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En cada sorbo que bebo / lo que aún no soy / y lo que no deseo ser.

Ricardo Herrera Alarcón

[Presentación de Reunidos al fin del mundo, de Juan Carlos Reyes, en Cunco, el 13 de noviembre de 2021]


Por Ricardo Herrera Alarcón



“Familiares míos son las iglesias,/ los correos, las cárceles, los hospitales,/ las plazas, el lugar del nicho final”, dice Juan Carlos Reyes en “Sol en invierno”, y creo leer en estos versos una característica esencial de su poesía: la comunión entre la naturaleza, los seres humanos y las cosas, que recuerda a ratos al Barquero de Enjambre.

Los personajes aquí convocados, usando la expresión de Álvaro Mutis en su Caravansary, se reúnen en lugares comunes, como la playa de Nigue, Puerto Saavedra, un bosque, Melbourne o una casa de tablas con musgo en un pueblo perdido entre la bruma del invierno. El afán por rastrear lugares describiendo a grandes trazos y a ojo de pájaro, o también deteniéndose en los detalles más nimios, instala otro de los temas centrales de Reunidos al fin del mundo: el inexorable paso del tiempo asociado a una materia que parece una extensión del propio cuerpo. Si bien suponemos que nada apura a estos personajes, la muerte es una palabra que asoma de manera constante, casi sin darnos cuenta. No es extraño que en un poema diga que “deshojamos / años que no deseamos abandonar” (“Todo quedó impreso atrás”), como recordando esos versos de Anguita (uno de nuestros grandes poetas del tiempo): Habíamos permanecido demasiado tiempo en la vida y creímos que eso era natural. Como natural es buscar aquello que nos permite aferrarnos a un cuerpo, unos ojos, unas nubes que se acercan, los muertos que regresan a hablarnos, la música de Edith Piaf, las obreras que se apresuran a volver –sin maquillaje- al hogar, la generosidad de los amigos que abren las puertas de sus casas como si nos abrieran las puertas hacia lo maravilloso. Algo de ese cotidiano lleno de luz nos ofrece el poema “Un viejo violinista”:


En un tercer piso

de una casa de madera

vivía el viejo violinista

con su joven amante.


Una casa de madera

de tres pisos,

una lluvia interminable

en medio de su soledad destemplada,

mientras ella

robaba su paraguas

y echaba a correr calle abajo.


Acá existe un buen ejemplo del trabajo de Juan Carlos con el lenguaje: describir, sí, pero también revelar, dejar aparecer lo que esplende, (así) como también lo que se oculta al ojo que no ve. Sea en el presente o el pasado (“Siempre fuimos más hermosos / en alguna época / aunque no sabríamos cuánto, / ha pasado tanto tiempo”, dice en “Fuimos”), su palabra asoma como la cabeza de un infante que también observa hacia el futuro a su nieta bailar. El tiempo, los elementos y ese mimetizarse con todo y con todos: “Hemos venido una vez más / a parecernos a los elementos / que gritan nuestros nombres y callan”, dice en “Puerto Saavedra”. El poeta que escucha, que mira, que toca, que nos va recordando lo que pasa, que no quiere dejar morir lo que ama, como ese Borges que repite alucinado “Yo soy el único espectador de esta calle / si dejara de verla se moriría”.

Cualquiera de las secciones de este libro podría haber dado nombre al conjunto. Por ejemplo, Manojo de llaves y óxido, la sección IV, me sigue pareciendo un título que da cuenta global del espíritu que anima a los textos. Esas llaves que abren y cierran puertas, ese óxido, que como el silencio, termina cubriéndolo todo. Esta poesía no tiene complejos en nombrar: lugares comunes, palabra como recreación de un árbol genealógico del ser humano en su totalidad.

Ese árbol genealógico de nuestra especie se sustenta sobre la base de una fuerte preocupación ecológica y social. No podría ser de otra manera: no solo la forma de relacionarnos entre sí, sino también con la naturaleza, como la habíamos entendido hasta hace poco, se desmorona. Como todo lo que nos produce miedo, tratamos de seguir respirando, pensando en que todo es una mala noche, la sed de una resaca que no deja de ser un poco dulce y cómplice. Los poemas deberían ser, pienso, ese sueño que nos despierta y nos hace levantarnos a buscar agua a la cocina. Leyendo Reunidos al fin del mundo pienso también en cuánto hemos olvidado esta función cardinal de la literatura: denunciar, enseñarnos a volver a mirar, volver a sentir que el destino de todos es el nuestro, esa sensibilidad universal que hicieron suya los poetas en el siglo veinte y que hemos dejado en la habitación de las botellas vacías.

Todos estos personajes se reúnen al fin de un mundo que es el lugar donde comienza la belleza. La saudade de Juan Carlos es un perfume que entra apenas abre las ventanas y observa hacia afuera. O es un olor que le llega cuando recorre las ciudades o se le antoja recordar mientras escucha los “Truenos en la noche”. ¿A qué me debo / en el silencio?, se pregunta el poeta, mientras “las aves se guarecen / bajo nuestros corazones”. Así son las preguntas que nos interrogan al leer este libro y son quizás las preguntas verdaderas que deberíamos hacernos.

Juan Carlos Reyes es un poeta que sabe escuchar, actitud poco común en tiempos donde todos quieren hablar, imponer su voz. Este poeta nos viene diciendo hace años, hace varios libros atrás, que debemos guardar silencio y tratar de sentir el corazón del mundo que late en medio de la oscuridad. ¿A qué me debo en el silencio? Le agradezco a Juan Carlos Reyes esa pregunta y la dejo lanzada a todas y todos los aquí reunidos en esta biblioteca y este espacio, al fin del mundo.

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