[Prólogo de Volver a nombrarme, antología poética, de Nicolás Miquea Cañas,
Editorial Bogavantes, Valparaíso, 2021]
Por Luis Riffo
Pienso que toda actividad humana proviene de un problema. Es una perogrullada que un antropólogo puede explicar mejor que yo, pero que imagino así: cuando ir de un lugar a otro buscando comida no fue suficiente, porque empezamos a necesitar ayuda y luego éramos muchos, no solo nos detuvimos a la orilla de un río para cultivar los alimentos, sino que tuvimos que hacernos entender, crear un código común. Nombrar bien las cosas era fundamental para la subsistencia de la especie. Eso es lo que imagino. Salir del bosque para convertirse en un ser gregario era también entrar sin retorno posible (¿el paraíso perdido?) en el lenguaje de la tribu.
Y sabemos que ese lenguaje no se reduce a su finalidad práctica. No sirve solo para decir pan, sol o cosecha. El hecho de que la palabra esté disociada materialmente de aquello que nombra permite que su carácter simbólico pueda disgregarse en múltiples sentidos. El poeta convierte eso en su problema y es la causa de su oficio. Un médico nos pide que midamos nuestro dolor de uno a diez para discernir el mal que lo produce. El poeta puede decir que nada tiene que ver el dolor con la palabra dolor o bien plantear que todo es imaginario, menos el dolor. Hay una amplia zona de la experiencia humana que no logra explicarse con la simple correspondencia entre las cosas y los nombres de las cosas.
En esos intersticios, creo, se vislumbra una cierta condición humana que no puede expresarse de otro modo sino mediante el lenguaje poético, que aunque se alimente de otros saberes no se reduce a ninguno de ellos. Se trata, de algún modo, de decir lo que somos, con un énfasis problemático en ese decir. “La perspectiva lineal de lo que somos es una trampa / que desborda cualquier mirada”, nos dice Miquea Cañas. “Yo soy / Nadie / y con ello miento / mi existencia /y vivo. Yo soy ella, la poesía. Ella somos nosotros / el acontecer. Los atajos / y las palabras / son la representación / de la vida como un acto de encantamiento y exterminio”.
La asunción de la poesía, o del lenguaje poético, como un problema es particularmente notoria en la obra de Nicolás Miquea Cañas, porque manifiesta las tensiones de un lenguaje que busca en múltiples fuentes de la cultura los recursos para dibujar una visión del mundo en la que el escepticismo y la conciencia del fracaso contaminan incluso los medios para expresarla.
En sus cuatro libros publicados (Textos, Que nos queremos tanto, Fermosa Fiera y El libro de Atanasio Beley), además de los textos inéditos del volumen de próxima aparición llamado Samosata y su modo de contar historias, la experiencia vital y la experiencia de la escritura tienden a confundirse en un entramado en el que las referencias políticas y sentimentales, entre otras, se llevan a cabo mediante el circunloquio, la perífrasis y un discurso neobarroco que, por cierto, bebe de las aguas de la tradición poética española, la del Siglo de Oro de manera evidente, la literatura y la mitología grecolatinas, además de un diálogo permanente con la poesía hispanoamericana. Lo curioso es que ese gesto culterano, abundante en citas e incluso en información enciclopédica, funciona perfectamente como una parodia de su propia grandilocuencia, como una manera de explorar en las posibilidades canónicas y experimentales de la escritura poética para exponer las imposibilidades expresivas de las palabras.
Varios de los poemas de su primer libro (cuyo título, Textos, no deja de parecerme una broma, como si el autor hubiese olvidado o renunciado a dar una nominación más sugerente a ese corpus) son descripciones que podrían considerarse de ornitología fantástica, al menos a la luz de “4967320-4 Himantopus transparente”. En ese poema, donde la cifra de su encabezado podría ser un número de carnet o un código para clasificar aves (no lo sé y podría haber consultado al autor, pero pienso que si no lo dice en el texto no tiene por qué decirlo fuera de él), el himantopus, que es un ave zancuda, posee el atributo de la transparencia, lo que enrarece la simulación enciclopédica, en el sentido de proponer una especie que con esa característica sería invisible. Un ave que no puede verse es la imagen perfecta de una intuición poética:
[…]
Es muy posible que sean muchísimo
Más bellos de lo que se comenta
No obstante nunca lo sabremos
Por cuanto apenas alguien
Escribe o menciona sus nombres
Desaparecen enrevesados
Entre la copa de los árboles
O bajo la brillante intensidad
De las piedras que golpean
El cielo como las palabras
¿No es acaso una hermosa forma de definir la evanescencia de la poesía, su escurridiza naturaleza cuya intuición parece grandiosa hasta que se corre el riesgo de que llevada a las palabras se diluya o se espante como un pájaro asustado?
En Fermosa fiera adopta el tono de lamento amoroso que remite al poeta del siglo de oro español Guitierre de Cetina, que usó esa expresión (que también aparece en Fuenteovejuna, de Lope de Vega) para interpelar a la mujer que no correspondía a sus sentimientos. En Miquea, quien encarna a la figura de la fermosa fiera oscila entre la mujer que produce su zozobra (véase el poema “En un día de marea alta que hubo en la bahía de Valparaíso”) y las palabras, que también resultan esquivas en el ejercicio de la escritura.
Miquea es ajeno a toda ingenuidad. Sabe que juega con un fuego que puede iluminar o devastar lo que nombra, porque viene de esa tradición tan consciente de los límites y las posibilidades de la palabra, que cuenta en nuestro país con poetas como Lihn, Juan Luis Martínez, Gonzalo Millán o Cecilia Vicuña, para quienes el lirismo no basta para sacar chispas del lenguaje y siempre se ha de escribir desde la sospecha y la desconfianza en las palabras.
Ese laborioso ejercicio metapoético no se reduce en la obra de Miquea a la mera exposición de los mecanismos de autorreflexividad literaria. La compleja construcción del discurso no oculta, sino más bien devela, mediante recursos de obliteración, atenuación o incluso omisión, las cuitas de un hablante que suele enmascararse o transformarse. El yo poético, que se escabulle o se devela en los intersticios, manifiesta su fragilidad en los tres ámbitos que predominan a lo largo de sus libros: la política (o la memoria), el amor y la muerte.
El poema “Dawson spot publicitario”, correspondiente a Textos, convierte un espacio de reclusión forzada en una ambigua escena veraniega:
No es mucho
lo que podemos ver desde
aquí
Podemos sí
hacer señales hacia el cielo
y dibujar
Una playa
con hombres y mujeres
bajo el sol
Apareciendo
y desapareciendo entre los
reflejos del agua
La sutileza de la descripción omite las verdaderas condiciones de ese campo de prisioneros de la dictadura que fue la isla Dawson y tan solo las palabras “apareciendo y desapareciendo” devuelven el horror que está implícito en toda la escena. Algo semejante ocurre en el poema “Ley de Fuga”, de su siguiente libro, Fermosa fiera, donde el relato de un recuerdo de infancia y la descripción del paisaje urbano actual son cubiertos con un manto de melancolía que emana del verso que se sitúa entre ambos momentos (“mi amigo Rigoberto Achú fue baleado”), que ilumina o ensombrece la aparente objetividad del poema. La información que se omite es que Achú fue asesinado el 13 de diciembre de 1973 por miembros de las fuerzas armadas en un presunto intento de fuga cuando era trasladado a la cárcel pública de San Felipe, después de haber sufrido una sesión de tortura que lo tenía en una deteriorada condición de salud y que hacía inverosímil que hubiese tratado de huir. El objetivismo pretendidamente evasivo del hablante parece olvidar lo que venía recordando, como si ya no pudiera decir nada más de aquella muerte que, sin embargo, palpita en todo el poema.
La poética de Miquea navega entre la búsqueda de las palabras, la conciencia de la propia fragilidad y cierta condición innombrable de lo político, en el sentido de que realiza un rescate de la memoria mediante recursos expresivos que eluden la referencia directa o la nombran tangencialmente. No sabemos si es el resultado de un cierto pudor frente al relato del mal (lo que Coetzee señala en Elizabeth Costello: mostrar el horror es un gesto obsceno), la elusión del panfleto o es que tal vez prefiera buscar la atenta complicidad del lector. Pero acaso siempre es así y no hay otra forma de escribir y leer que no sea mediante el guiño que el autor le hace a quien visita sus páginas. Aunque es evidente que en este caso el poeta exige un esfuerzo mayor, porque no llega con un chiste fácil ni un discurso sentimental para conmover a la audiencia.
[…]
porque la realidad
no son
estos lugares
ni sus luces
porque la realidad
no son
estas penumbras
ni sus ficciones
ni sus nombres
Entonces, ¿qué es la realidad? Esa es la pregunta que parece hacerse Miquea Cañas libro tras libro, poema tras poema. Una pregunta que también se extiende a la propia existencia, que en el espacio de la escritura reconoce esa fisura entre el autor y el personaje:
Puedo fabular y decir que vivo. Puedo
haber existido toda la vida entre los libros
y decir que voy entre los hombres. Tú
que me conoces podrás leer mi nostalgia
o la distancia entre el primer poema
y el alma que aún no encuentro.
En esos versos se expresa tal vez con mayor claridad la poética de Miquea, su gesto fabulador y el estilo barroco con el que se complica la vida para nutrirla de una búsqueda por los laberintos del lenguaje, sus recovecos históricos, las resonancias clásicas que devuelven el eco de nuestro actual escepticismo. Esa es su gracia, su gran impronta verbal y vital, que desde su primer libro hasta los poemas inéditos de Samosata y su modo de contar historias lo definen como un poeta singular en el panorama de la poesía chilena, por la contundencia de su lenguaje, la cuidada confluencia de tradición y ruptura, que juega en los límites de lo clásico y lo vanguardista, sin perder de vista esa humanidad, precaria y frágil, que se quiere rescatar en esos ejercicios de escritura que buscan con antiguas o renovadas palabras una forma auténtica de nombrar y de nombrarse.
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