Por Ricardo Herrera Alarcón
Perdí dos ciudades, hermosas. Y, todavía más,
algunos reinos que poseía, dos ríos, un continente.
Los extraño, pero no fue un desastre.
(Elizabeth Bishop)
Mi amiga Sylvia Cortés ha publicado su primer libro de poemas, cuyo título Sueño y memoria es desde ya un anticipo de lo que encontraremos entre sus páginas. Es un texto anclado en la tradición de la poesía del sur, aquella que tiene como exponentes fundacionales a Augusto Winter, Juvencio Valle, Teófilo Cid, Jorge Teillier, Omar Lara, Altenor Guerrero, Eliana Navarro y también a Elicura Chihuailaf, Guillermo Riedemann o Hurón Magma. De ellos recoge cierta nomenclatura, asociada fundamentalmente a espacios geográficos determinados, así como también el uso de palabras como cerezas, colores como el azul, árboles como el maqui o sauce, brebajes como el vino, lo mismo que vocablos de origen mapuche.
Existe también en sus poemas ese tono nostálgico que uno asocia a las tardes de lluvia, a los caminos de barro, a una infancia entre techos de zinc y cercos de madera. En general, la infancia en los pueblos del sur, de Lautaro, de Carahue, de Pitrufquén, Saavedra o de su natal Villarrica. Esa nostalgia que parece caer con el agua y que la hace volver sobre lo andado para recuperar, a través de la palabra, lo que se siente perdido con los años. El logro de la palabra, nos parece recordar Sylvia, es volver a hacer presente lo que el tiempo nos roba. Muchos de sus poemas parecen daguerrotipos de lo que fue: “Soy prisionera del tiempo / como un trébol / en un cuaderno de hojas amarillas”, nos dice en el breve poema “Tiempo”. Cuando leí por primera vez este libro me encontré sorprendido por esta capacidad de síntesis, este ojo obturador capaz de leer el instante: “Mi madre lleva la tortilla de la cocina al fogón. / En la mesa luce el mantel a cuadros”, señala en “Afanes”. O en “Manzanos”: “Los manzanos bondadosos dejan caer sus brazos / en la quinta de mi infancia”.
Es el poeta Efraín Barquero quien señala en Enjambre que “la casa de la infancia se abre cuando llueve”. Volver a esa casa de la infancia es una de las tantas invitaciones que este libro nos hace. Volver también a creer en los sueños, en la capacidad redentora de la locura, en el amor como un faro que indica el regreso de las embarcaciones. La presencia del amor es también central en Sueño y memoria, la figura recurrente de Juan Pablo Ampuero que alarga su mano entre una niebla que en vano quiere borrarlo. La presencia del poeta muerto en estas páginas es uno de sus logros (de Sylvia y Juan Pablo) y es un triunfo de la palabra reunirlos nuevamente.
Esta poesía de la nostalgia y la memoria, y también de la tristeza que muchas veces conllevan, es muy compleja de realizar hoy en día, cuando ciertos territorios han debido ser socavados para levantar otras banderas, otras formas de entender las complejidades del presente y las relaciones que establecemos con la historia o un futuro en nada auspicioso. Sin embargo, la poesía de Sylvia reactualiza los lares de una sutil manera y nos hace volver a las semillas, a la tierra, a esa máquina del tiempo que son las ventanas que dan hacia el bosque.
A los tópicos ya citados: la vida como sueño o el amor más allá de la muerte, vemos acá el viaje simbolizado en Ítaca, así como también elementos míticos como aquellos que asocian las lágrimas y el vino. Recordemos que en la tradición griega la vid nace en la tierra donde Dionisio lloraba la muerte de Ampelo, cuando al caer las lágrimas del dios a la tierra creció la vid de la cual bebe para calmar su tristeza. Esta bella imagen del vino creciendo de las lágrimas restituye uno de los sentidos que ha tenido siempre en toda liturgia: devolver la paz, entregar consuelo, permitir la entrada a ciertos paraísos artificiales, estimular la creación. Así también acá las palabras y el vino son bálsamos a través de los cuales los días nos permiten superar la pérdida, el olvido, la melancolía de existir.
La hablante de estos poemas, en suma, ha hecho suyo el magisterio de Bishop y aprendió el arte de perder. Sabe que la vida, más que ir sumando cosas, es irse despojando de ellas, de cachivaches, de anclas, de personas. Sabe también que la muerte está ahí, y es una presencia amiga, alguien o algo que la acompaña y, quizás, la ha acompañado desde siempre. El inquietante poema “Así como el filósofo” lo señala sin aspavientos: “Así como el filósofo / que practica una melodía en su flauta / mientras le preparan la cicuta / escribo. / A la vuelta de la esquina / acecha la muerte”. ¿Será que Sylvia asume esa conciencia de que escribir significa trabajar con la muerte codo a codo, robarle unos cuantos secretos? Yo creo que sí y creo que en muchos pasajes de este libro hace suyo esos versos de Lihn.
No puedo sino celebrar la publicación de este libro de Sylvia Cortés Bello, solo lamentar que la autora se haya demorado tanto tiempo haciendo semillar estos versos. La imagino escribiendo sin ninguna de las absurdas pretensiones que suelen asolar, muchas veces, a los hombres y mujeres de letras; la imagino escribiendo para hacer que la vida tenga un sentido verdadero, uno que la muerte no le pueda arrebatar, un sentido que la vida no nos pueda arrebatar. Entonces veo a Sylvia escribiendo este libro a través de los años, entre salas de clases, recreos y tediosas reuniones de profesores; entre hijos que van creciendo y una ciudad que se iba haciendo más extraña, esperando que a través de estas palabras, de estos poemas, la vida no se le volviera una extraña o ella misma no se volviera una extraña de sí misma. Imagino, en fin, a mi amiga Sylvia escribiendo con la única pretensión de que la poesía le permita vivir y vivirse.
Los que somos desde ahora en adelante sus lectores, le agradecemos ese gesto y nos ponemos al servicio de sus palabras.
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