Por Marco López Aballay
¿Acaso la silicosis es mortal?
Al abrir las primeras páginas de este libro presentimos la singular estructura de sus versos y la forma de abordar las imágenes con su contenido. Una máquina fotográfica guía sus pasos por distintos lugares en busca de detalles, mínimos detalles, que sucedieron en una de las tragedias industriales más grandes de los Estados Unidos: la construcción y explotación del túnel de Hawk’s Nest en Gauley Bridge, Virginia Occidental. Entre los años 1930-1935 fallecieron 764 hombres, en su mayoría afroamericanos, de silicosis debido a la alta concentración de sílice y a las nulas medidas de protección que la compañía Union Carbide & Carbon Corporation ofrecía a sus trabajadores. Muriel Rukeyser (1913-1980), poeta joven y activista, en 1936 viaja al lugar de los hechos junto a su amiga la fotógrafa Nancy Naumburg con las intenciones de investigar y documentar la tragedia para crear una obra literaria, en este caso de poesía, que reflejase la magnitud y la proyección del infortunado suceso. De tal manera que la construcción del poemario se basaría en diversos medios: testimonios, declaraciones judiciales, entrevistas, transcripciones de juicios, proyectos de ley, documentos jurídicos, cotizaciones bursátiles, exámenes médicos, informes oficiales y citas del Libro de los muertos, creando un entramado complejo y no menos extraño cuya música de fondo tensiona la lectura a tal punto que nos integra, como lectores activos, a una película o documental de terror. Uno de los logros importantes se relaciona con el viaje que experimentamos como lectores. Tratándose de documentos fieles a la época, visualizamos e imaginamos los hechos tal cual se prescriben.
El sufrimiento humano se expande entre las hojas de este hermoso libro (Editorial USACH, 2021, con traducción de Lucas Costa), cuya estética de presentación nos anima a leerlo e introducirnos en la trama que a momentos asimilamos con el libro Voces de Chernóbil de Svetlana Alexiévich.
Mi niño trabajó ahí como dieciocho meses, / una tarde llegó a la casa respirando cortado. / Me dijo, “Mamá, no puedo respirar”. / Shirley estuvo enfermo como tres meses. / Yo lo llevaba en brazos de la cama a la mesa, / desde su cama hasta la terraza. (pág. 53)
El menor de los niños no alcanzó a ir allá conmigo, / se acostó y me dijo: “Mamá, cuando muera, / quiero que consigas que me abran y / veas si ese polvo me mató. / Intenta que te indemnicen, / no tendrás otra forma de ganarte la vida / cuando nos hayamos ido / y los demás también se irán yendo”. (pág. 55)
Un coro polifónico expande sus gritos de dolor atravesando cada una de estas páginas y en algún momento pausamos la lectura, para digerir imágenes únicas, fijas y estéticamente indescriptibles:
Parecía que alguien rociaba harina por los parques y arboledas, / se impregnaba y la lluvia no podía sacarla y centelleaba / ese polvo blanco se veía realmente notable sobre nuestros tobillos. (pág. 65).
Más calientes para el silicio, los altos hornos levantan llamas, / derraman fuego, derraman acero, enfrían la nueva forma sólida, / templándola hacia la perfección del metal. (87)
Las intervenciones de la poeta radican en la selección de los documentos, los personajes, los acontecimientos y lugares. Sus versos actúan como un efecto sonoro que dirige el pentagrama con maestría y bajo perfil. La musicalidad de Rukeyser nos parece un eco traído del más allá, y como apunta Jaime Pinos en el prólogo: “las palabras de este libro de los muertos elaborado por Rukeyser fueron escritas para acompañar un viaje inverso. Traer a los muertos, su historia, al presente. Tenderles la mano, sacarlos de la oscuridad del olvido”.
La panorámica del paisaje se recarga de una atmósfera extraña, como una realidad paralela que deja pasar las horas y los días en un calendario color sepia:
Gauley Bridge es un buen pueblo para los Negros, nos dejan ir / por ahí, nos dejan caminar / por las veredas aun siendo negros o morenos. / Vanetta está sobre el viaducto, y ese es nuestro pueblo. // El cerro hace bajar la respiración, lenta respiración después de remar el río, / y el cementerio sobre el cerro, helado en la ventrisca primaveral, / el cementerio en lo alto y la ciudad en los bajos. (pág. 63)
Cerro cristalino: un campo ciego de blanca / nieve asesina, tapada por huellas convergentes; / las grúas que viajan alcanza la sílice. (pág. 87)
Los entendidos denominan este trabajo como “poesía documental” o “docupoesía”, con rasgos de la poesía investigativa que se ve impulsada por el activismo político de la autora, un factor no menor a la hora de trabajar El libro de los muertos (1938).
El caso de mi hijo fue el primero en la línea de demandas. / Mandaron abogados y doctores; / cortaron las tomas de corriente de los campamentos. (pág. 55)
Enterraste alguna vez a treinta y cinco hombres en un sitio detrás de tu casa, / treinta y cinco tuneleros que los doctores no atendieron, / muertos en campamentos, bajo las rocas, en todas partes, un mundo sin fin. (pág. 63)
La injusticia, la codicia, la impunidad, la enfermedad y la muerte se entremezclan en los poemas como semillas que germinarán con el paso de los siglos. Tragedias como las del túnel de Hawk’s Nest seguirán sucediendo, aunque en otros contextos y escenarios, pero con el mismo problema de fondo: la miserable condición humana:
Este es el caballero de Montana. / -Soy un niño, me estoy inclinando sobre la ventana de una pieza, / cortando la rosa que trepa por la pared, / rosas de té y rosas rojas / una por una herida, la otra por enfermedad, / en memoria de los huelguistas. Yo tenía cinco años, casi seis / mi padre en huelga en la mina Anaconda; / sacaron al alcalde socialista que teníamos en Butte, / el sheriff (amistoso), encontró su juez. Se paró la huelga. / Mi padre fue baleado. Murió: las heridas y su enfermedad. / Mi padre tenía silicosis. (pág. 107)
Los versos de Rukeyser son vientos que nos arrastran al polvo de la silicosis, la radiografía de sus poemas nos instala en el pulmón de los condenados a muerte: millones de obreros sin nombre y apellido:
Oscuro como soy, salí del túnel esa mañana con un hombre blanco, / después de pasar la noche, nadie podría haber dicho cuál de los dos era el blanco. / El polvo nos había cubierto a ambos, y el polvo era blanco. (pág. 65)
En la cara de este hombre / la familia se asoma desde dos mundos de tumba / aquí hay una pieza de ojos, / una sola fuerza emerge, leyendo nuestra vida (pág. 45)
En esta sentencia de muerte se conectan escenas que nos llevan a nuestra niñez y juventud, cuando mi padre trabajaba de perforista en la Compañía Minera El Cerrado de Cabildo. Allí permanecería por más de 20 años, hasta que una tarde, debido a una insuficiencia respiratoria se desvaneció. Ahora los vientos nos arrastran al mes de mayo de 1997. En una habitación del Hospital del Trabajador, Pedro López Michea, conectado a una traqueotomía, fallecía de silicosis a la de edad de 67 años recién cumplidos. Una semana antes, el organismo estatal COMPÍN le había reconocido el 100% de su invalidez laboral.
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