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Luis Riffo

¿Una pasión inútil?

Por Luis Riffo



Las bibliotecas tienen su encanto. Puedes conseguir libros gratis. Son más confiables que internet. La única ventaja de internet es que no tienes que salir de la casa para conseguir la información que necesitas, pero no tienes la garantía de que esa información sea fidedigna. La biblioteca exige el saludable ejercicio de caminar para llegar hasta allí. Entonces consigues libros gratis que no tienes que enchufar para que funcionen. No digo que no haya que usar internet, pero leer un libro tiene un encanto y una verdad insuperables.

Mi pasión por la lectura nació gracias a las bibliotecas. La pequeña biblioteca de una escuela rural en el sur, la biblioteca un poco más grande del Liceo donde estudié en la enseñanza media, la biblioteca municipal de Temuco y la biblioteca de la Universidad Católica de Valparaíso. En todas ellas descubrí mundos e ideas fascinantes y en esos lugares ocurrieron sucesos que han sido importantes para mí.

Por ejemplo, en la biblioteca del Liceo A-28, que ahora se llama Pablo Neruda, en Temuco, conocí a los poetas Jorge Teillier, Gonzalo Rojas y Nicanor Parra. Algunos años antes, cuando leía los libros de la biblioteca de la escuela rural, creía que los escritores estaban todos muertos. Pero en la biblioteca del Liceo vi con mis propios ojos a los poetas que habían escrito los libros que allí estaban. Eso fue grandioso, porque significaba que no tenía que estar muerto para ser un escritor.

Pasan otras cosas en las bibliotecas. Puedes mirar a la persona que te gusta sin que se dé cuenta, porque está concentrada en su libro. Pero puede suceder, como a mí, que le declares tu amor a esa persona afuera de la biblioteca (porque adentro tienes que guardar silencio) y ella te diga que le gusta otra persona, mientras cae la lluvia sobre tu cara.

Afortunadamente, tuve mejor suerte en la biblioteca de la universidad, donde conocí a quien después sería y sigue siendo mi mujer. Pasábamos mucho tiempo buscando y leyendo. Nos leíamos párrafos, capítulos enteros que nos habían gustado. Rayuela, de Julio Cortázar, por ejemplo, la leíamos en la calle, en la micro, en el trole, como si fuéramos los protagonistas de esa novela. Al poeta chileno Gonzalo Millán también. O los poemas de amor del español Pedro Salinas. Se los recomiendo. Sirven para amar y para que los amen.

Y mientras todo eso sucedía, leer me despertó las ganas de vivir como los personajes de los libros y en algún momento ese deseo se transformó en la necesidad de escribir sobre mi propia vida. Quería encontrar mis propias palabras. Quería hacer un puente entre mi mundo personal y el resto del mundo, un puente construido con mi propio lenguaje. Porque entendí que la realidad no puede ser comprendida sin palabras. Y como cada persona es un mundo, tenía que encontrar las palabras precisas para comprender quién era yo y qué hacía parado en este planeta.

La poesía podría ser eso: una especie de exploración planetaria, como si el poeta fuera un astronauta que aterriza en su propio mundo y trata de descubrirlo y describirlo. Pero tiene que buscar las palabras que sirvan para señalar ese mundo.

Pero demos un salto y preguntémonos qué ha pasado con los poetas en Chile.

En el siglo XIX, nuestro país no tenía grandes poetas. Teníamos un gran novelista, Alberto Blest Gana, autor de Martín Rivas, que escribía novelas de amor y describía la historia política y social de su época. Pero los poetas no eran muy buenos, ni siquiera el hermano de Alberto, que se llamaba Guillermo. Mientras en Europa brillaban los llamados poetas malditos, como Rimbaud y Baudelaire, en Chile nadie se destacaba demasiado. Los poetas eran todos unos señores acomodados que habían tenido el privilegio de educarse y vivir ociosos. Tenían dinero y tiempo para escribir, pero parece que no tenían mucho talento.

Algo cambió en 1886, cuando llegó a Valparaíso el poeta nicaragüense Rubén Darío. Acá en el Puerto recibió el apoyo del poeta y director del Liceo de Valparaíso, don Eduardo de la Barra. Aquí publicó su obra más importante, Azul. Pero no lo pasó muy bien en Chile. Vivía penurias económicas y la alta sociedad lo miraba con desprecio. La clase acomodada, los cuicos del siglo diecinueve, miraban en menos a este poeta con cara de indio y gestos poco refinados. Sin embargo, su nombre y su obra se recuerdan hasta el día de hoy (de hecho hay un placa en el sector del muelle Prat que le rinde homenaje), mientras que aquellos que lo despreciaron han caído en el más completo olvido.

Recién a finales de ese siglo y principios del siglo veinte comenzarían a aparecer poetas interesantes. Pedro Antonio González, tal vez nuestro primer poeta maldito, que murió pobre en un hospital de Santiago. Otro nombre importante es Carlos Pezoa Véliz, que escribió el famoso poema “Tarde en el hospital”, mientras moría poco a poco en otro hospital de Valparaíso.

Y en pleno siglo de guerras mundiales aparecen los grandes nombres: Gabriela Mistral, Pablo Neruda, Vicente Huidobro, Pablo de Rokha, Nicanor Parra. Salvo Huidobro, esos poetas enormes tienen algo muy importante en común: eran de origen modesto.

Qué pasó en Chile que después de carecer de buenos poetas de pronto chilenos pobres se convirtieron en poetas fundamentales. Es muy probable que la ley de instrucción primaria de 1860 haya sido el impulso para que la educación llegara no solo a las familias privilegiadas, sino también a las familias de los trabajadores. Aunque al principio sirvió más bien para alfabetizar, poco a poco hubo más acceso a la educación y la cultura.

Y así conseguimos ganar lo que en ningún deporte: el campeonato mundial de poesía, el premio Nobel de Literatura, conseguido por primera vez en Latinoamérica en 1945 y por una mujer. Y por segunda vez en 1971.

También habría que mencionar al que fuera eterno candidato al Nobel, Nicanor Parra, hijo mayor de una modesta y numerosa familia.

Para todos ellos la vida no fue fácil y tal vez esa dificultad alimentaba la belleza de su escritura, la lucidez de su mirada. Tal vez las carencias y los obstáculos ocasionaron que experimentaran la vida de manera más intensa.

No pretendo compararme con ellos, pero creo que todos los que escribimos enfrentamos una batalla no contra otros poetas, sino en contra y a favor de nosotros mismos, en contra y a favor del lenguaje, a favor de la vida y contra la muerte.

Cuando presenté mi libro Casi nadie en Temuco, alguien me preguntó para qué sirve la poesía. Yo me acordé de la frase del escritor francés Jean-Paul Sartre: “el hombre es una pasión inútil”. Y entonces dije que la poesía era inútil, que no servía para nada. Y en una sociedad en que todo debe ser utilitario, la virtud de la poesía es su propia inutilidad. En esa presentación estaba también mi mamá y ella más tarde, en su casa, me preguntó por qué decía que la poesía no servía para nada si era algo que me gustaba hacer. Es difícil responder esa pregunta de alguien que quiere lo mejor para ti, que espera que seas feliz pero que también hagas algo útil en la vida. En realidad es difícil responder esa pregunta siempre. Creo que la poesía en realidad no puede definirse en términos prácticos. Un amigo dice que la poesía no es un oficio, sino un destino. Creo que ante todo es una experiencia vital, es algo que te pasa y que puedes aceptar o rechazar.

No escribo para ganar premios ni para competir con otros poetas. No es el éxito lo que busco, sino la construcción de un puente que comunique mi mundo con el de los lectores, tal vez para sentir que no estamos solos en este planeta y que hasta la realidad más mínima puede tener un sentido universal. Tal vez para dejar una huella antes de desaparecer, aunque sé que esa misma huella se va a desvanecer con el tiempo.


(Fragmento de una charla con alumnos de enseñanza media en la biblioteca del Liceo Marítimo de Valparaíso, en diciembre de 2018)

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