Eugenio Rodríguez (Las Cabras, Sexta Región, 1943), escritor y periodista, avecindado desde 1984 en Valparaíso, es autor de varias novelas que retratan a una serie de personajes que podrían considerarse arquetipos de cierta idiosincrasia chilena, por su manera de enfrentar las dificultades propias de nuestra cultura, historia o naturaleza. Su primera novela, El cercopiés (1981), relata las peripecias de un muchacho, hijo de un trabajador ferroviario, que crece en el ambiente provinciano de Rengo, en una época en el que el tren insuflaba vida y movimiento a los poblados que encontraba a su paso. Spot Paradise (1989) expone de manera crítica las consecuencias de creer en los paraísos artificiales de la publicidad. Epicentro (Santiago, Editorial Andrés Bello, 2001) sitúa en los terremotos de 1939 en Chillán y del 60 en Valdivia, a un matrimonio que persevera después de sufrir el rigor de los más devastadores sismos de nuestra historia. Constanza de Nordenflycht, la querida de Portales devela las desventuras de la muchacha que padeció los caprichos de su célebre amante, como un símbolo del lado más oscuro del poder oligárquico chileno.
La investigación El himno que se baila rescata el valor musical e identitario de la canción "La joya de Pacífico" y escarba en el destino de los músicos que le dieron vida a las diversas versiones de ese vals.
Su obra más reciente es Tú, Valparaíso (Santiago, RiL editores, 2016), cuentos que recogen el imaginario fantástico del Puerto.
El vértice Queno está
El poeta lanzó la idea, yo la recogí con reservas y Pitino, el dibujante, la puso en tela de juicio de inmediato, como es su costumbre cuando las sugerencias vienen del vate. La propuesta era que cada uno hiciera algo de su especialidad para dejar las obras —si así se las pudiera llamar— en sus respectivos vértices: Sergio un poema, Pitino un dibujo y yo, el Queno y el más viejo —cosa que mi señora me reprocha de estas amistades—, un cuento alusivo al contubernio, mejor dicho, al triángulo. El proyecto se aprobó luego de la consabida discusión entre aquellos, pero hasta el momento no han cumplido. Las cosas son así, ustedes saben.
Antes de desenrollar esta historia por completo debo contarles cómo se formó este triángulo: Pitino fue el primero en ligárseme, poco menos que a patadas, puesto que, más que seguir las clases, su especialidad es sacarles los choros del canasto a los profesores. Conmigo empezó hace cuatro años, cuando llegó al Liceo Nocturno (Linoc), expulsado o retirado a petición de los directores de diferentes colegios y liceos, y hasta de la Escuela de Grumetes de la Armada, donde su madre pensó que se lo podían domar. Y nos hicimos amigos a fuerza de pelear continuamente, aunque más o menos en buena, como se dice. Quizás qué ventana de las que buscaba encontró abierta en mí, de manera que dejó de estar predispuesto en contra del profesor de Castellano, y pasó a ser una especie de aliado... Es inteligente el Pitino, y eso, precisamente, lo hace colisionar con el mundo. Lo anterior debido a que hay un rollo familiar que es la madre del cordero en relación con su conducta, pero yo no me voy a meter en eso.
Sergio se me acercó el año pasado con la idea de seguir con Güenas Noches, la revista —revistita en realidad— que fundamos en el Linoc hace unos años y de la que Pitino es director. Confieso que al comienzo no lo miré con buenos ojos, pues soy medio prejuicioso para algunas cosas. No hace mucho me refregó este defecto y no tuve más remedio que hacerme el leso y echar el asunto a la broma. Y, luego, luz verde al proyecto de seguir con la revista (que imprimimos con eso que salió ahora, que es parecido al stencil, pero que solo da para tiradas cortas. Y como necesitamos pocos ejemplares…, con eso nos basta).
Sergio llegó al Linoc el año pasado, también por ciertos roces con los profesores del diurno. De Güenas Noches pasamos a la poesía —que lo tiene agarrado, y al parecer, con fundamentos— y por ese lado nos encontramos, a pesar de que no soy amigo de formar cenáculos. Yo no funciono en esas cosas, por lo que esto fue una excepción, y pensando en la cuestión formativa. Realmente, no sé hasta cuándo ni hasta dónde podrá llegar esta alianza, pero las cosas son así, ustedes saben...
Sergio y Pitino son amigos desde la básica, donde descollaban y competían “a composición limpia”, según me han contado al reseñar sus historias. Estuvieron enojados un tiempo y se abuenaron hace un año de la manera más curiosa. En el baile aniversario del Linoc, Pitino se emborrachó como a él le gusta, con ese entusiasmo pueril que tiene para el trago y que lo hace sentirse un campeón. Ya en su punto, a la primera de cambio se trenzó a puñetes con otros que no estaban tan curados y, como era lógico, le estaban ganando. Sergio, que combina con buenos artilugios los poemas, el boxeo y esas cosas, se metió a defenderlo, pero como también estaba más ebrio que sereno, recibió zamarreos y golpes que lo dejaron medio groggi, al igual que su defendido. Al final, y tras la intervención del profesor de turno, un bando partió para un lado y Sergio con Pitino para el otro, abuenados como se dice, y a seguir poniéndole para celebrar la amistad recompuesta.
A ellos se les ocurrió que funcionáramos como un triángulo y cada vez que se puede —y a veces cuando no se puede o no se debe— se juntan y es fijo que en alguna parte nos hallamos, y el triángulo se completa. Ellos andan casi siempre juntos y no pasa mucho para que yo me les una, y “¡El vértice Queno está!”, como les digo al momento de integrarme. O me vienen a buscar a la casa, donde a ciertas horas es casi seguro que el vértice Queno está. Yo no soy rogado, así que lo más probable es que ligerito nos vayamos a un chinchel a conversar al calor de unos cañones. Si me han ido a buscar a mi hogar lo más seguro es que le hagamos una visita al “Doctor” Valencia, un gordo que tiene botillería por aquí cerca de la población en que vivo y que en forma clandestina vende más, pero muchísimo más, que una cantina establecida. (Se siente amparado porque entre sus clientes se cuentan varios “verdes representantes de la ley”, como dice Raúl Mussa, un amigo del otro grupo, mi grupo, en referencia a los carabineros). Así son las cosas en este país, ustedes saben.
Hoy es domingo y llueve de lo lindo en la zona central. Hace un rato me senté al escritorio con ganas de cometer el cuento que comprometí con estos niños. No lo había hecho porque la corrección de las pruebas semestrales me tenía sin tiempo para escribir hacía días, y ahora lo hago porque de verdad me gustó la idea del poema, el dibujo y el cuento. Eso sí, tenía la sospecha de que los otros vértices me pasarían a buscar para hacerle una visita al “doctor”, ya que el día está papo (pa’ ponerle), y le achunté con la tincada; el único inconveniente fue que, como me había metido de lleno en el cuento, me silencié y le dije a Elvira que me negara. Así lo hizo ella, mientras yo en el dormitorio le hacía ssshit con el índice en la boca a Tutín, mi hijo mayor (cuatro años y medio), que se divertía con la mentira y casi sacaba su vocecita para echarme al agua.
“El vértice que no está”, tiene que haber murmurado Pitino, yéndose con Sergio en dirección del “doctor” a remojar la rueda de carreta que acababan de tragarse (siempre y cuando el tamborileo del agua se la haya ganado al ruido de la máquina de escribir cuando se aproximaron a mi casa). Yo seguí dándole al cuento con entusiasmo, pese a que el Queno chico (seis meses) lloraba enfurecido porque no había podido completar su siesta, mientras que la mamá pretendía, a toda costa, continuar la suya, interrumpida por los visitantes que, según dijo ella, andaban “mojados como diucas” (“por dentro y por fuera”, pensé yo, haciéndome el leso). Ahí aprovechó para echarme otra retada por mi amistad “con esos cabros locos”.
Cuando terminé no tuve dudas acerca de dónde encontrarlos; me fui derechito donde el “doctor”, armado de botas y paraguas, con el cuento en la cartera interior del abrigo, y aprontándome para decirles a la llegada, como de golpe y sorpresa: “¡El vértice Queno está!”, y leerles el relato... Pero no los encontré. En cambio, bajo la enorme y umbrosa mediagua, donde repiqueteaba la lluvia como bombo en fiesta, había una veintena de cocidos y sancochados que nunca antes me habían chocado tanto como entonces. “¡Qué van a hacer un domingo sin fútbol los pobres!”, pensé, imitando la aversión pelotera del bardo, mientras observaba que algunos conversaban en torno a dos braseros que seguramente habían nutrido con el rescoldo del horno donde se habrían dorado las empanadas y el pan amasado que el gordo vende —obvio— como pan caliente. Los grupos tenían acaparados los mejores lugares, y seguro que por eso mis socios habrían salido con un rumbo distinto. Qué rabia, qué envidia, por la cresta...
Pero no volví de inmediato a la casa; a falta de otro brasero pedí un chacolí con una rodela de naranja para no perder el viaje, y calentarme un poquito “por dentro”. Me lo tomé en tres estaciones apuradas, antes de que un curado me dirigiera la palabra imaginándose que me hacía un favor metiéndome conversa. Con pesar verdadero salí de ese local que —para qué estamos con cosas— rebosaba de esa poesía huachaca que tanto me gusta: lluvia en el techo, conversa en torno a los braseros, pan amasado, la posibilidad de papas al rescoldo... ¡Para qué seguir imaginando lo que ya no podía ser!
Volví a casa mojado y enojado. Saqué la Underwood de nuevo, modifiqué el final del cuento y —luego— me puse a jugar con los niños para matar lo que quedaba de este domingo mojado y latero... A veces las cosas no resultan como uno quisiera, ustedes saben, pero jugar con los hijos es una linda recompensa en tarde lluviosa..., digo yo.
Rengo, junio de 1977
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