Por Pablo Ayenao
(Parlamento de Quilín, 1641, Alonso de Ovalle)
Intento, solo intento, trazar un recorrido sobre tópicos y paisaje.
Acá, Temuco.
Mi anhelo es intervenir la escritura en su catalogación siempre rígida, desenterrar los signos de las llamadas escrituras locales y repensar los imaginarios que subyacen en la producción literaria de esta cuadratura.
Comenzaré con una anécdota, que se la escuché al escritor Guido Eytel alguna vez. En realidad, no estoy tan seguro de si se la escuché a Guido Eytel. Pudo ser otro autor. Esta anécdota se refiere a la recepción crítica de las obras. Eytel señaló en aquella oportunidad que los estudiosos de la literatura afirmaban que cuando el escritor era regular, entonces era un escritor regional; y cuando era un buen escritor, entonces era un escritor nacional.
Ser un poeta de pueblo es un buen lugar de cobijo, finalizaba Eytel.
Refiero esta historia debido a la estandarización crítica asociada a nuestra geografía, más allá de la academia y su ansiedad frente a los papers indexados. Lo señalo sin ánimo de queja, aunque quejarse igual está bien.
Intento, solo intento, constatar una percepción.
Temuco, paisaje siempre paisaje, ciudad-fuerte, se encuentra bella y terriblemente concebida. Espejeada en sus subterráneos desde tiempos antiguos. Más antiguos, incluso, que los vestigios sobre el papel. Pero ese es otro asunto. Retrocedamos entonces, bifurquemos. Comenzaré hablando del poema épico La araucana, de Alonso de Ercilla. Este texto se encuentra pletórico de batallas escalofriantes y gestas heroicas. Nunca debemos olvidar el ajusticiamiento de Pedro de Valdivia. Ensalzar al adversario es siempre una estrategia de cooptación y en el caso específico del Mapuche, de colonización; bien lo sabía el soldado Ercilla. Pero más allá de eso, creo que La Araucana fue una raíz que amplificó y desplegó escrituras. Ejemplo de esto fue la publicación, unos años más tarde, de Arauco Domado, de Pedro de Oña, autor nacido en Angol; y Cautiverio feliz, de Francisco Núñez de Pineda y Bascuñán. Estos textos prosiguen una estética basada en la tensión identitaria-cultural, el espacio del otro y la determinación de un destino que tiene valor solamente en el campo de batalla.
El tiempo pasa, pasan los siglos y surgen sospechas. Rutilantes estratagemas que asientan una mirada de cuidada condescendencia. Estas ópticas se engarzan desde un paternalismo apologético; o bien se sustentan en una homogénea y sustantiva absorción. Me refiero a ciertas novelas históricas que acompañaron mi adolescencia: El mestizo Alejo, de Víctor Domingo Silva; Lautaro joven libertador de Arauco, de Fernando Alegría; libros de Lautaro Yankas como Flor Lumao o El último toqui, El paso de los guerreros, de Carlos Valenzuela, La espada y el canelo, de Alejandro Magnet, Frontera, de Luis Durand, y para qué seguir. Por ahora no hablaré de estos textos, quizás otro día tenga ánimo para eso, probablemente nunca. Sin embargo, me es imprescindible detenerme en el cuento Quilapán, de Baldomero Lillo. Quiilapán nos plantea tramas que, en estos tiempos, se encuentran más presentes que nunca. Baldomero Lillo traza con sensibilidad y arrojo la usurpación de la tierra y la violencia ejercida sobre el pueblo Mapuche. Hay que volver a leer este cuento, una y otra vez.
Y desde nuestra época ultra moderna existen otro tipo de propuestas que también profundizan sobre lo Mapuche y el paisaje que habitamos, en registros que van desde el confinamiento aciago, la ficción testimonial y la fundación en clave satírica de Temuco. Me refiero a Deus machi, de Jorge Guzmán, Butamalón, de Eduardo Labarca, y Casas en el agua, de Guido Eytel. Excelentísimas novelas, por cierto. Acá lo Mapuche funciona no desde lo exótico, sino desde su peculiaridad histórica, en una equivalencia literaria que nos da cuenta de la contemporaneidad de sus autores. Por otra parte, ampliando el corpus hacia escrituras que podríamos catalogar como propias del género de aventuras, o juvenil, escrituras estimables según mi mirada, podemos mencionar las novelas Inche Michimalonco, de Juan Gustavo León, y Mocha Dick. La leyenda de la ballena blanca, de Francisco Ortega. Aunque, claro, la lista es más larga y quizás debería hablar de aquello, pero ya es de noche.
Este trabajo tan sucinto, como dije, es solo un intento, como todo.
Asimismo, considero que hay dos libros trascendentales de escritores temuquenses que nos señalan el derrotero telúrico de este paisaje. Me refiero a La edad del perro, de Leonardo Sanhueza, y El sur, de Daniel Villalobos. Aquí, la anhelada lluvia convive con la dulce crueldad, las costumbres de las gentes, el decorado siempre farragoso, las marcas lumínicas. A raíz de estos libros se establece una constante: estamos frente a la ficcionalización de un espacio improbable, sujeto en las ruedas de la perplejidad.
Por último, quisiera hablar de Marta Brunet, quien, según mi óptica, confeccionó uno de los proyectos escriturales más sólidos de la literatura nacional del siglo XX. Y si bien Marta Brunet nació en Chillán, vivó durante toda su infancia y parte de su adolescencia en el Fundo Pailahueque, cercano a la comuna de Ercilla (sí, el pueblo se llama así en homenaje al soldado Alonso de Ercilla). En Montaña adentro (1923), una de las novelas más conocidas de Brunet, la acción transcurre entre Collihuanqui y Púa. Localidades nunca perdidas, nunca extinguidas, sobrevivientes extranjeras. Así también, algunos de sus cuentos más notables como Piedra callada o Aguas abajo y su perfecta novela satírica María Rosa, flor del Quillen, transcurren en nuestro paisaje, estableciendo imborrables cargas y descargas, árboles trasplantados y llenos de resina. Marta Brunet, alejada de un criollismo desfasado en donde se la cataloga, escribió esta cuadratura que habitamos desde la condición subalterna de la mujer, lo que posee un valor literario y cultural inestimable.
Las escrituras de nuestro Temuco al sur son ilimitadas, extensivas y fecundas en propuestas, miradas e imaginarios, ese siempre ha sido el panorama. Porque los lugares de apremios y límites, usurpación y absorción, asentamientos y exterminio, producen historias que nunca afloran en su rotundo presentimiento.
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