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Marco López Aballay

Sobre "El lenguaje de los nudos", de David Bustos

Mi montaña mágica que me niego a dinamitar.


Por Marco López Aballay


En esta entrega, Bustos escribe a la velocidad de sus emociones y, en algunos relatos busca algo parecido a la justicia o un concepto similar para desentrañar historias y tragedias que marcaron un antes y un después en disímiles personajes de la cultura popular del siglo XX. A momentos pareciera responsabilizarse ante la tragedia humana, en un intento escritural imposible: cambiar el destino de los hombres y mujeres que han caído al precipicio. La aventura humana se ha escapado de sus manos y se hace urgente intervenir, desarmar el puzle de los horrores y emprender el camino a la jugada perfecta: la de seres humanos felices.

En la primera parte el libro traza historias de personas desconocidas paralelas a personajes famosos y, tomadas de las manos, abren nuevas rutas de lecturas. De lo cotidiano a lo inaccesible —por decirlo así— o de lo común a la radiografía universal. En el resto de los capítulos —son tres en total— hay textos reflexivos, íntimos, nostálgicos, que nos permite dimensionar su visión de las cosas que lo rodean e importan.

En la primera historia adivinamos las buenas intenciones de Bustos, revelando pasajes desconocidos de la famosa muerte de John Lennon en manos de Mark David Chapman. La crónica funciona como un thriller elegante, con aire fresco en la primavera de su jardín botánico. Así de bella es la tragedia de Lennon.

En el segundo relato —mientras Charly García se tira un piquero en la piscina de un hotel de Mendoza— Bustos hace un flashback con la vida del músico: su infancia adornada de notas musicales, la época hippie y Sui Generis, las dictaduras militares que golpean la cabeza del genio, los conciertos en Brasil, entre otras imágenes reveladoras. La velocidad de los acontecimientos es tal que oímos los latidos del músico y de Bustos y nos acurrucamos en medio de ambos.

En el tercer relato la pluma del autor cambia, se torna sentimental y reflexivo, bombardeado de recuerdos, entre conversaciones con una enigmática mujer y canciones de Silvio, lo imaginamos en su pose de joven ochentero, dispuesto a cambiar el mundo, con guitarra y revólver en mano, rompiendo la estructura cerebral del consumismo. Aunque presiente que a nadie le importa: la revolución es nostalgia que hay que borrar con la tinta del computador.

En la última escena del documental Salvador Allende somos testigos de una narrativa llena de símbolos e imágenes que se desplazan en el tiempo, acaso esperando retomar su cauce. El sueño de Allende fue acribillado. Pero la poesía tiene la capacidad de recomponer esas piezas que, como chispazos, atraviesan la geografía de un país fragmentado.

En Get up, stand up!, asistimos a una sesión fotográfica sin precedentes, cuyos protagonistas engrosan la lista del horror humano. A través del flash fotográfico se teje un capítulo sustancial de personas anónimas que cambiarán el curso de los acontecimientos. Phan Thi Kim Phúc, la niña del napalm (gasolina gelatinosa que arde a 800 y 1000 grados Celsius), es fotografiada por Nick Ut mientras corre desnuda hacia la cámara, escapando de un ataque de napalm en Trang Bang, durante la guerra de Vietnam; Daniel Céspedes Vargas es capturado por el lente de David Burnett, mientras los militares lo conducen a un interrogatorio en el Estadio Nacional (año 1973). Dichas fotografías recorrerán el mundo a la velocidad de la luz, generando reacciones y movimientos telúricos que se proyectarán de una generación a la siguiente. Los fotografiados siguen con sus vidas: la niña se recupera de sus quemaduras y es dada de alta, Céspedes Vargas es liberado y vuelve a casa de sus padres con la mirada ensombrecida y el miedo a sus espaldas y durante varias semanas dormirá en el suelo. Al paso del tiempo los personajes anónimos se convierten en verdaderos íconos del dolor humano, aparecen crónicas, libros, documentales. Céspedes Vargas no sabe o no desea saber nada de aquello, sigue con su existencia anónima al margen de todo. Mientras leo esta crónica viene a mi cabeza lo acontecido con el cantante de origen mexicano Sixto Rodríguez, nacido en Detroit quien, entre los años 70 y 71 grabara dos álbumes que no lograron el éxito esperado, renunciando posteriormente a la música. Y mientras trabajaba de obrero de la construcción, al otro lado del mundo —en Sudáfrica, Zimbabue, Nueva Zelanda y Australia— su música era alabada por millones de seguidores, superando incluso a Elvis Presley y a los Rolling Stones.

En el relato Lola Hoffmann apreciamos otros aspectos de esta reconocida psiquiatra chilena. Una mujer que, a 35 años de su partida, aún nos sigue sorprendiendo con sus enseñanzas. Me sucedió el año 1998, vivía en Rinconada de Silva (Putaendo) y en la biblioteca de la escuela me conseguí el libro Sueños, un camino al despertar y esa lectura marcó una etapa clave en mi existencia, reafirmando con convicción mi soltería. Me casé con la palabra literatura.

Ramona Parra constituye un relato a la memoria de un país fracturado para siempre. La tarde del 26 de enero de 1946, en la plaza Bulnes de la capital, la joven participaba en una manifestación solidaria, en defensa de los derechos sindicales con los mineros del norte —Humberstone y Mapocho— quienes atravesaban por un conflicto laboral de fatales consecuencias. En esa ocasión, carabineros dispararon, mataron a seis manifestantes e hiriendo a alrededor de cincuenta personas. "Ramona, en medio de esa masacre, estaba tirada en el suelo. En su sien había un círculo, una perforación nítida sin hemorragia. Pronto llegaron sus hermanas y comenzaron a llorar a sus pies. Sus compañeros de trabajo miraron a Ramona, la decena de heridos alrededor y no podían entender qué había sucedido. Ramona Parra tenía 19 años” (pág. 46). En la década de los 60, en homenaje a su memoria, surgen en el país las Brigadas Ramona Parra, en 1970 Víctor Jara le dedicará una canción titulada BRP y Pablo Neruda la recordará en su poema Los llamo: "Ramona Parra, joven / estrella iluminada, / Ramona Parra, frágil heroína, / Ramona Parra, flor ensangrentada, / amiga nuestra, corazón valiente, / niña ejemplar, guerrillera dorada: / juramos en tu nombre continuar esta lucha / para que así florezca tu sangre derramada".

Acaso el relato El vendedor de libros represente el fiel espíritu del autor en toda su amplitud: amor por los libros (específicamente de poesía), su vida solitaria en una casa semivacía cuyos únicos acompañantes son libros de primera, amores imaginarios como su vida de vendedor en una famosa librería en el centro de Santiago. Bustos se pasea de la mano con sus autores favoritos que enriquecen su vida de soltero, pero la realidad abofetea su rostro cuando llega fin de mes y el sueldo apenas alcanza para pagar el arriendo.

Alemanes en la cuadra constituye un relato demencial, donde el autor recuerda las pichangas de su lejana infancia. El barrio adquiere un aire extraño al descubrir que hay vecinos alemanes que parecen zombis atrapados en los campos de concentración nazi. Ahí está Otto, que, en sus caminatas nocturnas interrumpe el juego de los niños. El hombre se pasea con cigarrillo en mano, discute en alemán, pero nadie responde a sus gritos. A Otto se suman otros vecinos alemanes, tanto o más extraños que aquel. Se trata de un matrimonio cuya casa permanece con las cortinas cerradas todo el tiempo y está rodeada de un jardín siniestro, tan diferente a los jardines de la poesía bustosiana, donde imaginamos les espera el abrazo de John Wayne Gacy, más conocido como Pogo el Payaso. El final parece de película y nos recuerda la fragilidad de la existencia.

Ropa americana es un relato que aporta varias lecturas reflejando un fenómeno nacional producto de la moda de esta indumentaria que irrumpiera en el mercado chileno a mediados de los años 80, hasta el día de hoy. Una metáfora que se repite en el resto del continente sudamericano.

Víctor Tiburón Contreras retratado en El nadador de la dictadura nos parece un personaje lejano. Acaso un ermitaño que el año 1979 se convertiría en el primer nadador chileno en cruzar el estrecho de Magallanes, posteriormente cubrió el canal del Beagle (1980) y el cabo de Hornos. Fue el primero en completar el cruce del canal de Chacao en 1982 y posteriormente nadó el canal de la Mancha. El año 1981, registró un récord mundial al cruzar el estrecho de Gibraltar, desde Tarifa hasta una milla al este de Tánger, en 3 horas y 27 minutos, marca que estuvo vigente por 14 años. Además, fue el primer ser humano —y hasta hoy el único— en nadar aguas antárticas sin traje de protección. Finalizó su carrera en 1987. Existe una parte desconocida del Tiburón Contreras, quien se habría convertido en el deportista preferido y regalón de Augusto Pinochet.

En Let there be rock retomamos algunos temas favoritos de Bustos: la música, la amistad y la carretera. Un relato comprimido, en donde rememora sus días de adolescencia y juventud en el barrio y en otros lugares ahora memorables. Pero el tiempo lanza sus puños y cada cual sobrevive al caos: algunos están presos, otros han fallecido y él apenas sobrevive en la cuerda floja de su poesía. Hasta que decide visitar el cementerio donde su amigo lo espera: hay tanto de qué hablar y es escaso el tiempo ahora que es adulto.

El lenguaje de los nudos parece un poema en prosa. Entre sus líneas se van tejiendo nudos de distinta índole: de olas, medida de velocidad, cuerda, cordones de zapato, dedos, garganta, cabeza, corbata, borromeo (construido de tres aros), gordiano, volantín. Nudos que vuelan por el aire y que ahora caen en el inventario de Bustos:


“Pensaba en el magnetismo de las olas del mar como nudos, como una trama que conocemos e ignoramos al mismo tiempo. En este se concentra, por un lado, la retención y lo indescifrable, por otro, la liberación y lo distendido. Quizás por eso antiguamente cuando alguien fallecía se evitaba todo tipo de amarres y anillos, para que el alma del difunto no quedase atada a su cuerpo”. (pág. 81)


Me siento completamente identificado ahora que leo por segunda —o tercera vez— el texto Repetir. ¿Será porque tengo pensamientos, sueños, escenas repetitivas desde mi infancia? En efecto, en mis andanzas por los cerros de Petorca repetía como animal las preguntas del origen de mi existencia: ¿quién soy?, ¿de dónde vengo?, ¿hacia dónde voy? Así sucedió 40 años después cuando concurrí al psiquiatra por segunda vez. Tienes pensamientos repetitivos, me dijo, la sertralina bajará las revoluciones. Pero el acto de repetir de Bustos es más bien positivo y beneficioso. Como un mantra o el santo rosario en medio de la noche.

Los libros que olvido refleja ciertamente lo que la vida es: un permanente olvido de lo que nos acontece. Aunque podríamos pensar en un montón de sucesos que no alcanzamos a digerir en la cabeza. En efecto, apenas sucede un hecho se nos viene otro y otro. Más ahora con la tecnología a nuestras manos. Mientras almorzamos nos dividimos entre comunicaciones paralelas: mensajes y videos en redes sociales, escenas de televisión, música de radio, mientras mi madre dice que hace frío, y alguien responde que tiene toda la razón del mundo, aunque ninguno de los comensales está seguro de qué frío habla exactamente. Así creo le sucede a Bustos, sus libros llegan a la cabeza, el contenido se retiene, pero poco después será reemplazado por otro. Hasta los libros y los pensamientos se han tornado desechables o, como diría Carlos Hernández, el poeta de Las Coimas: hay demasiada información en mi cabeza.

Bustos finaliza la muestra con un texto que se la juega en medio de la pista: Bajar o subir el volumen y me identifico con él cuando asegura que es mejor escuchar que hablar cosas sinsentido ante el resto de los contertulios. En las juntas opto siempre por escuchar a quien se cruce en mi camino. Las principales razones son dos: debo concentrarme en la comida, ya que tengo estrecho el esófago y digiero lento. Además, tengo discapacidad auditiva de hasta un 65%. La mayoría de las veces veo bocas y lenguas que se mueven frenéticamente en la geografía de sus rostros. Pero no entiendo nada.

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