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  • Viaje inconcluso

Rock, poesía y muerte en un cuento de Nelson Paredes



Nelson Paredes (Viña del Mar, 1959). Ha publicado El tranquilo existir de las palomas (cuentos), Ediciones Casa de Barro, 2013. Delirios (cuentos), Ediciones Casa de Barro, 2017. Muñequita Rusa (plaquette, cuento), 2015, y La mirada de Tartufo (plaquette, cuentos), 2021. Ha obtenido la Beca de Creación Literaria (2011, 2015 y 2020).

El 2017 obtiene el Primer Premio en el Concurso Literario Fernando Santiván, en Valdivia, con el cuento que aquí compartimos.



Una bella noche para bailar rock


(Paráfrasis del poema del mismo nombre del libro “Dónde iremos esta noche”, de Cristian Cruz)


Salimos de Santiago cuando comenzaba a atardecer. En los primeros minutos todo fue silencio. Ya en la carretera me dediqué a mirar los campos verdes, también los cerros color ocre en los cuales resaltaba la arquitectura simétrica de los cactus. El olor recargado de las flores me recordaba a cada instante que iba en una carroza con mi papá muerto.

Los cerros estaban cada vez más cerca. Miré al chofer, que manejaba concentrado. El hombre vestía un traje de camisa blanca, saco y corbata negros, calculé que debía de tener unos cuarenta años. Cuando tomó la cuesta le pregunté si podía encender la radio. Por supuesto, me dijo. En seguida apretó la tecla, mientras conducía sujetando el volante con su mano izquierda, luego fue girando la perilla del dial. Descartamos una radio que emitía noticias, también una donde hablaba un predicador, finalmente dejamos una que tocaba música, pero al poco rato comenzó a chicharrear.

—Hay mala señal en estos cajones— me dijo.

El vehículo zigzagueaba lento entre las montañas, y en cada nueva curva, el chicharreo aumentaba.

—¿Te molesta que coloque un casete?

—No hay problema— le respondí, y al segundo escuchábamos una selección de rock argentino.

Los temas se sucedían mientras el velocímetro marcaba cincuenta kilómetros por hora. Pensé en la familia, allá en Putaendo, que a esa hora ya estaría reunida preparando todo para el velorio. Pero al enfrentar una pronunciada curva, la sorpresiva presencia de un camión me sacó de mi ensimismamiento. El chofer se detuvo y se apegó a la derecha del camino para dejarlo pasar, tan a la derecha que al mirar por la ventana me envolvió una sensación de vértigo, pues si abría la puerta y colocaba un pie afuera era del todo seguro que caería al barranco. El camión, en un par de maniobras de retroceso y avance, logró pasar con dificultad.

Superado el trance y antes de reanudar la marcha el chofer me habló, me dijo que estaba consciente de que era una falta de respeto, pero con tono humilde me preguntó si podía fumar, si me molestaba. Sonreí, le dije que no, que no me molestaba. Miré para atrás, hacia el cajón. Mi padre también fumaba.

Fumamos. El olor del humo hacía olvidar el de las flores que atosigaba. Me relajé. Le pregunté su nombre. Óscar. Óscar Pérez, respondió, al tiempo que la carroza arremetía en un empinado tramo de la cuesta y Cerati con su canto parecía rozar la cumbre de la montaña.

—La música es buena para los momentos tristes— me dijo. Sentí vergüenza de decirle que no estaba tan triste. Era extraño, o tal vez no tanto. Entonces en ese momento ahora yo le pregunté si le molestaba si fumaba. Me miró extrañado. Cannabis, le dije. Ando con un pitillo. Para relajarme.

Fumamos.

—¿Qué hacía él? —, preguntó nuevamente. —Obrero, era obrero. Se lo comió la diabetes. Cincuenta y cuatro años. Le conté que con él mantenía una relación distante, que compartimos solo algunos años de mi adolescencia, en una población de Santiago. Años duros, muy duros, de mucha hambre. Que el resto de mi vida había sido con mi abuela en el campo. Le dije también que mi viejo era alcohólico empedernido, alcoholismo que se acentuó en los años de dictadura, usted sabe; la economía en crisis, la mala vida, en fin… Lo curioso es que hace seis meses había dejado de beber, pero se descompensó y tuvo un rápido deterioro.

El chofer aspiró una larga pitada, luego se sinceró.

—Yo también lo viví, fui alcohólico entre los treinta y los treinta y seis, pero finalmente hace dos años lo derroté. Cuesta. Me sirvió la religión y un club de alcohólicos anónimos. De joven fui un tiro al aire, mi padre me instaba a estudiar y entré a leyes, mas, congelé la carrera una y otra vez. Pero vinieron años malos, mi padre quebró con su negocio, después fue el ataque cardíaco. La familia quedó en la calle. Hice de todo para sobrevivir y ayudar en casa, más encima me emparejé y tuve un hijo, a los veintisiete.

En el casete Fito Páez cantaba junto a Charly. Le pregunté en qué había trabajado. He hecho de todo; vendedor, obrero, pintando casas, también trabajé en una feria de verduras. Pero la más inusual de todas mis pegas fue cuando un amigo me metió a trabajar en la morgue. Me costó adaptarme, pero al tiempo era un perito; maquillaba rostros y debía hacer entrar como sea a los finados en las urnas, a veces había que quebrar sus extremidades.

De improviso calló y encendió un nuevo cigarrillo. No sé si este es tema, me dijo. No hay problema, continúe, le pedí. Me contó que por ese último trabajo recaló en este otro. Un buitre me consiguió la pega, chofer de pompas fúnebres, y acá estoy, eso sí a mi hijo le digo que soy vendedor viajero.

Los Enanitos Verdes irrumpieron con todo su frenesí en aquel paisaje que a pesar de la luz que menguaba era de un verde apaciguador, tanto como el cannabis que había distendido mi ánimo. El chofer me preguntó la edad y qué hacía. Veintidós, le dije, y estudio para profesor, pero luego agregué, inflando mi pecho; además soy poeta. Le conté que cuando tenía doce años, antes de irme a Santiago con mis padres, visitó la escuela un escritor, un poeta, y que en ese momento decidí que también sería poeta. Si no fuera por ese hecho fortuito, el haber conocido a un poeta, tal vez se me hubiera ido la vida, con suerte, haciendo trabajos de temporada, como toda la gente de ahí, como mis amigos. Y digo con suerte porque otros de mis compañeros se quedaron pegados, primero con el neo, más tarde con la pasta.

El sol se había retirado y la tenue luminosidad del crepúsculo abrió paso a la noche. Es una hermosa noche, pensé. El chofer me señaló unas laderas, me preguntó si sabía lo que aconteció allí. Le respondí seguro. En esos cerros aconteció la batalla de Chacabuco. Miré la ladera y pensé en los muertos que deben haber quedado tirados en esos parajes, también en papá, ese ser lejano que ahora llevábamos en la carroza cruzando estas serranías. Le conté al chofer un recuerdo que de improviso vino a mi mente, de cuando mi padre llegaba ebrio y golpeaba a mamá. A ninguno de los hermanos nos golpeó, aclaro, siempre a mamá. Pero ella aun así lo amaba. Se me fue mi Negro, dijo entre sollozos esta mañana. Es extraño el amor.

Habían transcurrido casi dos horas, la batería de Willy Iturri parecía dialogar con las estrellas. A lo lejos, un resplandor en el horizonte anunciaba la cercanía de nuestro destino. Abrimos un rato las ventanas para que se fuera el olor a yerba, luego las cerramos nuevamente, y dejamos que se impregnara todo con el desagradable olor de las flores. La familia debía estar reunida, esperando. Sé de esto, lo viví cuando falleció mi tía Cristina. Al principio mucha tristeza, así son los velorios. La familia se esmeraba en atender a las visitas; sanguchitos, consomé, vino. Luego se contaron anécdotas de la tía muerta y del resto de la familia. Siempre que muere alguien es una ocasión para que se reúna la familia y esté feliz.

El carro fúnebre entró al pueblo, pronto lo haría en el barrio, de hecho, ya me sentía como un pájaro extraño al ver cómo las escasas personas que circulaban, y que llevaban sombrero, se lo sacaban, o cómo otros adoptaban una actitud de recogimiento. El chofer se irguió en el asiento, me dijo que esta era la única parte de su oficio que le gustaba, que le hacía sentir importante, mientras la voz de Moura se extinguía en la canción.

Al llegar, un ruido seco anunció que el casete había acabado. En la calle estaba la familia, y también los vecinos. Me alegré de sobremanera cuando vi que en un costado también esperaba Marisol. Es linda ella, nos gustamos desde niños, y lo mejor, a ella también le gusta el rock argentino.

Antes de detenerse el chofer me preguntó: Si tuvieras que escribir un poema ¿de qué trataría? Miré otra vez hacia donde estaba Marisol. Me di un par de segundos antes de responder, finalmente le dije: De esta noche. Es especial. Pero… ¿De esta noche en relación con la muerte?, preguntó otra vez. No, no, respondí. De esta noche, así de simple. Es una bella noche para bailar rock.

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