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  • Juan Manuel Mancilla

La voz del cuerpo. La luz de lo invisible

[Escrito en braille. Alejandra del Río. Editorial UV, 2020. 75 p.]


Por Juan Manuel Mancilla


Francine Masiello en El cuerpo de la voz (2013) reflexiona sobre otras modalidades alternativas de significación que estarían gravitando en torno al texto poético: pulsaciones producidas no solo a nivel del mensaje, sino en el encuentro y la actitud del cuerpo que recibe el poema: tono, ritmo, visión, sonido, prosodia, plasticidad, materia, tacto… Una apertura hacia la totalidad estimulada de los sentidos a partir de lectura de la obra. Su reflexión, al “incorporar” elementos que no se sujetan al conflicto imago/logos, expande la tradicional dualidad analítica que escinde imagen/pensamiento. Según Masiello este modo de lectura enriquece la experiencia y la recepción material del poema, la cual transita más allá de la eventual significación unívoca del texto, involucrando no solo aquellos dos sentidos hegemónicos ubicuos de la cabeza en la racionalidad occidental: ojo-visión / cerebro-pensamiento. Su propuesta recorre una senda múltiple de lectura capaz de abrirse a pro-mover un cuerpo entero, incluyendo la necesaria movilización de los afectos y cuya sensorialidad total “proporciona una ética del compromiso (228)”. Todos estos elementos están en una interacción simultánea afín con esa posibilidad de búsqueda y significación en el contacto del lector con el poema.

Estos modos alternativos de lectura propuestos por Masiello son sutilmente afines con Escrito en braille de la poeta Alejandra del Río. Se trata de una nueva edición realizada por la editorial de la Universidad de Valparaíso. En esta ocasión el libro ha sido potenciado expandiendo precisamente la capacidad sensorial transmitida por el texto, incorporando componentes materiales que movilizan sensorialidades: diversos tipos de papeles y gramajes de hojas, coloraturas y cintas. De hecho, acorde con las técnicas de producción actual, el libro “incorpora” en la contraportada un código QR que al escanear se accede a escuchar la voz de la poeta leyendo, suscitando virtualmente una prolongación perfo-informática que al contacto despierta el silencio y acalla la visión. Hipervínculo directo a la imaginación de la voz que es la dimensión más atractiva de la poesía. La reciente edición (la primera es de 1999) también incorpora más mensajes codificados en braille (secciones), sumándose a los inscriptos de la portada original y que constituyen el cuerpo total de la obra escrita.

El texto se despliega bajo dos rotundos epígrafes: uno de carácter general que pertenece a G. Mistral y evoca una cita retocada del primer verso del poema que abre Lagar (1954) “La otra”: “Una en mí maté / ya no la amaba”. La intervención que lleva a cabo del Río modifica “yo no la amaba” del verso original por un “ya no la amaba”. Esta sustitución primeramente abre y excava el lugar que ocupa una existencia por una reinscripción temporal. Por otro lado, ese “ya” instala una ambigua posición que oscila entre su ambivalencia de significar ahora o de una consumación otrora que confirma la negación del otro-otra. Atractivo “juego” literario con el cual procede del Río, pues su intervención minimalista maximiza el valor intercambiable de las palabras. Por supuesto, un juego que luego repercute seriamente en toda la serie de poemas desencadenados en el texto. Es decir, se abre una senda hacia la renuncia de un yo que en su desaparición invoca multitud. Renuncia, pero también transformación, la cual implica plural metamorfosis: la del tiempo, el espacio, la del verbo, la lengua y la palabra.

En el segundo epígrafe cita a Vallejo: “En ti sólo, en ti sólo, en ti sólo” verso que pertenece al poema “Confianza en el anteojo” (Poemas humanos, 1939), las mutaciones de la palabra son coherentes con la poética del peruano, puesto que se trata de otra intervención que transforma el lenguaje al suprimir el inicial conector “Y” del verso original.

Ambos epígrafes se relacionan de forma sincronizada en su propia y aparente desconexión. Las intervenciones al original realizadas nos llevan a decir que tanto la transformación del yo por ya o la exclusión del conector copulativo por antonomasia podrían estar significando desconexión, desunión, ruptura. Todo ello no queriendo alojarse en un pesimismo cerrado, sino en la esperanza que abre una separación, que superpone fronteras, que linda el tiempo, que suscita el gozne, el enfrentamiento y la posibilidad de renacer y recrear. Separación de aguas que se bifurcan por caminos alternos y abren nuevos territorios necesarios de exploración, las más de las veces, tanto en el cuerpo, el lenguaje y la existencia.

Por otra parte, en Escrito en braille hay una renuncia radical como dijimos, la no presencia marcada de un yo que, por ausencia, destaca e invoca multitud. Pero también, se intentan otras renuncias más explícitas como a la del uso convencional de la lengua. Desconexión de la letra molde/ada y la retirada de un decir preestablecido en búsqueda de un lenguaje porque el otro en su aparente cercanía, no nos pertenece. Por ello, la voz que enuncia evoca el braille, un lenguaje otro, alternativo al uso/abusado de la imposición estándar. Un lenguaje a base del tacto, que no entra ni por los ojos, ni por los oídos en el primer acercamiento, sino como una palabra que se recoge, se espiga desde el verso con las mismas manos ya otras. Procesos sensoriales que en la coincidente ausencia encabalgan tramas invisibles y en la suave colisión, el murmuro de las transformaciones que suscitan, se deja sentir oscilante generando una transformación de la experiencia humana ante la carencia, el deseo y el recuerdo:


No es necesario recuperar los besos.

La boca es necesario recuperar

y la boca con sus dientes y sus lenguas

y sus filamentos que en otra boca dicen más

que boca, diente y lengua. (11)


La negación se convierte aquí en un acto de desacato, invierte el código (amoroso) al descartar besos optando por la materia corporal. Posiblemente la voz del poema desajusta a la propia voz de la hablante mistraliana cuando en “Íntima” dice: “Es lo que está en el beso, y no es el labio”. Pero, precisamente es eso uno de los polos atractivos del libro del Río, la capacidad de oscilar y no fijarse. Abrir la posibilidad a la transformación, al tránsito, a la fluctuación que supera la toma de posición unívoca que restringe, censura y corta caminos.

El siguiente verso llama sobre la necesidad de recuperación, y es palabra clave que reaparece constantemente a lo largo y ancho de los poemas. Recuperar: “las palabras” y “la voz” (11); “la noche”, “la carne” del poema “A la vez fiera y diluvio” (13). La palabra así enunciada abre dos de sus acepciones: la médica y terapéutica relativa al sanar. Y también en cuanto a recobrar como reivindicación de la memoria:


«Abrir los ojos es romperse por el centro»

y engendrarse en cada rotura un asentamiento de millones de años

esparcidos o mejor poseídos de cada hilacha

de cada rincón del retazo nuevo y sangriento y arrugado. (17)


En estos versos cabría el cuerpo como expresión del país, el cuerpo roto que soporta esa voz dolida, esperanzada del retorno a la salud y el placer. Para ello, necesario es abrirse como parto por dentro. Esparcidos, deshilachados de tiempo y lugar, aunque nuevos y poseyendo algo de eso ensangrentado y arrugado como una manifestación innominada al decir de Benjamin, ser a partir de cero, círculo que se agrieta, matriz que se rasga para engendrar la cifra. Poder codificar mensajes con otro lenguaje, ese que emana desde una boca abierta y doliente:


«La vida te dijo

es un ir siempre cosiendo labio y labio

de una piel hecha pedazos». (…) (31)


Dijimos recuperar en tanto memoria y terapia. Al parecer, el tránsito de la voz en cada uno de los poemas consiste en ir cosiendo texturas: remendar tejidos rotos, reparar puntos corridos desatando cabos anudados. Hablar es romperse por dentro, mirar es romper-se hacia afuera. Ese mismo cuerpo innombrado se va tejiendo en el des-encuentro con esos dos inmersos abismos de ver el universo interno y el mundo externo girando en la dialéctica intensa que rodea a los seres, en busca de expresiones como las del consuelo de la muerte “incardinada” o a esa “falta de un soplo que de vida” (47) que “ya” viene desde el futuro para sanar la “piel” congelada. Es decir, en esta rajadura de hielo se abre una esperanza, porque pronunciar es también una conjugación inmediata entre el deseo y lo dicho, entre el peligro y el acecho, entre la vida prometida y la muerte venidera: “ya vendrá la muerte con su lengua sanadora” (31) generando reverberaciones inversas con el célebre poema de Pavese.

La voz lírica del texto invoca y abre muchas dimensiones, entre ellas, la carencia, el hambre y una libertad que cruza un dolor religioso. Esto último abre una veta ética en la palabra escrita de Alejandra del Río. La pregunta por el desprendimiento y la respuesta que insiste en religarse hace que las palabras se ondulen de emoción o arrodillen de piedad y perdón, una sucesión de algo, insinuado, susurrado, verso tras verso, que no se muestra, porque no importa, que se asoma y vasta para ser olas sucesivas que se abalanzan sorpresivamente en la lengua lectora, movimientos de las palabras cuyos sonidos se espuman al contacto, promoviendo un campo ondulado de reverberaciones que oscilan para desmarcar y desarticular todo estatuto propendiente a fundar rigidez: lo político, lo histórico, lo humano.

El magnetismo de los versos es invisible a los ojos, pero es altamente sensible a los ojos cerrados y a los oídos, en sí, corporalmente ya abiertos. Ahí el sentido del con-tacto apertura esa vía alternativa que deja fluir al poema más allá del peso neto de su significación, como la oreja que se duplica y asombra al oír el mar en el fondo acústico de la concha, memoria activa del agua soñando en la cabeza de quien oye. Esas oscilaciones constantes del libro distensionan la linealidad rígida, ya dijimos, de la historia, de la nación, de los preceptos, y por qué no, de alguna poesía que se tiende a sujetar o generizar. Aquí esto queda re-suelto en la prolongación sonora y táctil provocada a cada canto en el extremo de los versos, tal como se propaga, prolonga y replica por tres el epígrafe de Vallejo: sólo, sólo, sólo en ti…

Hacia el final del libro, que, por supuesto, es otro comienzo, con la reaparición de “cierta niña” (23) que escucha los hachazos y observa en la sombra el brillo del filo. Niega o reprime el miedo: “No lo grita / pero sabe” porque a todo eso desperdigado en el camino por el golpe que dejó cortes de retazos: “ya les están saliendo rostros/y a las nuevas” (23). Quizás se trate de la misma niña ya otra y que está en el pozo enviando un recado para su caballo y que en el mismo fondo sea Pegaso en gestación: “Pídeles que abran las ventanas de salida / Y di si el sol es semental o ave” (67). De ahí que volcar y volar sean también otras recurrencias, como las reiteraciones múltiples del debatir de alas entre deseos que se abren como la esperanzadura del ser diciéndose: “Recuérdalos cuando tus ojos alumbren la caverna de sus gargantas / y apiádate cuando el grito se escurra por la entraña” (67).

En Escrito en braille es esa posible voz que se escapa del cuerpo y que abre la luz de lo invisible. Versos llamaradas de hondura sonora que incitan una precipitación y provocan un estremecimiento al volcarnos fuera de nosotros mismos, para comenzar recién a leer cuando dejemos de ver en los versos lo que queremos. Poesía que vislumbra precisamente esa otra nueva comprensión del mundo a contraluz del entendimiento: la de la cabeza humana latiendo en su redondez, más semejante a un gran corazón al descubierto que al cuadrilátero cotidiano en que la transparente libertad suele encerrarnos.

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