Por Claudia Jara Bruzzone
Pablo Ayenao, quien nace en Pitrufquén, crece en Temuco y vive actualmente en Labranza, puede ser tildado por ius solis como un escritor de La Araucanía, aunque quizás Ayenao sea más un escritor de Wallmapu. Esta característica champurria o interseccional lo ubica definitivamente en “la frontera” y es así como inicia su periplo literario escribiendo poesía con Flúor (2013) y Antes que el alba te sacuda en el pavimento (2015), libros que gozan aún de total vitalidad y brillan como el neón en la noche. A pesar de este comienzo lírico, intuyo que este autor ha inclinado su pluma hacia la prosa; presagio levantado al conocer las variaciones de su trabajo en los últimos años y el antecedente, no menor, de haber obtenido el Premio Municipal de Santiago el 2016 por su novela Memoria de la carne (Bogavantes, 2015), obra en la que juega con maestría con los límites de lo poético y lo narrativo. Esta operación al margen de los estilos es un rasgo que Ayenao mantiene ahora en Animales muertos, libro de cuentos publicado en diciembre de 2020 por ediciones Cagtén, donde juega en esta ocasión a difuminar los límites del relato y se permite que la trama entre uno y otro cuento se permee entre ellos.
Animales muertos está compuesto de doce relatos breves, estructurados en dos partes. La primera, “Aves domésticas”, y la segunda, “Aves silvestres”, de cierta forma representan los espacios físicos en que transcurren los relatos, lo urbano y lo rural respectivamente, espacios que —muy al estilo de Ayenao—, no serán estáticos, pues los lugares en que se desarrollan los relatos poseen esta característica de lo fronterizo o marginal a lo que ya nos tiene acostumbrados el autor en sus demás obras. Así los personajes podrán trasladarse desde el campo a la ciudad y viceversa con total soltura. El éxodo no ocurre al modo que ya se ha hecho tradicional en la literatura mapuche.
Es interesante detenerse en los cuentos que abren cada una de estas partes. “Vertical sobre el cemento”, relato con el que parte la primera sección, narra la experiencia de un grupo de niños que juega en una plazoleta y descubren un ave agonizante. Estupefactos y parsimoniosos ante la muerte, guardan silencio, rápidamente esa quietud es interrumpida por una de las niñas que lanza el ave hacia el cielo, el acto se vuelve cadena y todos los niños lanzan el ave. Tras sucesivos intentos en el pavimento solo quedan las tripas del animal que ahora, mientras los niños continúan en otros menesteres, es alimento para las hormigas. Del otro lado, “Para morir al sol”, cuento que inicia la segunda parte, se enfoca en una hermosa mañana de primavera y un pequeño estanque rodeado de juncos donde nadan diminutos peces de colores. El lugar es merodeado por un galgo y unos treiles y uno de los pequeños peces es capturado por el galgo y compartido con los treiles. El galgo se aleja mientras el sol se apaga en el estaque y se hace de noche en primavera. Ambos relatos configurarán la atmósfera narrativa que ambienta el conjunto. Ayenao parece querer transmitirnos un mensaje, que al cifrarlo nos devela una forma de entender la realidad en donde la conmoción da pronto paso a la anécdota, creando un universo marcado por la impasibilidad y una circularidad inevitable, disponiendo en cada uno de los relatos que componen Animales muertos un verdadero anecdotario del infortunio.
A partir de lo anterior, en este libro es posible encontrarse con historias y personajes que aparecen y desaparecen de los relatos como fantasmas de otro tiempo. Un padre que enseñó a su hijo a jugar ajedrez, que fue relegado político en dictadura, es a la vez el abuelo que vivió toda su vida perdido en el campo. Una niña que quiere ser la reina del colegio y reniega de su padre por ser sólo el cuidador de una construcción y mapuche, es a la vez la madre de uno de los narradores. Lo anterior constituye solo algunos ejemplos de cómo los relatos se superponen entre sí, adquiriendo con esta intratextualidad la capacidad de generar otra historia. Los relatos de Animales muertos pueden entonces leerse como narraciones independientes, que adquieren un sentido e interpretación propia, pero a la vez como fragmentos de un relato mayor oculto, que son acompañados por algunos elementos secundarios transversales en el universo narrativo, como la infaltable presencia de los galgos —símbolo también reconocido por la editorial en el diseño del libro—, abrigos a cuadrillé y un olor a jazmines que impregna la lectura, detalles que nos permitirán situarnos tanto espacial como temporalmente, ayudando a desenmarañar esta red de personajes e historias tras las historias mismas.
A través de los seres que pueblan el universo narrativo construido en Animales muertos, Ayenao aborda temáticas como la violencia estructural, retratada en “Frente al hombre dormido”, “Nosotros no somos de aquí” y “Juego de ajedrez”, cuentos en los que los personajes habitan la soledad y el abandono social. Lo homoerótico, al igual que otros trabajos anteriores de Ayenao, continúa presente en el conjunto en “Recuerda que es verano” y “Después de la lluvia el silencio” y entre líneas en “Galgo atrapa a liebre”; Ayenao apuesta en estos relatos a visibilizar una homosexualidad que se construye en la pobreza, en el amparo del silencio y lejos del glamour y las luces de neón. “La última canción de amor”, por su parte, es un cuento que relata la transición de género de uno de los personajes, una joven transgénero que confrontará a su familia tras años de autoexilio. Este último es un relato al que se le debe prestar especial atención, ya que explica el nombre del libro. La presencia de las forestales, el trabajo y la desolación que acarrean, será también uno de los temas que, siendo quizás secundario en relación a los grandes relatos del conjunto, nos permiten situar geográficamente la narración en el Wallmapu.
Puede que al igual que yo, los fanáticos de Ricardo Piglia logren identificar ciertas máximas sobre la teoría del relato breve, propuestas por este autor en Tesis sobre el cuento, como que un cuento siempre cuenta dos historias. En este sentido, la existencia del relato visible y el relato secreto en Animales muertos se va descifrando a medida que avanza la lectura, muchos de los cuentos nos presentan pequeños detalles superficiales que ayudan a estructurar el relato mayor secreto y en este sentido lo que Pablo Ayenao logra es trabajar con absoluta destreza las elipsis a través de una estructura mayor fragmentaria y enigmática, que no depende de la interpretación del lector, pues no es un asunto de sentidos, sino una escritura cifrada que trabaja con el silencio para contar una historia cuando se está queriendo en realidad relatar otra. Lo realmente sorprendente a nivel de técnica narrativa es que Ayenao trabaja y pule cada uno de los cuentos para contar una historia secreta y paralela que existe fuera del mismo relato, la historia secreta, oculta y silenciada existe una vez que finalizamos de leer los cuentos y logramos como lectores cifrar en parte lo leído.
Al finalizar esta lectura no puedo evitar pensar que hay libros cuya pulsión creativa debió ser como una erupción volcánica. Hay obras que nacen así, como una gran explosión, en su misma escritura de puede advertir la narrativa intempestiva de esa creación. No es el caso de Animales muertos, cuya escritura —para continuar con la homologación— se percibe más como el avance de los feroces incendios forestales. A simple vista y con un vago conocimiento sobre el fuego, una podría querer apagar las llamas superficiales, pero para detener la quema hay que trabajar bajo tierra, atender a lo subterráneo. La narración construida por Ayenao es furtiva y atiende a ese fuego que arde en las raíces ocultas del bosque. Para leerlo debemos atender a lo subterráneo.
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