”. Vislumbramos que se arrastran pendencias y úlceras, cuerpos carcomidos por las llagas. Pero eso, solo eso, provoca el brinco en el círculo de fuego. Y la autora no solo está consciente de aquello, sino que lo vive, salto tras salto, valla tras valla.

En síntesis, Paula Cuevas Araya, en Otredad de tumba, inaugura un proyecto escritural que disloca cuerpo y letra, cuestiona partículas y estéticas, canta a la muerte con desmesura y se abriga con la cadencia y la música de su aire sublime. Una poesía nacida desde esa otredad que alimenta nuestro abismo y que enfrenta al poema por asalto, a punta de fulgor y arrobamiento; esculpiendo su desbordante e indomable revelación.

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