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Juan Manuel Mancilla

A raíz de Ruiz: el poema sin l-imitación

[Horizonte vertical. Antología poética. Álvaro Ruiz. Ediciones Moneda, 2018. 121 p]


Por Juan Manuel Mancilla



Una parte del presente título debe tener su origen en un fallido, clandestino o anónimo proyecto documental sobre la vida y obra del poeta Álvaro Ruiz (Ottawa, 1953), durante su etapa de residencia en la IV Región de Coquimbo, cuando habitó Las Compañías, un poblado situado en la ribera del Río Elqui, al norte de La Serena, que dicho sea, es cuna terrosa de artistas, músicos y poetas, entre ellos Gabriela Mistral, que vivió en esa aldea en los albores del siglo pasado, antes de iniciar su periplo por el mundo. De todos modos, hoy no se tiene noticia alguna del mentado registro audiovisual, pero, mejor aún, porque así persiste en la memoria personal la imagen misteriosa y fantasmal, tanto del poeta y sus poemas, no retocando lo que acaso convenga mantener en la múltiple complicidad de la palabra.

La vida de Ruiz ha estado marcada por la errancia y el desplazamiento territorial. Sus constantes movimientos por el mapa de las américas ha dejado impresa una huella en su propia poética, y como bien intuye la antologadora, en sus poemas asistimos no solo a la audiencia de una voz profundamente lírica, sino también nos abre la posibilidad de contemplar la “invocación del paisaje” (3), una expresión situada pero siempre en movimiento, un poema en constante flujo y traspaso.

Dice en el prólogo: “Una voz que revalora, remezcla el paisaje desde la perspectiva más amplia, y hace nuestro su tiempo, suyo el de todos” (3). Y agrega: “En Álvaro Ruiz hay poca biografía… ella se transfigura en el poema. Lo que era observación se vuelve encarnación” (5). Y estamos muy de acuerdo con las palabras citadas, puesto que una de las cualidades de la poesía de Ruiz es que no haciendo uso de máscaras, logra desdoblar su propia experiencia por la expresión múltiple de una vida reencarnada en el poema, en cuya transferencia y trayectoria, el texto adquiere y cobra plena autonomía, recordando a Millán con su mentada poesía como hecho impersonal, pero, a la vez, total y necesariamente transferible. Se trata de la palabra, no del nombre propio: dice, confiesa, exorciza, resaca, denuncia, reclama, llora, sana, invoca, rescata, desaparece…

Pues, me detengo en comentar un valiosísimo material, un libro antológico que reúne una selección de toda la obra publicada e inédita del poeta Ruiz, labor efectuada con esmero y prolijidad por la ediautora chileno-mexicana Carmen Avendaño Subercaseaux, quien a través de su sello Moneda Ediciones (Viña del Mar) nos entrega este dadivoso volumen sobre uno de los poetas testigo y actor privilegiado de una época literaria ya ex-tinta entre los siglos nacionales.

En la introducción, Avendaño realiza un excelente recorrido que compacta la amplia trayectoria del autor: sus libros, los países y territorios andados y desandados, en cuya reunión data más de medio siglo de plena dedicación al oficio, desde sus Dieciocho poemas (1977) hasta Poemas de Chile (2014), más los inéditos (2008-2015). Mencionamos, además, los rescates de esa poesía al margen, con sus trabajos sobre Stella Díaz Varín (2017), la correspondencia entre Teillier y el poeta peruano Juan Cristóbal (2005) o de su mismo hermano, el poeta, pintor y dibujante Mauricio Ruiz (Criollo, 2017), y también su propia Prosa Reunida (2014). Suma de obras que nos habla de más de una docena de publicaciones y cientos de colaboraciones a lo largo de los años.

De los abundantes textos que conforman el volumen de Avendaño, comentaré brevemente tan solo tres textos, tres poemas-obra que desde mi punto de vista deberían estar recogidos en cualquiera antología de la poesía chilena universal. Leo que en ellos se conforma la poética de Ruiz profundo: “Canción del marinero borracho”, “La virgen de Andacollo” y “El anciano terrible”.

Los tres textos reportan la singular escritura de Ruiz, que opta por el poema de largo aliento. Una poesía que se acerca al canto, al himno. Largas tiradas de versos, la palabra estirada como una extensión del hálito cósmico recorriendo el universo. Cuando decíamos que los viajes y desplazamientos han dejado huella en la obra Ruiz, nos referimos a esto, a que su poema se abre, se extiende, desborda las fronteras y los márgenes: transita. Y si bien, tiene límites, los versos van a la medida del confín, transformando los caminos en sendas infinitas, tornadas de un canto que, a veces, alcanza el trance de una mantra-raya.

Su poesía larga nos devuelve a cierta concepción ritual de la creación, es decir, nos lleva al origen de la misma en su función y deseo más primitivo: religarnos. Arte mayor, poco o nada cultivado por la poesía contemporánea, entonces la de Ruiz se hermana con la de los extraordinarios órficos (Rosamel Del Valle, H. D. Díaz-Casanueva) o incluso De Rokha, pero dista y se distingue de aquellos en que su verso está lejos de oscurecer la relación entre palabra y significación, ni tampoco predica o adoctrina gritando. Su poema libre es transparencia y espesor: no reduce, sino amplifica, no aclara, colorea. Una poesía devocional antes que emocional. Se pregunta el hablante testigo, acaso tripulante y compañero del marinero borracho:

¡Qué haremos con él!

Anciano delirante que oteas el horizonte

Desde las rocas lisas frente al mar

Todo es mentira o imaginación

Viejo, solo, pobre y enfermo

Con una rama de cochayuyo en sus manos temblorosas

Preparando el espinel inmediato de los días … (87)

Me pregunto, sin poner respuesta: ¿Quién es ese marinero borracho?, ¿por qué supone un problema para la embarcación?, ¿hacia dónde se dirige?… No es el significado lo que importa en las posibles y múltiples respuestas, sino su símbolo, acaso, colado del “espinel inmediato de los días” del anciano varado en la orilla.

Por otra parte, el poeta vuelve su vista hacia el interior de los valles elevados de la IV Región y se derrama en versos para la Virgen de Andacollo, a quien contacta con sus ojos suplicantes, esperando aquel mínimo milagro que cambia el curso de la grandilocuente historia humana:

“Oh Antacolla, oh Chinita de mi corazón

Bien sé que sanas a los enfermos, lo que es tu predilección

Escuchad mi flauta fuerte, chirriada, atonal y disonante

Yo no quiero ser tu cacique ni alférez

Solo acercarme al invisible espíritu de la creación

Oír la voz con que ordenaste buscar el tesoro

Entre los peñascos más altos del curvo cerro de tu amor

Mirando en lontananza hacia las cuatro regiones del horizonte

Dejando que el paisaje haga su entera voluntad

En el sagrado corazón de aquellos hombres de bien. (108)


Hay en la poesía Ruiz una vocación religiosa, no religión, sino reconexión con lo sagrado a través de una iluminación profana, arriesgando en el margen que divide lo humano y lo divino, el encuentro que nos devuelva hacia la contemplación del secreto, mixtura entre misterio y origen, sin embargo, no como el devoto sometido al sacrificio (ni cacique, ni alférez), sino en el camino alterno del poeta que busca en la piedad compartir el asombro de un sagrado corazón.

Pero la búsqueda no es solo posibilidad metafísica, también la hay en el reclamo, en la amonestación y en el enojo humano de “El anciano terrible”:


Durmiendo a un costado de la línea férrea

en la hora que la locomotora azul del hierro coquimbano

atraviesa el sueño delirante y convulso del insolente anciano

quien tendido en medio de los tiernos pastos primaverales

injuria el triste parpadeo de las luces de los cerros

deseando de una vez descender al tártaro a través del suicidio

para así salvar su alma de los atroces días

comienzos del siglo xxi en chile… (109)

Porque si en Ruiz hay un romanticismo devocional, también lo es en su arista política. De tal manera, el himno se torna epopeya, gesta y animadversión colectiva hacia los hombres que proclaman con mentiras la mentira confundiendo la verdad. El anciano dispuesto al sacrificio, a dar su vida en la pelea por acercar la justicia como bien supremo para la humanidad. Esta actitud se conecta con la figura del poeta esgrimista que Benjamin ve en Baudelaire, tanto en la defensa como en la autodefensa, frente a los enemigos que tiran a matar, o tras la barricada resistiendo, atento, presto al combate por mejorar un mundo enfermo, por curar de poesía un mundo herido. Apostarse en el combate con la férrea fe sin temor a no volver: “sobrevivir en el desierto / cuando estos ojos cerrados nada advierten / más que la esencia húmeda atravesando la raíz.” (112)

En estos textos, Ruiz abre el diálogo con los muertos, pero con aquellos cuya boca huele a vida y a justicia, pero también a monte, puma y huemul meado, a cabra, a cerro, a mar o a cochayuyo cocido y disecado en algún patio. Tiene la gracia Ruiz de ser no con, sino embriagado del paisaje, este no lo rodea, sino sus palabras lo merodean y tanto que sus letras se hacen huerta, vueltas barro, bajan la montaña o suben con el viento. La palabra cobra vida no por poder, sino por decir que es su potencia y no vil imperio.

Poeta de la insurrecta provincia, perdido entre los confines, al margen de las pérdidas. Fuera de los focos, enfocado al mar que le vio nacer, y ahora envejecen juntos. Nostalgia extinta, no la de sus hermanos (del lar de la Unión chica) ni del tiempo pasado, sino del paso del tiempo en su presente continuo, en donde Ruiz escarba la raíz oblicua de las cosas, proyectando en su versería larga, su desgaste amplificado; el asomo al asombro es combustible tinta para su pluma, porque Ruiz debe ser uno de los pocos poetas que aún escribe a mano, corazón y tinta. No busca la pluma del faisán, recoge a orilla de mar y roca la que el jote ha perdido en la pedestre batalla de los cormoranes caleteros. No pretende los laureles, más bien abomina del prestigio literario, reniega de los premios y reconocimientos, su obra no es la apremiada del joven y galardonado bate exitoso. Su poema se debate entre la inocencia consecuente del silencio.

Poeta de una época ya extinta de poetas también ex-tintos: ha llevado y sobrellevado la vida inventada de un auténtico poeta, su carrera no se registra en la sobornable ficción de un curriculum vitae. Su palabra se funda en la experiencia del abismo, no en la concursabilidad proyectiva de un fondo, porque su cultura poética proviene desde el mismo fondo de la tierra azulada por el mar.

Para finalizar, en el recorrido extenso por todos los textos de la selección, emerge una memoria cruzada de paisaje y presente, una configuración en cuyo eje se teje una cruz: encrucijada de vidas, territorios, historias, personas históricas y fictivas en cuyo punto concéntrico hay una estrella brillante que refulge, y Ruiz es capaz no solo de verla sin cegar, ni cesar, sino que la ha tocado, aguardándola en sus manos para soplarla sobre las llanuras donde el sol ya se extingue bajo el manto de una nueva luna negra, ya frente al mar territorial de México o Canadá o en el semidesierto del norte chileno-peruano o en el claustro del secano costero, su poema errante fija los temblores del alma y de la tierra.

Poeta y poema unidos, nunca fijos, nunca sujetos, solo materias, célula, embrión, semilla, cogollo errante, viva voz entre los muertos que le hablan y bien oye. Errante por el viento, por el agua, por la tierra, diversos vehículos de traslación para sus versos conectados con la raíz del aire frente al Horizonte Vertical que nos sorprende.

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