Por Luis Riffo
(Fotografías de Luis Andrés Figueroa)
Luis Andrés Figueroa es autor de los libros de poemas Velas en el agua (Vertiente, 1992), Los Secretos (Vertiente, 1996), Faros (Cuadriláteros, 2004), Una forma de huella en la arena (Editorial Antítesis, 2008), Playground (Cuadriláteros, 2015), en colaboración con el fotógrafo belga Marc Cito, y Prosa de los vientos (Bogavantes, 2016).
En el campo de la crónica y los diálogos, el 2003 publica Al País de Poe. Crónicas de viaje por Norteamérica (Altazor). Es coautor del libro de El Quiltro, recopilación del periódico del movimiento estudiantil de la U.C.V. de los años ochenta (edición facsimilar, 2005); Café Invierno. Conversaciones con Ennio Moltedo (Vertiente, 2006), y de las crónicas A través del espejismo. Fragmentos de Chile. (Altazor, 2014) Tres hebras rojas. Conversaciones con Gonzalo Millán (Bogavantes, 2020) y Jorge Teillier, los paisajes del poeta. Conversaciones y Correspondencia, de próxima publicación en Editorial Cuadriláteros.
Ha sido colaborador en poesía, traducción, crónicas y ensayos de las publicaciones nacionales Espíritu del Valle, Suelo Americano, Mapocho y Antítesis; y de las revistas extranjeras Osiris (Massachusetts), New Novel Review (Elvira, Nueva York) y Delta Nueve (Madrid), entre otras publicaciones.
Realizó sus estudios en Literatura y Lenguas en la Universidad Católica de Valparaíso. Su memoria trató sobre la poesía de Jorge Teillier y la pintura. Se graduó de M.A. y Ph.D. en Washington University in Saint Louis, en donde su trabajo final fue la colección de ensayos Al Sur del Espejo (2000) sobre el universo de Lewis Carroll y Alicia en el País de las Maravillas en la poesía chilena y en el arte de la ilustración y la fotografía.
Confinado en su casa del cerro Yungay, lo imagino mirando a través de los ventanales la arquitectura forjada por el rigor topográfico de Valparaíso y al fondo la bahía que parece ignorar su propia historia de apogeos, decadencias y desapariciones, mientras responde nuestras preguntas con la misma reposada cadencia de sus conversaciones presenciales, al calor de un café otoñal. Stéren e ILeana (su compañera y su hija) andarán por ahí en sus propios mundos, pero tan cercanas como las palabras que nos deja acá el poeta cronista, el con-versador de una provincia universal.
—Naciste en San Felipe, gran parte de tu vida has sido porteño y también estuviste durante un tiempo en Estados Unidos. ¿Qué valor le otorgas a los lugares de residencia en tu escritura? ¿Tiene sentido para ti hablar de literatura de provincia, autor de provincia?
—Nací en San Felipe y viví en ella infancia y adolescencia. Estudié en el mismo liceo en el cual lo hizo Pedro Aguirre Cerda. Bien lo dices, residencia en la escritura (mis primeros poemas son quinceañeros… y bien guardados, por cierto), pero primero está la residencia en la lectura, siguiendo tu imagen. Indisociable del aire de atardecer de cordillera y los árboles de jacarandá de la bella plaza de la ciudad. Una plaza a la cual, en el tiempo, borraron hasta su propia fuente original. ¿Entonces en dónde podría seguir viviendo esa fuente sino en la memoria y las palabras? Hay autores y libros inolvidables leídos a esa edad. Dafnis y Cloe, de Longo, La Tempestad de Shakespeare, Baudelaire y Poe, un dúo mortal, Dickens (sobre todo en invierno), Katherine Mansfield. Antonio Machado y Juan Rulfo, inolvidables; el Huidobro de Poemas árticos, el joven Neruda de Tentativa del hombre infinito, y Juana de Ibarbourou que me gustaba por su espíritu díscolo, fresco y de hálito griego; o las letras de canciones de Serrat, Jacques Prévert o Cat Stevens (mis propias lecciones de francés e inglés).
La Provincia. La Province, si lo dijéramos en Francia, muchos lo querrían. René Char era de la provincia y de la Provence (sonrío). Sí, también soy de la provincia. Como Santiago que aún posee mucho de una capital provinciana, además de colonial. Valparaíso, no. Valparaíso es un punto en los mares del mundo, como Nueva Orleans, Lisboa, Argel o Nápoles. Poéticamente hablando Santiago es una provincia de Valparaíso (otra sonrisa). Fernando Pessoa decía algo como: “yo soy de Lisboa, pero si fuese solamente de Lisboa, no sería de Lisboa”. La provincia universal se me hizo evidente al viajar en Estados Unidos, en especial en puertos como Nueva Orleans o de espacios de montañas viejas y pueblos morenos como en Nuevo México. Una maravilla. En Illinois, cerca de Chicago hay un Valparaiso (sin acento) nombrado así por nuestro Valparaíso, por el rescate de una tripulación norteamericana echada a pique por otra tripulación inglesa. Sí, Valparaíso y antes Aconcagua, mar y montaña, imagino que están siempre en lo que pienso y escribo.
—Tu trabajo transita entre la poesía, la crónica y las conversaciones con destacados poetas chilenos. ¿Cuáles son los puentes que unen a esos diversos registros?
Creo que en la llamada prosa poética podría estar parte de la clave. Tengo una atracción más natural por la poesía en prosa o el verso prosaico, libre o regular, como Pavese, Machado y su siempre misma letanía —como el agua en la fuente— o el Teillier meditabundo. Meditar es pensar con imágenes, decía San Juan de la Cruz. O Juan Rulfo en Pedro Páramo que, para mí, es voz y poesía en estado puro. Tal vez es la prosa poética la que incursiona en la crónica de viajes. Es como una traslación de la prosa poética a esas visiones repentinas del viaje. Las conversaciones, por otro lado —más que diálogos o entrevistas— buscan el nosotros en el contrapunto de la con—versación practicada con placer y curiosidad en la presencia. Creo que la poesía, la crónica y las conversaciones vienen de una actitud de búsqueda y encuentro del tú y yo, del nosotros de toda poesía. Como decía, para mí la poesía es un diálogo que parece un monólogo.
—Da la impresión de que las conversaciones que has sostenido con Ennio Moltedo, Gonzalo Millán y Jorge Teillier se relacionan con tus propias búsquedas estéticas y éticas. ¿Qué hay en común entre ellos y qué podrías destacar de cada uno?
Mis primeras conversaciones fueron con Jorge Teillier en los ochenta. Las más extensas, con Ennio Moltedo entre los noventa e inicios del siglo. Las últimas con Gonzalo Millán en la mitad de la primera década del 2000. Tres poetas admirados. Y hay una voz femenina que debiera tener su libro y completar un cuarteto. La colaboración de los sexos, decía Virginia Woolf. Teillier hablaba del tono conversacional que pedía para su poesía, y tal vez de ahí puede venir esa búsqueda que tú descubres en estos ejercicios de la conversación, allí donde tus palabras son tuyas precisamente porque no son completamente tuyas.
Sí, fueron conversaciones a veces fluidas, otras veces metódicas, otras, azarosas, pero nacidas de las afinidades y aperturas ofrecidas por sus libros y su pensar. Tal vez por el sentido de la maravilla en Jorge Teillier, aquello que llamo la metafísica del más acá. Un sentido de la maravilla afín a la muerte de cada día, a la muerte soñada, como en Machado, Virginia Woolf o Rulfo. También ese sinsentido mudo próximo a Carroll. O sus cosas vistas, dignas de la más elaborada poesía oriental, china o japonesa. El Teillier de la pincelada única.
En el caso de Ennio Moltedo y su poesía en prosa, me atrajo su nitidez y concreción. Eso que tú percibes cuando observas un bodegón de Juan Gris. Una prosa contenida de volúmenes cubistas que también crean, a su modo, una metafísica asociada al espacio, a los objetos y a ciertas acciones ligadas a lo más lejano de la metafísica: la política. Es asombroso en Moltedo el cómo da una dimensión metafísica a los actos más burdos y diarios del hacer o del deshacer público. Ese elemento latino, a veces asombroso e irónico, otras veces sereno y desolado, como cuando Hopper pinta el borde de sus costas del Este.
Tal vez por esto es que al leer por primera vez a Gonzalo Millán en ese singular libro, menos que de bolsillo, llamado Seudónimos de la muerte, pues me marcó con análoga intensidad, pero esta vez con una poesía bronca y opaca. Siempre he sentido que la poesía de Millán es como un golpe sordo —como de boxeador de peso pluma— cuyo moretón se va revelando paso a paso, tardíamente, cuando duele. Lo mismo su intenso complemento, el erotismo, su metafísica de lo matérico, de la unión de lo antropológico y lo poético. El decía al final de una de las conversaciones que su poesía “es sobre una persona que descubre revelaciones debajo de una piedra, no mirando las águilas”.
Tal vez ahí yo encuentro una de otras tantas sintonías en las artes afines y distintas de Teillier, Moltedo y Millán. Una metafísica de lo próximo y del semejante. Una dedicación elaborada poéticamente desde y para los seres, el tiempo y el lugar al que pertenecemos. Para nada una utopía rabiosa, sacerdotal o aristocratizante. Hablando en términos de pintura, a Teillier le gustaban los maestros holandeses del hogar interior; a Moltedo, Paul Klee y los cubistas; a Millán, Caravaggio. Son poetas del oficio humanista de estos tiempos que corren, cuando tú percibes, como decía Ángela una amiga, un ser humano sin humanidad.
—Tu poesía incorpora de una forma muy singular cierto ambiente de maravilla, de magia, que sin embargo está en las antípodas de lo sobrenatural o lo religioso y, por el contrario, es muy terrestre, como una poesía fenomenológica que hace vibrar a los objetos y al paisaje. ¿Estás de acuerdo con esa impresión?
—Sí, puede ser, con esa vibración de la que tú hablas. Tal vez es lo maravilloso nacido de la percepción, o intuición, de esa metafísica del más acá, como decía anteriormente. Una latencia de los seres al contacto con los sentidos, el lenguaje y los sueños. Más que terrestre, próxima o íntima. Como si esos seres, objetos y espacios fuesen prójimos de uno y uno de ellos. La memoria de los cuerpos próximos, diría yo. Sobre todo en los sueños… porque el espíritu también tiene cuerpo.
—Fuiste parte del movimiento universitario contra la dictadura durante los ochenta. ¿Qué relación ha tenido tu escritura con la historia reciente de nuestro país, incluyendo la postdictadura y la revuelta de octubre de 2019?
—Un trío de preguntas del segundo tipo. Sí… lo que el movimiento se llevó. En esos años universitarios de la primera década de los ochenta creo que uno se hizo parte del movimiento estudiantil, como tantos, simplemente para que dejara de existir la tortura en el mundo que nos tocó vivir, por decirlo de algún modo. Un movimiento estudiantil y chileno que nació en la UCV, aquí en Valparaíso, por lo demás. Uno recuerda, en lecturas y documentales, lo que hicieron los integrantes de La Rosa Blanca, con sus manifiestos y volantes en la Alemania bajo el nazismo en la Universidad de Münich. O los jóvenes de la Primavera de Praga ante la invasión soviética. O Tlatelolco en plenas Olimpiadas de México. O aquellos estadounidenses contra el Vietnam. En los mismos ochenta, los jóvenes de Tiananmen. Cuando se vaya escribiendo una historia más fidedigna y liberada de tabúes, algo deberá re-conocerse de los jóvenes de Uruguay, Argentina y Chile que a pesar de todo fueron una generación —generaron— y no fueron borrados del mapa por las dictaduras del Cono Sur, cuyo epítome fue Augusto Pinochet y sus miles de colaboradores. Es que las dictaduras, de todo tipo, tienen mucho apoyo. Ese apoyo es más amplio y frecuente de lo que se imagina. Hay una breve plaquette editada el 2008 por Revista Antítesis de la UCV titulada Una forma de huella en la arena que es una breve recapitulación de ese tiempo. Recapitulación de motivos, como en la música.
La evidencia definitiva, diez años después, al ver la obstrucción a la justicia cuando la detención de Augusto Pinochet en Londres solicitada por un tribunal español y otros tantos europeos, fue para mí como el scanner al tabú. A veces pienso que Pinochet fue como un Macbeth, por cierto aún más degradado que el propio personaje de Shakespeare; y que los involucrados en su rescate no llegaron a Hamlet, negando padre y reino. Creo que allí murió una parte importante del Chile de la larga resistencia social y cultural de los setenta y ochenta. Ese Chile posible que en gran parte no fue.
Recuerdo lo que escribía Lawrence de Arabia (lo descubrí en la revista Mampato, nuestro cable a tierra a los once años de edad) y que luego uno redescubre con mayor amplitud en sus Siete Pilares de la Sabiduría. El fragmento lo he guardado, aunque nuestro espíritu haya sido menos épico y más tópico que utópico: “Estábamos impelidos por ideas inexpresables y vaporosas, pero por las cuales podía lucharse… mas cuando terminamos y amaneció el mundo nuevo, los hombres viejos volvieron a surgir y nos arrebataron nuestra victoria para rehacer el mundo según el modelo del que ya conocían. La juventud pudo ganar, pero no había aprendido a conservar, y era lastimosamente débil contra la vejez. Balbucimos que habíamos trabajado para un nuevo cielo y una nueva tierra; ellos nos lo agradecieron e hicieron su paz”.
Tal vez nuevamente vuelva a suceder algo similar, es lo más frecuente. Pero igualmente es bueno imaginar y saber que siempre el mar trae olas grandes, azules e inesperadas.
Uno ha continuado haciendo lo que siempre le apasionó, como muchos, en los tiempos posteriores a 1988, la larga época de tantos seres mutantes (de nuevo Mampato y su historia del Árbol Gigante). Leer y escribir. Estudiar. Conversar. Y esta vez sí, decir y hacer callando. De un tiempo a esta parte, uno quiere ser más bien un otoño cálido y no un verano artificial. Esta difícil primavera les pertenece primeramente a los jóvenes. Porque fueron ellos los que saltaron en octubre las barreras imaginarias del tabú. Entonces, mejor aportar con el fuego cálido de otoño a sus sueños reales. Siendo adolescentes y jóvenes nos tocó la oscuridad de una dictadura que, muchas veces, pareciera persistir. Aunque uno agradece haber sido niño y adolescente en aquel Chile anterior a la oscuridad; haber vivido, jugado y soñado Para un pueblo fantasma, el título del libro de Jorge Teillier publicado en la UCV en 1978, el año en que entramos a nuestra casa universitaria, para estudiar y también dar vida a un movimiento estudiantil; la universidad que años después también mutó su nombre. Y es bueno pensar que uno quiere sus nombres, aquellos que la madre y el padre le dieron por una bella y secreta razón que después te revelan.
Selección de textos
De Velas en el agua (1992)
Pieza Blanca
Para Andrés
En el presente habito una pieza blanca. La ventana da, como el capítulo de una ley poderosa, hacia la figura del árbol inmóvil. Es una ventana de una hoja. Certera como el sueño de un geómetra.
Nada se mueve en ella, más allá de ella. Las nubes deslizan episodios vacíos en el cielo. El vuelo de los pájaros no mueve un ápice de esta ventana, intacta como un espejo de la muerte.
La brisa levanta la cortina como a un párpado y la ventana pareciera mirar.
De Los Secretos (1996)
I
No me has venido a ver.
No has dado un solo paso por verme.
Habrá un día en que tus pies
ya no podrán alcanzarme,
un día oscuro,
y tu arrepentimiento no sabrá de de mí
ni tendrá regreso.
Míralo,
hoy sólo nos separa una tarde,
una hora de té,
la estrella que te enseñaba.
Después no habrá lugar.
II
Apaga la luz —decía—
y deja que tus ojos reposen
en la oscuridad.
Tus ojos,
esas piedras frotadas toda la santa jornada
para luz y más luz
de los gastados párpados que ya se transparentan.
Esos ojos que caen
al fondo de sus dos profundidades
como pedruscos lanzados al agua por un niño.
Apaga la luz —decía.
La muerte requiere del hueco de tus ojos.
III
Lo más próximo a ti
Soy yo.
Con los ojos húmedos
para tu frente
y esa tristeza con que el caballo
pisotea las flores.
Descubrimiento
Despertar. La ventana. Y tú allí, a mi lado
Dormida en la piedra del sueño que dura.
Solo, he ido por mi manzana, mi memoria
y una hoja del olvidado paraíso
entre helechos que beben de la primera luz.
Al regreso
Tu cuerpo aún era una luz que se hospedaba.
Te descubrí dormida.
Me descubrí.
De Una forma de huella en la arena (2008)
A la sombra de la luz de Ekelof
Se hizo la luz
y el verdugo estaba allí
tras su sombra,
la mano inquieta en el guante
al extremo del arma,
y a mi extremo
el grito escondido tras los ojos
y la palabra
sobre el silencio de su ala
entrando sigilosamente al pasadizo
de otra luz.
—No estoy aquí, verdugo.
Ven al extremo de tu pluma eléctrica.
y
—No estaré aquí, verdugo.
Y gira sobre las piedras rituales del sexo
con tu corona eléctrica.
y
—No estaré allí, verdugo.
Y entra rasgando con tu estilo las paredes del prepucio.
—No estaré ahí, verdugo.
No estaré ahí, ni en ninguna parte de parte alguna.
Estaré
dos pies más alto que tu espalda doblada
sobre el foso de tus manos perdidas,
a la sombra de la luz
con un ala temblando a las puertas de mi boca.
Farenheit
Comenzaron quemando libros.
Terminaron quemando jóvenes.
Lo real
No eres un rey. No eres real.
Tampoco eres un príncipe
porque, que tú lo sepas, no tienes principio.
No eres tampoco el guardián de las puertas
que una tarde abre sus hojas
al paso de la muerte real
para luego cerrarlas.
No eras ni siquiera el jardinero del rey.
Pero tú, en cambio, fuiste la flor del jardinero.
De Playground (2015)
A ILeana
Aquí el niño suspendido entre dos líneas y el trazo en un árbol invisible. Un impulso de pies. Un chirriar de círculos. Y un golpe de pájaros. Todo esto. Y sin alas.
* * *
Permanecer . Ser solo la columna elevada en su propio peso. No pensar. No soñar. No escribir. Permanecer solo en la columna, sosteniendo el vacío de un cielo pasajero.
* * *
El poste blanco es una I que hace de reloj de sol. La silla de madera es una L enterrada en la arena. La E es su escalera al cielo. La A es el triángulo que suspende el columpio. La N es el hilo en sus pies que sube y baja. Al otro extremo del columpio, la otra A es de sombra cuando se pone el sol.
De Prosa de los vientos (2016)
Faros
Al extremo de la costa, el faro giraba su ojo en la mano. A la hora del poniente regresábamos de buscar estrellas entre las rocas. La niebla, como un mar sobre el mar, rodeaba el huso de la luz lejana. El faro hacía y deshacía el manto de la niebla. Las risas del pequeño grupo venían quebrándose en el espejo de las olas, mientras el hilo de huellas era borrado por las pisadas gigantes de la espuma. Playas solitarias del regreso, entre el sol ya sumergido y las primeras estrellas. Más tarde, ya se estaba entre las luces del pueblo. Las primeras fogatas. Perros que corrían en la sombra ladrando a las olas. Los lejanos círculos iluminados de la feria de diversiones. Y allá, en las huellas de un día borrado por el mar, el faro, adivinando la llegada de la niebla, con su ojo en la mano.
Rosas
Al final todo fue un paisaje de nieve. Tiempo depositándose hasta donde no alcanza la vista. Hasta donde no llegan las palabras, allá abajo, en las rosas heladas que pudieron existir —que no se abrieron ni se deshojaron— entre las blancas raíces del silencio.
* * *
La rosa nada dice. Una cabeza inclinada en el sitio más callado del aire, oyendo caer sus labios al vacío.
Velas
Un hombre en la mujer. Una mujer en el hombre.
Los cuerpos dormidos, uno en otro, en la superficie.
Pero los sueños respiran un nudo sin desatar. Los nudos de la vela. La mano en la mano. Las ofrendas perdidas en el reposo.
Los sexos agotados en la isla de los ecos.
—¿Estás allí?
—Sí, estoy aquí. En ti.
—Tiéndeme la mano.
—Ya es la tuya.
Los cuerpos dormidos, uno en otro. Y esa extensión de los días que viene a recibir la insistencia de la ola que no encuentra la mano de otra ola. La cadena abierta y desierta de los cuerpos en la interrogación de una mirada suspendida en el látigo del agua, en el latido.
—Todo era más inocente de lo creído.
Y ya ves , con ojos recién nacidos, fue todo este ir de uno hacia el otro, el volver a ese golpe de la ola en el eco.
* * *
—¿Papá, por qué los veleros son transparentes?
—Hija, porque solo tú los ves.
* * *
¿Es que se puede desaparecer en el mar? ¿O el mar es todo tu cuerpo?
* * *
Siempre velas.
Fragmentos de Crónicas de Viaje
De Al País de Poe. Crónicas de viaje por Norteamérica (2003)
Correspondencias
He mirado por la ventana. Una bandada de cuervos. La primera bandada de cuervos que veo en mi vida. Aparece en la noche y ocupa los árboles. Y el cielo de la noche se hace más azul. Así de negro es el vuelo. Como para hacer de una noche oscura una noche azul.
Recuerdo, en la luz apagada, la correspondencia de los cuerpos. Ajustados. Porte a porte. Midiéndose y calzándose. Como una sandalia atada a un pie atado a una sandalia.
Llega diciembre. Con él, la nieve. Los cuervos sobre la nieve. La ciudad se deshabita un tanto más. Todas las aves ya emigraron.
Atardecer de Illinois
En medio de la lenta ruta del bosque, las luces del automóvil tocaron la fuga del venado.
Más tarde, en la velocidad de la autopista, la prisión coronada de electricidad. Una ciudad inmóvil en donde nadie parecía vivir.
11 de septiembre, 1994.
N.Y.C.
En las pequeñas penínsulas de Stamford, el viento sobre la mar crispada golpea y desvía el vuelo de las gaviotas. Es un viento penetrante que no deja andar y que ha azotado, hasta domesticarlas, las planicies de hierba larga y rojiza. Es el paisaje costero de Edward Hopper, pintado por sí mismo, por los extensos brochazos de esta hierba, de este viento y de estas olas. Todo horizonte y luz más real que lo real. Una línea de sinfonía muda en el período del día equidistante de su preludio y conclusión. Costa en donde la huella del hombre tiene su lugar prefigurado en el banco y el sendero frente al faro lejano, una nota blanca sobre la línea grave del horizonte.
La gaviota vuela detenida en el viento. Recorta un golpe de hojas en sus tijeras. Se quiebra. Cae en curva instantáneamente lejos y de nuevo la cresta de la ola la trae a la orilla. El brochazo seco del viento, y la mirada que va y viene al mismo punto en el escenario de la marina. Faro, figuras, sendero. La gaviota, más poderosa. El instrumento que raya el pliego del mar sobre el cual se divisa, dibujada a carbón en la pauta fría del horizonte la barra gris de la ciudad de Nueva York.
Sacramento de la lluvia
El sacramento de la lluvia pisotea el polvo de Nuevo México, a balazos, sobre los jirones de un desierto que solo murmura una lejana apariencia de cantos hopis. Un sueño que ya no sabe de lluvias.
A quemarropa, caen las flechas como meteoros sobre la tierra muerta de sed.
Nada más sobre la tierra de nadie, sino el aguacero sucediéndose como una tropa de potros salvajes hacia el cañón del crepúsculo, más allá, en el último círculo de fuego donde enmudecen estrellas de viejos nombres enterrados.
De A través del espejismo. Fragmentos de Chile (2014)
Tarde de sillas
Verano. Lo apacible con que las sillas de mimbre eran sacadas a la puerta de la calle. Era entre las onces y la hora nona, la hora lila. Cada tarde de septiembre a marzo, cada figura y elemento en su lugar. Abuelo y abuela a cada costado de la puerta. Los niños, de rodillas, en el juego de los papeles y los fósforos. El caballo en el xilófono del adoquín. Y la vecina volviendo de las compras de huevos y velas. El paquete azul de vela, papel color de tarde de oriente. El perro entre las patas de las sillas de mimbre. El punto nuevo de la estrella sobre la línea de la calle desierta. Una nota en el alumbrado. El primer puñado de murciélagos. Y el gato adentro, mirando ya la noche entre el umbral de sus ojos y la puerta.
Socoroma
Los viejos eucaliptus mueven sus ramas al viento como invitando a entrar al cementerio —la puerta de ingreso a Socoroma— luego de terminada la cuesta. Socoroma es un pueblo blanco que recuerda a Rulfo. Calles estrechas de puertas y ventanas cerradas que duran lo que dura un aliento bajo el peso del inmenso azul. Luego, otra calle que se abre o se cierra en sí misma, una sobre otra en la quebrada, como las cabezas de las ovejas en el juego o el arreo circular. Más tarde, otro respiro, un cruce de hileras de álamos, un pilón que refleja en sus hojas de agua el otro cielo.
El cactus, la dura flor amarilla espinosa y el guijarro han señalado a Socoroma en el polvo del aire. En su lazo, los puñados rojos del cardenal en la enredadera no pueden haber escogido un hogar más dulce de luz y acogimiento. La iglesia, de callado portal —junto al campanario en donde duermen sus gotas de bronce, como los brotes de otra enredadera— se ofrece en los muros de adobe y cal de su patio, en un juego de cubos que pliegan el cielo en cortes de cincel suavizados por la brisa en su techo de paja.
Su portal lateral, con columna y medallón, cubierto de un blanco cal de harina, adormece en la luz de la tarde los relieves del pájaro lira, el mono, el león y el águila, variaciones para cuatro evangelistas de este Pueblo del Silencio. Sólo estas figuras y puertas y ventanas en sus pozos de sombra clausurados.
Nadie en el pueblo luego del paso de la sombra de la anciana por las paredes blancas de este vacío lleno de los ecos de las quebradas. Luego la sombra del perro quebrándose en los muros, esquinas y calles de piedra arroyo del pueblo seco. La sombra del perro —fan-tasma negro en el mediodía— más allá de nuestros pasos y respiraciones, vuelve al pilón en donde mueve con su lengua una hoja roja entre hojas de luz. El habla del agua.
Salitrera
Nació en algún punto del sur. Llegó una noche en tren a las luces del norte. Todos lo despidieron. Nadie lo esperaba. En los años sucesivos, la vida se le fue, con ese polvo de espejismos, entre las manos.
Hay una cruz inclinada que arde por años en la lenta llama del óxido.
El tiempo de los profanadores se ha reabierto. Y hoy vendieron sus fémures y hombros. El ciclo entero. Y un sol oscuro como una ficha de caucho. El ciclo, desde el nacer hasta el morir de la muerte.
El laberinto vertical
Los seres, su mecanismo viviente, parecieran asaltarse, rechazarse en las calles, en el borde de una ranura abismal por donde cae la cara y el sello irreductible de la moneda que los aproxima y los separa.
El sistema de alcancía no tiene fondo. Por él caímos con nuestras caras y sellos a un reino desconocido de conejos extraviados.
Chile, este campo minado. La llamada Alicia, aquí, pisa y cae por el laberinto vertical. Más que perdida, atrapada. Túneles de informes y registros. Leyes de gravedad en este frasco de colonias que la disminuyen al tamaño de un corcho. Asiste al juicio sin ser invitada. Su cabeza pende de un hilo y Alicia piensa que sólo es objeto de un mal sueño.
Se ha perdido en su sueño y las cartas ya barajadas (las cartas marcadas) le ordenan despertar. Abre sus grandes ojos de asombro al espejo quebrado. Alicias binominales al infinito. Sueñas y despiertas en el juicio que no es tu juicio. Sólo vacío en donde ni un conejo de la suerte salta.
Porque el conejo del Asombro y su reloj que cuenta y corre “hacia el costado celeste del día” es el mismo minuto que se repite en los laberintos verticales sin salida aparente. Aparente sólo, Alicia. Porque guardas en ti la palabra espejo dedicada a ti, camino subterráneo de estrellas extraviadas de las cuales, en un grito, naciste cayendo.
Pequeño sueño profético
Al amanecer, sobre la ciudad y sus cerros, comienza a caer un rocio espeso traspasado por la luz del sol. En el cerro Panteón rechinan ruedas a la distancia como sobre calles de piedra y vidrio molido. La lluvia es hielo y en ella las miradas parecen congelarse. Desde la puerta semiabierta miramos descorrerse esa lluvia hacia el fondo de un cielo de luz ajena al sol. La luz del vacío. Bajo ella, la ciudad deshabitada. La lluvia de hielo no es hielo. La lluvia de hielo es una lluvia de polvo de huesos molidos. La lluvia que cubrirá en una hora la ciudad hasta ahogarnos.
Tú dices entonces, mirándome los ojos, mientras desayunamos tras la ventana hacia los cerros de la ciudad ahogada por dunas de polvo de hueso molido.
—Es el caso de las vacas locas a las que dieron de alimento polvo de huesos.
—Sí, todos estos años nos han alimentado con leche de polvo de huesos— digo, bajando los ojos a la taza vacía.
Malleco
El bello ritmo con que el tren expreso —semidormido en el vagón cama, atraviesa la noche de los primeros bosques— persiste, persiste, persiste en el lastre del recuerdo y las barras del bajo continuo de los sueños distraídos.
De pronto, en la bruma del amanecer, el tren camina en la línea tensa del viaducto (la palabra oída entre sueños por primera vez) mientras las ruedas y los ecos caen hacia los espejos del abismo como los propios ojos.
Vilupulli
La iglesia de Vilupulli parecía suspendida sobre la hierba. En su interior, la imagen de madera, elevaba una flor de papel celeste en sus manos sin pulir pero dulcificadas por el paso de cien años.
Su frente era amplia y abombada. Y su mirada de ligero estrabismo se perdía en lo recóndito de mis sentimientos. Allí donde la emoción cierra sus ojos.
Más tarde, al alejarnos, la aguja de la iglesia era otra brizna entre la hierba —la brizna inmóvil—, un hilo pasando por el ojo de aquel sentimiento interminable, vivido edades o segundos atrás.
Jacarandá
Esta primavera renacen de nuevo los besos secos del jacarandá, entre la angustia radiante de sus flores. Es un árbol sentimental éste ¿Qué hace aún en estos tiempos? ¿En estos espacios de la ciudad que gira como una turba de muchachos alrededor de un funeral? ¿Cómo hablar del jacarandá en estos tiempos que corren?
Pues míralo de nuevo. Nunca sabrás cuándo cae el beso seco a las aceras. Nunca oirás el golpe, aunque duermas y la ciudad esté en completo silencio. Esa hora del árbol en que una caja cae a tierra, trizándose en dos labios, debe ser la hora del cielo sin color, insensible. La hora en que el árbol duerme y no existe.
Jacarandá, árbol sin tiempo. Sin preguntas ni respuestas. Sólo el sueño evidente de los intensos árboles en ocaso.
Bravo, Luis Andrés, un excelente artículo, vale mucho la pena leerlo. Te lo dice un porteño atascado en Suiza.