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  • Ricardo Herrera Alarcón

Editar una vida

Por Ricardo Herrera Alarcón


Los escritores son en general gente silenciosa y quitada de bulla, que escriben porque tienen miedo de hablar, porque el don de la oralidad no es lo de ellos. No conocí a Juan Pablo Ampuero, pero sé por sus amigos que era un gran conversador, un bohemio empedernido, lo que sospecho oculta a una persona silenciosa, retraída y que buscaba los lugares más lejanos y aislados de la agitación humana. A lo mejor sus familiares cercanos me podrán responder. Los escritores son también, en general, personas que no se quieren mucho. La caricatura del escritor egocéntrico es un estereotipo que se ha repetido a través del tiempo: quien se ama mucho no se autodestruye y los escritores mantienen una larga tradición de enfermedad y desacomodo social. No tiene por qué ser así, por cierto, también existe la felicidad en el gremio, no podría ni debería ser de otra manera: el autoflagelarse no es una condición sine qua non de la buena escritura. Pero el egocéntrico literario no es más que un payaso con la cara manchada de rouge y no de sangre. Si escudriñamos en la biografía primera de Ampuero quizás nos encontremos con un niño tímido que se aislaba de todos, armando piezas de aviones con piedrecillas, jugando a las escondidas con fantasmas que solo él podía ver en las heladas tierras australes.

Escribir y editar van de la mano. Nos editamos a nosotros mismos, pero quizás no somos nuestros mejores críticos. Al leernos no se lee lo que escribimos sino lo que quisimos escribir. Eso lo dice el cura Valente, santo patrono de los poetas descarriados y locos de los ochenta. Ese cura fascista andaba salvando gente y los pobres poetas se lo agradecían y lloraban emocionados. “Ignacio Valente me salvó la vida en tiempos en que me estaba volviendo loco”, dice un salvado por ahí. Agradezco a Dios no haber vivido como escritor esa época oscura.

El caso es que a uno le falta distancia, o somos muy severos o muy condescendientes, cuesta encontrar un punto medio. Durante años practiqué la edición casi clandestina, libros que los amigos me enviaban pidiendo un consejo, el regreso de un archivo con los textos tarjados y los comentarios al margen. Cuánto me habré equivocado, pienso ahora, cuántos poemas habré echado a perder, pero también cuántos libros ayudé a nacer. Disfrutaba esa práctica que sigo realizando. Todos los escritores la hacemos.

La relación entre autores y editores es compleja. En nuestro recuerdo está la que establecieron Maxwell Perkins y Thomas Wolfe, para la escritura de El ángel que nos mira; la influencia de Ezra Pound en La tierra baldía, de Eliot; o más recientemente el papel preponderante que tuvo en el estilo minimalista de Carver su editor Gordon Lish, al menos en sus primeros libros: ¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor? y De qué hablamos cuando hablamos de amor.

En Chile sabemos de casos parecidos, como el del editor Carlos Orellana cuando propone a Germán Marín eliminar la mitad de su libro Circulo Vicioso, cosa que Marín no acepta. ¿Alguien habrá editado a Pablo de Rokha? Me pregunto. ¿El macho anciano de Licantén habría aceptado cambiar una coma de su escritura torrentosa? Óscar Hahn tiene un poema que refleja el problema de la edición propia, de ese afán de corrección que puede llegar a la enfermedad y la mutilación. Se titula “El perfeccionista” y me permito citarlo:


Yo arruiné este poema Eliminé palabras y le torcí el cuello a la sintaxis hasta dejarla sin habla Ahora no es ni la sombra de lo que era De tanto castigarlo quedó reducido a nada Ignoro de qué hablaba No sé cómo termina


Erick Pohlhammer expresaba que prefería los poemas imperfectos pero que tenían vida, frente a aquellas construcciones y mausoleos perfectos y (agregaría yo) sanitizados, donde corre el aire limpio. En lo personal estoy de lado de la poesía impura, de la jerga, el idiolecto, lo situado y exteriorista, el desborde documental, la literatura escrita a hachazos.

El espejo en el desván es la primera obra póstuma que publicamos como editorial. Nuestro catálogo se nutre de autores de distintas ciudades, desde Valparaíso y Santiago, en el centro, hasta nuestra ciudad de Temuco, en el sur. En los últimos años nos hemos centrado en autores de La Frontera, en una apuesta editorial que busca reivindicar una tradición de larga data. Autores como Guillermo Riedemann, Hurón Magma, Gerardo Araneda, Juan Carlos Reyes, Luis Riffo, se unen a las voces de escritores más jóvenes como Felipe Caro, Pablo Ayenao, Diego Rosas o Paula Cuevas.

La edición de esta novela de Juan Pablo Ampuero significó la apuesta por un autor que constituye una leyenda de nuestra literatura. La figura de Kayser se eleva nítida en el panorama poético de los ochenta y noventa, con el fondo de la dictadura y la transición democrática. Su ensayo inédito sobre Teófilo Cid, el master de la noche, es la reivindicación de un autor que representó una manera de ser y estar en el mundo, en cuyo centro está el desprecio al poder, al orden establecido y a las normas morales de una sociedad a la que nunca se quiso someter. Yo valoro enormemente esa actitud de bucaneros y filibusteros, reivindico ese anhelo de libertar personal y social. Los escritores y los poetas han estado siempre todos locos, sin embargo esa locura le permite al resto no olvidar que alguna vez fuimos dioses o por lo menos provocamos a los dioses y les robamos el fuego original.

Nuestra mayor dificultad al momento de editar El espejo en el desván fue el no poder contar con el autor durante este proceso. Todos saben el diálogo profundo que significa la edición de un libro. Las citas anteriores de Wolfe, Eliot, Carver o Marín, querían ilustrar ese diálogo crítico que a veces llega a ser decidor en la vida y obra de un autor. Ese cruce honesto y riguroso, en que se discute desde las estructuras de un libro, sus formas y estilos, hasta la cadencia y la musicalidad de una frase, un giro lingüístico, una palabra de más o de menos. Toda edición es diálogo, por cierto, pero también discusión, argumento, confrontación de ideas. Extrañamos al autor en este proceso, nos hubiera gustado contar con él en esta conversación que duró bastantes meses, más de un año. Sin embargo no nos quejamos, en su lugar ese diálogo, no exento de aristas y problemas, lo llevamos adelante con su viuda Sylvia Cortés. El que este libro, esta novela póstuma esté hoy en día con nosotros se debe en gran parte al trabajo generoso y riguroso que realizamos con Sylvia durante todo este tiempo, su empeño en hacer que esta edición fuera lo más fiel posible a la memoria y la escritura de Juan Pablo.

Creemos haber cumplido con un imperativo que nos parece de justicia literaria: hacer que los textos póstumos le hagan honor a la calidad de la obra publicada en vida, nunca al revés. El espejo en el desván es una novela que trae de vuelta la figura de su autor, lo vuelve a colocar frente a nuestros ojos y nos permite a nosotros y a las nuevas generaciones retomar o comenzar el diálogo con un escritor cuya palabra vuelve a iluminar la noche y la bohemia de esta ciudad. El espejo en el desván es la obra madura de quien en realidad nunca se ha ido y que hoy, luego de años en el patio, vuelve a entrar a la casa y frente a nuestras preguntas de dónde está la sal y el agua, el vino y el pan, nos extiende este libro, sonriendo y en silencio.

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