Por Luis Riffo Escalona
Hace algún tiempo ya, fui a Temuco para visitar a mi padre enfermo. Entre el escaso equipaje que llevaba, lo más importante era un ejemplar de El sur, de Daniel Villalobos, que después de mucho buscar mi mujer y yo logramos encontrar en la ahora desaparecida librería Subsuelo, en Santiago. Su destino era llegar a las manos de un gran amigo nuestro, al que ya le habíamos comentado las virtudes de este libro. Todavía me río cuando recuerdo esa conversación. En algún momento le dije que esa obra no tiene pretensiones literarias. Y entonces este amigo, poeta y gran lector, nos dice con su copa en la mano: “Luis, Marcela, díganme, por favor, ¿qué significa que un texto no tenga pretensiones literarias?”. La pregunta era precisa, un zarpazo frente a un lugar común que, pese a todas las vaguedades que intenté hilvanar, no develó su sentido.
En el bus y también en el hospital, mientras vigilaba el sueño de mi viejo, releí gran parte de las crónicas autobiográficas con las que Villalobos salda cuentas con la niñez y la juventud vividas en Temuco y Puerto Saavedra. Esa lectura impuso el tono autorreferente de estas notas, que debieron limitarse desde el principio a comentar el contenido del libro, pero debido al espesor emotivo de sus páginas no he podido omitir algunos trazos de mi propio sur.
Vayamos al texto. El autor (que además es crítico de cine y guionista de la película “El club”, de Pablo Larraín) relata sus recuerdos de muchacho rescatando anécdotas familiares, escolares y universitarias, en las cuales el humor y el drama se alternan en perfecto equilibrio. La separación de los padres, las penurias económicas de una madre que debe alimentar y educar a su hijo, las humillaciones sufridas en la escuela y en el internado en el que debió pasar algunos años, contienen memorables historias que conmueven, divierten y dotan de humanidad a personajes enfrentados a tiempos de precariedades.
En un pueblo dormido como es Puerto Saavedra, donde el narrador parece vivir un tedio casi metafísico, suceden eventos mínimos que se convierten en extraordinarios, como el circo pobre que llegaba con una carpa maltrecha levantada en una cancha de barro y que con el tiempo se redujo a un rincón ridículo en un gimnasio prestado. O la filmación de la película “La frontera”, donde todos los habitantes eran extras y más de alguno disfrutó de unos dudosos minutos de fama. O la ramada misteriosa donde solo se escuchaban cumbias sicodélicas bailadas por hombres solitarios.
En Temuco acontecen los eventos más significativos para el narrador. En clase de historia, el profesor relata las proezas de los alemanes durante la segunda guerra mundial. El muchacho, que no pasa de los diez años, tiene una duda: ¿Y el Holocausto? El profe lo humilla: con todos los frentes en los que debían luchar, ¿cómo iban a tener tiempo para matar judíos? y ¿sabe usted cuánta leña se necesitaría para quemar a millones de personas? Queda como un tonto frente a sus compañeros, que se ríen de su supuesta ignorancia. Llega a casa llorando y le cuenta a su madre. Ella realiza un gesto fundamental: lo lleva por primera vez a la biblioteca municipal y le pide un libro sobre la segunda guerra mundial para que lo lea ahí. Luego le dice que le va a sacar un carnet de biblioteca para que pida los libros que quiera. El niño alucina: no sabía que pudiera existir un lugar donde podía conseguir tantos libros y gratis. Y allí, en esos libros, estaba toda la historia que el profesor negaba.
Los episodios del internado son las mejores muestras de la crueldad a la que pueden llegar los adolescentes y las mayores pruebas de sobrevivencia cuando la pobreza obliga a convivir con gente extraña. Matonaje, robo, traición y deslealtad se suceden como si fuera natural, en un mundo enclaustrado que recuerda a los niños envilecidos de El señor de las moscas.
Como lector, una conmovedora sorpresa fue encontrar al profesor Enrique Eilers entre los recuerdos de El sur. Él trabajaba en la Universidad Católica de Temuco y en plena dictadura fue una luz de cultura en medio de la noche. Daba ciclos de cine francés (los martes) y cine alemán (los sábados) y al final de cada película se sentaba delante del telón y conversaba con el público, con nosotros, cuando no había otros espacios para dialogar. Falleció hace varios años y estoy seguro de que nadie olvida esa pasión lúcida que comunicó a tantas generaciones. Villalobos tampoco.
Cuando volví a Valparaíso después de ese viaje a Temuco, me quedaron dando vueltas las palabras finales de ese libro que dejé allá en buenas manos: “Lo único que me queda es que alguna vez viví en el sur y fue magnífico y terrible y no lo cambiaría por nada”.
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