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  • Viaje inconcluso

Fragmentos de la novela "Purranque", de Cristian Oyarzo


Cristian Oyarzo (1974) proviene de la comunidad Ngürümo (Oromo) en el Fütra Willimapu.

Cursa la educación básica y media en el Liceo B-23 de la comuna de Purranque. A fines de la década del 90 migra a la ciudad de Santiago e ingresa a estudiar Lingüística en la Universidad de Chile.

En el año 2015 es premiado con la Beca de Creación Literaria a escritor emergente otorgada por el Fondo del Libro por el proyecto de crónicas “Cuando el Mapocho se juntó con el Forrahue”. Como resultado de ese trabajo, a principios del presente año publica su primera novela titulada Purranque (Editorial Planeta – Emecé Cruz del Sur).

Actualmente, colabora en la fijación de textos en mapudüngun y su traducción al castellano en el proyecto de libro titulado “Fillke mongen tañi düngun”, “El lenguaje de todas las formas de vida” (Cuentos de animales, pájaros y personas), cuyo autor es el educador mapuche tradicional y oralitor Héctor Mariano. Este libro está pronto a ingresar a prensa.




1. El Pozo


Hubo un tiempo en que podía pasar horas mirando el pozo que estaba detrás de la casa. Mi viejo había echado unos camarones para que se comieran los bichos y de ese modo purificaran el agua y pese a que se lo pasaban escondidos en las cuevas y las vertientes, a veces tenía la fortuna de verlos moverse debajo de mi reflejo y nadar rápidamente de un extremo a otro para volver a ocultarse. Cuento esto porque anoche me soñé en el borde del pozo, pero en lugar de camarones, había dos peces negros que nadaban cada uno en sentido contrario, en el fondo.

El pozo con el que soñé anoche era el último en el que trabajó mi viejo antes de saber que tenía cáncer. Esa vez no quiso revestirlo con madera, sino que usó cemento, como si supiera que no tendría otra oportunidad para dejar algo que perdurara. Recuerdo muy bien esa última faena. Mi viejo llevaba muchos años enemistado con mi finado tío Lucho, su hermano menor. Sin embargo, por esa vez, por esa última vez, trabajaron los dos codo a codo, pese a que casi ni se hablaron.

Los huesos de mi viejo y mi tío Luis están sepultados en la misma tumba en el cementerio de Purranque.


2. Trafuya pewma


Estaba en la vieja casa de Oromo, la de cuando era chico, la que quedaba arriba de la cuesta. Era de noche y había una oscuridad de aquellas que solo hay en el campo cuando hay niebla y no hay luna. De pronto escuché los ecos de los rebotes de una pelota de fútbol, ecos que provenían desde la cancha que quedaba junto al río. Yo pensé: "cómo puede ser que estén chuteando en esta noche tan cerrada". Descendí por el camino de piedras, a tientas y a medida que avanzaba, los ecos se sentían más fuertes y a intervalos regulares y espaciados, como golpes de cultrún. Entonces, escuché también los pasos de alguien que venía caminando en sentido contrario al mío. Sentí miedo (sentir miedo es lo primero que se aprende en el campo). El ruido de los pasos entre la piedra suelta me decía que estaba cerca, pero yo seguía sin verlo. Pero el miedo de pronto cesó y fue porque esos pasos me resultaron familiares, los reconocí. "Son los pasos de mi viejo". Y me sobrevino una emoción tan grande que me sacó del sueño y ya en vigilia, sentado sobre mi cama, pude disfrutar por unos minutos la sensación de estar escuchando todavía el ruido que metía mi finado padre al caminar. Sin embargo, con las horas esa sensación se ha desvanecido completamente y ya no puedo evocarla. Lo extraño es que no siento tristeza en lo más mínimo. Lo que siento es asombro de saber que ese conocimiento, los pasos de mi viejo, están guardados en algún rincón de mi memoria.

Trafuya pewma significa "sueño de anoche".



3. Nuez moscada


Cómprate una nuez moscada y te la cuelgas al cuello, —le dijo el profesor Muñoz a Carolyn en el pasillo de la facultad. Ya verás, funciona. La venden en las homeopáticas. La Carolyn andaba con una alergia del carajo. Había probado todo tipo de remedios, toda clase de lawen, sin resultados, así que no tenía nada que perder. En ese tiempo vivíamos en Maipú y todavía existían las micros amarillas. No me olvidaré nunca: Fue el 3 de noviembre del año 2006, un viernes. Íbamos de regreso en la 337 y nos bajamos frente a la USACH para pasar a fotocopiar libro a doble carta. Cuando estuvimos listos, de repente ella se acordó del consejo del profesor Muñoz.

­­ — Hay una Knopp a dos estaciones de aquí, en el Portal Edwards —me dijo.

Nos fuimos caminando hasta la estación Unión Latinoamericana. Llegamos al Portal Edwards a las 6 de la tarde, puntualmente, como si se tratara de una cita impostergable. Entramos por el costado poniente del edificio y cuando estábamos a metros de la entrada de la farmacia Knopp, se desató la balacera y nosotros quedamos en el epicentro. Es increíble cómo la mente trata de armar por su cuenta el puzle y baraja muchas hipótesis a la vez. Pero estando en el suelo a mí me faltaban piezas y simplemente no podía resolver por qué estaba pasando lo que estaba pasando. El balazo que me fracturó la tibia izquierda fue de los primeros y provino de un revólver. Me dejó dos años fuera de las canchas. Cuando me preguntan qué se siente recibir un balazo digo que se siente como una picada de abeja, pero con un azote violento, como cuando jugando fútbol recibes una patada artera sin balón. Carolyn iba del brazo mío y por eso ambos nos fuimos al piso juntos, y fue mejor, porque los balazos pasaron libremente por sobre nuestras cabezas. Las pericias demostraron después que se percutaron más de 80 proyectiles entre los que jalaron los guardias de Brinks y los asaltantes. Con las semanas nos enteramos de que los asaltantes usaron armamento de guerra adquirido, nunca se supo cómo, desde los mismísimos arsenales de la Armada en Valparaíso.

Fue un absoluto milagro que no muriera nadie. Diez personas resultaron heridas, entre ellas un bebé de meses al que una bala le rozó su cabecita. También resultó herido un pasajero que iba en una micro que pasaba a más de 30 metros por la Alameda en ese momento.

Obviamente después de este episodio quedamos con estrés postraumático y un par de fobias que, dos meses después, me llevaron derechito al psicólogo y al psiquiatra. Él psicólogo me aconsejó escribir. "Escribe todo lo que se te pase por la cabeza. Pero todo", me dijo. Él no sabía que yo ya había empezado.

Tardé 6 meses en volver a caminar. Una tarde de invierno del año siguiente, cuando ya podía andar con bastones, fuimos con Carolyn a la facultad y nos encontramos, casualmente de nuevo, con el profesor Muñoz en un pasillo del edificio de la biblioteca. En broma le dijimos que todo lo que nos ocurrió en el Portal Edwards fue por él, por su consejo de comprar nuez moscada para la alergia. Lo juro, no era intención nuestra hacerlo sentir culpable. Pero él, pese a que sabe mucho sobre intencionalidad conjunta y principio de cooperación, lo tomó por el lado grave y nos dio ahí mismo, en el pasillo, una clase exprés sobre relaciones causales. Era obvio que su sugerencia de comprar nuez moscada no era “la causa” de que hayamos terminado en mitad de un escenario de guerra, de un duelo de bandas de vaqueros en una película de western espagueti. Pero así son los académicos. En ocasiones son demasiado ingenuos.

La cirugía para extraer los residuos del proyectil que quedaron incrustados en mi pierna se realizó en la Posta Central de Santiago. En la sala de recuperación de la Posta una noche vi morir a un hombre. Nuestras camas estaban contiguas y por eso fui testigo de sus últimas desesperadas exhalaciones, de sus estertores finales. En esa sala también había un inmigrante de piel negra al que unos neonazis le habían reventado un par de dedos con un bate de béisbol sobre uno de los puentes que cruzan el río Mapocho.

A la Posta me fueron a ver muchas personas. Una mañana vino a verme don Gilberto Sánchez, políglota, académico de la Universidad de Chile, profesor de prestigio por sus investigaciones de campo y sus descripciones de la variedad pehuenche de la lengua mapuzungun. Don Gilberto, después que me dieron de alta, fue quien me guio en la tesis con la que obtuve mi licenciatura.

Él es sureño, de talante rural, propio la gente nacida en la zona del Llanquihue. Es de pocas palabras y no hace preguntas de sobra. En esa ocasión en que me fue a visitar solo me hizo dos ¿Cómo se siente? ¿Hubo desplazamiento en la fractura? Se conformó con mis respuestas, se sentó y me hizo compañía en silencio. Pasado un rato, se levantó. Se acercó y me quedó viendo fijamente como para anunciar que iba a decir algo muy importante. Me dijo dos cosas distintas: una en castellano y otra en mapudungun:

Don Purranque, recuerde esto “no hay mal que por bien no venga”

Después dijo en lengua mapuzungun: Pewma pewmangen mew matulen tremoleymi, wenüy, lo que significa más o menos “con la fuerza del sueño, deseo que te recuperes muy pronto, amigo”.

Esa misma noche en la sala común de la posta central escribí, en una hoja de roneo, mi primera historia.

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