[Editorial Bogavantes, 2024]
Texto leído en la presentación de este libro en la sede de la PUCV de Santiago
Por Francisco Mouat
“Leo para pensar en mi vida, para descubrir qué significa”, dijo con implacable sentido común la escritora irlandesa Claire Keegan. Sergio Patricio Spoerer Herrera piensa parecido a Keegan, y como sabe, gracias a Virginia Woolf, que “nada es una sola cosa”, un día decidió que la biblioteca heredada de su padre sería parte del equipaje de mano necesario para internarse en las marcas de esos libros y en las marcas de su propio cuerpo y su alma para descifrarlas en este milagro emocionante —que solo cabe celebrar— que es su libro Al sur del verano.
Digo emocionante de la manera más precisa que cabe: atravesar sus páginas lenta y sostenidamente, detenerse en las pocas pero impresionantes fotografías que acompañan al texto, y luego seguir la marcha me provoca tal cúmulo de emociones, físicas, que solo puedo estarle agradecido al autor por recordarnos -a sus lectores- el milagro que constituye la vida: respirar, contemplar, leer, nombrar la geografía cada día desde la mañana a la noche, nombrar a los pájaros, decir loica, nombrar a los árboles, decir arrayán, nombrar a tus casas, la de los sauces, la de Hualqui, la del abuelo en calle Libertad, la de Puerto Montt, o esa isla del sur que nunca te abandonó y que hoy resignifica en las páginas de este libro para que nosotros encontremos el modo de acompañarte en este viaje ancestral y necesario.
Tantas cosas que me gustaría decirte, Sergio Patricio.
De la cojera de tu padre y de la dureza de tu madre.
Tantas cosas que me gustaría preguntarte.
Sobre ser huérfano más que de la orfandad.
O de tu tía Oty. O de esa noche eterna en que te premiaron como el mejor estudiante de Castellano. O de tu madre. Tu madre. Acaso el personaje más complejo entre todas las complejidades y destellos que nos exhibe esta historia.
Gracias por atravesar el dolor para convertirlo en luz.
Gracias por encarnar, como hombre y como escritor, de un modo tan vívido, estos versos del poeta viñamarino Ennio Moltedo: “Protégeme, Dios mío, del sentido pedagógico y deja que cada día me sorprenda viendo pasar —sin estilo— el viento por la esquina”.
Gracias por invitarnos a entrar a la Tostaduría Arauco, el Café Mirabel, el cine Rívoli.
Gracias por invitar a tus lectores a sostener la cámara y fotografiarte junto a tu padre en la isla:
“La foto es pequeña. En blanco y negro. Al reverso, escrita con tu mano, una fecha, febrero 1958, y el nombre de la isla. Tengo nueve años, a ti te quedan poco más de cuatro por vivir. Estás semisentado, reclinado sobre una gran roca cóncava. Yo estoy a tu derecha, mi mano izquierda cruzando tu espalda apoyada sobre tu hombro. Ambos miramos la cámara. Tu actitud es confiada, la mía es de alerta, de protección y cuidado. Tú llevas el sombrero blanco de todos los días de vacaciones tejido a crochet por mi madre”.
Gracias por permitirnos amar a tu padre, que te enseñó a vivir, porque para enseñarte a morir serán otros los que te guíen.
Gracias por amar a los libros y convertirlos en Al sur del verano en nuevas formas de amor eterno. Libros de Rosabetty Muñoz, Tomas Transtromer, Jon Fosse, Jorge Teillier, Mankell, Strindberg, Luis Oyarzún, Danilo Kis, Carlos León, Diego Dublé, Baldomero Lillo, Guillermo Blanco, Pablo de Rokha, Machado, Azorín, Montaigne, Epicuro, Georges Perec, Joe Brainard, John Berger, Virginia Woolf, Clarice Lispector, Enrique Lihn, Rubem Braga, Gunther Grass, Juan Emar.
Gracias por hacerme recordar con tus lecturas el discurso que da García Lorca el día en que lo invitan en 1931 a inaugurar la biblioteca pública de su aldea natal, Fuente Vaqueros:
“No solo de pan vive el hombre”, dijo García Lorca. “Yo, si tuviera hambre y estuviera desvalido en la calle no pediría un pan; sino que pediría medio pan y un libro. Yo ataco desde aquí violentamente a los que solamente hablan de reivindicaciones económicas sin nombrar jamás las culturales, que es lo que los pueblos piden a gritos. Bien está que todos los hombres coman, pero que todos los hombres sepan. Que gocen todos los frutos del espíritu humano, porque lo contrario es convertirlos en máquinas al servicio del Estado, es convertirlos en esclavos de una terrible organización social. ¡Libros! ¡Libros! He aquí una palabra mágica que equivale a decir: Amor, amor, y que debían los pueblos pedir como piden pan o como anhelan la lluvia para sus sementeras. Cuando el insigne escritor ruso Fedor Dostoievski, padre de la revolución rusa mucho más que Lenin, estaba prisionero en la Siberia, alejado del mundo, entre cuatro paredes y cercado por desoladas llanuras de nieve infinita, pedía socorro en carta a su lejana familia, solo decía: ¡Enviadme libros, libros, muchos libros para que mi alma no muera! Tenía frío y no pedía fuego, tenía sed y no pedía agua: pedía libros, es decir, horizontes, es decir, escaleras para subir la cumbre del espíritu y del corazón. Porque la agonía física, biológica, natural, de un cuerpo por hambre, sed o frío dura poco, muy poco, pero la agonía del alma insatisfecha dura toda la vida”.
Gracias, Sergio Patricio Spoerer Herrera, hijo de Enrique Spoerer Andrews y de Ita Herrera Malmsten, porque tu libro es la continuación del soneto 73 de Shakespeare que así termina para que nosotros lo volvamos a escribir: “Esto percibes, lo que hace tu amor más fuerte / amar bien aquello que debes abandonar pronto”.
Gracias por seguir escribiendo estos versos de José Emilio Pacheco: “Y cada vez que escribes / invocas a los muertos / Ellos te miran escribir / te ayudan”.
Gracias por ser de la patria sin fronteras de los poetas como Szymborska que quieren a la lengua de la poesía que los habita: “En la lengua de la poesía, donde se pesa cada palabra, ya nada es común. Ninguna piedra y ninguna nube sobre esa piedra. Ningún día y ninguna noche que le suceda. Y sobre todo, ninguna existencia particular en este mundo. Todo indica que los poetas tendrán siempre mucho trabajo”.
Gracias por hacerme sentir -leyéndote- cosas como las que me ocurren cuando leo a Sebald hablando de Robert Walser: Podría Sebald estar hablando de Spoerer en “Al sur del verano”: “No cuenta mucho de esa excursión, salvo que en Friburgo –lo veo entrar en la ciudad por el inquietantemente alto puente de Sarine– se compró otro par de medias, hizo los honores a varias tabernas, dirigió cumplidos a una camarera del Jura, regaló almendras a un chico, se quitó el sombrero al dar un paseo en la oscuridad junto al monumento a Rousseau en la isla del Ródano, y sintió regocijo al atravesar el puente sobre el lago”.
Tus textos dialogan con una uruguaya que vive en Tacuarembó, que tiene más de noventa y cualquier día nos deja, pero no su literatura. Escucha. Esto lo escribió Circe Maia pensando en ti: “Alguien puede pensar que los acontecimientos —todos— pasan, pues está en su esencia temporal que empiecen y terminen. Pero no. Hay algunos que es como si estuvieran siempre sucediendo, en un plano diferente, es cierto, pero suceden, misteriosa y permanentemente. Casi no existen acontecimientos únicos; todos se doblan, se triplican, se multiplican incesantemente. Aunque cada individuo sea absolutamente único, sus gestos se repiten. Vuelve uno a tomar café, a sentarse a conversar, aunque todo se hace a otro nivel, como si se hubiera pasado de vivir en un décimo piso al sótano. Todos los gestos serían iguales, pero la superficie que nos sostiene desciende bruscamente. Pero no son solo los gestos rutinarios los que solidifican en cierta manera y permanecen. Un hecho especial, algo que parte la vida en un antes y un después absolutos, tiene también estas características de estar sucediendo constantemente. No queda integrado, como los demás recuerdos, al entramado de la memoria. Mantiene un presente permanente, no llega a ser nunca pasado. Vuelve a ocurrir y vuelve a ocurrir y vuelve a ocurrir, obsesiva, permanentemente”.
Casi todos aquí conocemos a Ricardo Darín. Hemos visto una o más de sus películas. Bueno, Darín es de los tuyos, Spoerer. Un día, con toda naturalidad, este muchacho dijo que Hollywood no le interesa nada, que jamás viviría en Los Ángeles, que no quiso ir a la entrega de los Oscar, y que una vez le ofrecieron hacer de narcotraficante mexicano en una película de Tony Scott. Entre que le cayó mal el personaje que le propusieron y que solo quería volver a encontrarse con su mujer y sus hijas después de varios meses haciendo teatro en España, Darín dijo que no, que no le interesaba. El productor del ofrecimiento no entendió la negativa. Dijo que si era por dinero no se preocupara, que mejoraban la oferta. Y Darín tuvo que ponerse antipático: no le interesaba ni la película ni Hollywood ni el dinero que le ofrecían. Lo único que quería era volver con su gente y seguir trabajando como actor en aquello que le gusta y que lo convierte en un privilegiado, un sujeto que puede darse dos duchas calientes en un mismo día y que tiene mucho más de lo que necesita en un mundo donde demasiada gente no puede darse una ducha caliente ni tiene qué comer.
Amo tu libro, Spoerer, porque está escrito desde ese lugar íntimo, sensible y lúcido que reconoces en los versos del sueco Transtromer:
Dejar su disfraz de yo en esta playa
Donde la ola golpea y se retira
Golpea y se retira
Tu libro también golpea y se retira, golpea y se retira. Sístole-diástole. Ying-yang.
Escribes en la página 113: “Desde la espontaneidad de la escritura veo alterarse el tiempo y la intensidad de los duelos. Es como si mi padre acabara de morir —y no hace sesenta años— y el duelo de mi madre -muerta hace apenas diez- fuese el de nunca haberla tenido”.
No quiero decir más, ahora. Pero tampoco menos. Como el poeta Teófilo Cid, que era muy borracho y solía sorprender a sus amigos diciéndoles en el bar, en medio de la tomatera: “¡No tomo más!”. “¡Pero tampoco tomo menos!”.
Eso me está pasando ahora, Sergio. No quiero dejar tu libro. Me acompañará a donde vaya. Ya vive en mí. Tu desnudez. Tu fragilidad expuesta. Tu amor. Aquí me detengo un minuto, o medio minuto. Tu amor. Este libro es un enorme gesto de amor. A ti mismo por lo que significa una vida humana. Un libro de amor a tus padres, a la vida, al milagro de existir, a los amigos, a los libros. A ponerlos en movimiento. Memoria personal que es colectiva, como dices.
Trepas al árbol genealógico porque es tarea de una vida, dices. Tu tío Diego Dublé te dijo un día que dentro tuyo luchaban los germanos contra los vikingos, los galos contra los celtas, los castellanos contra los vascos, todos contra todos, a muerte. Heredas guerras, tu tarea será la paz, la convivencia”. Te la puso difícil el tío Diego. Y aquí estás, al sur del verano, contándonos que tu madre, a la que en esta guerra algunos llamaban La Huasita, un día le dijo a su suegra que no pensaba hacer lo que le estaba pidiendo, ayudarla a que Enrique, su esposo, cambiara de idea. “Yo me casé con un hombre entero”, le contestó, “tal cual es, incluyendo sus ideas. Así lo respeto, así lo quiero, así lo cuido. No elijo algunas cosas suyas y otras las desecho, no excluyo nada de él”.
El gesto de Sergio Patricio Spoerer Herrera es un libro emocionante y deslumbrante que desde hoy y para siempre vive en mí y, espero, en el corazón de muchos de ustedes.
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