Por Marco López Aballay
Silvestre (Ediciones Inubicalistas, 2015) muestra un viaje poético hacia los cerros, ríos, volcanes y montañas maulinas. La travesía no es menor considerando que la invitación viene del monje alfarero Alejandro Lavín. A pesar de las deudas y los típicos dramas de un poeta que arrienda una pieza en Valparaíso, aquel decide viajar a la patria de su infancia: Vuelve otra vez / a la casa materna, a ver / si te ladra el perro ciego. (pág. 8). Aquí llegan los hijos perdidos / a buscar la sombra de un origen (pág. 31).
Años antes viajamos por mar en un poemario de Moncada, a través de Carta de navegación (San Felipe, 2006). Ahora el recorrido se manifiesta por senderos, terruños y pueblos fantasmas que pocos conocen: Carahue, Imperial, Tirúa, Nehuentúe, Cunco, Lumaco, Las Bandurrias, Los Treiles, los volcanes Descabezado y Quizapú o Cerro Azul de San Clemente, río Lircay, el cementerio de Huillinco, río Claro, Cauquenes, río Purapel y estero de Las Ánimas nos ubican en diversos parajes del sur chileno. Paisajes acaso idealizados por el poeta que cuelgan como estampas o fotografías en sepia en donde se nos aparece un niño dibujando soles con la punta de un coligüe (pág. 35). También lo vemos en “Álbum de montaña” (pág. 55): Ese joven de gorro aimara, / que podría ser / una roca más de la escarpada, / una mancha / que contempla la tragedia de las nubes; / piensa en la hoja en blanco.
Apelando a la geopoética —del poeta escocés Kenneth White—, en aquel territorio conviven la fauna, la flora y los minerales que, en su conjunto, conforman una trama que otorga vida y cierto dramatismo a la escena: Uno subió inclinado, el mayor, / monte abajo indica su columna de gigante. / El menor lo abraza desesperado / con gesto de viento ártico, de alarido / presagiando algo muy oscuro, la caída (“Dos coigües”, pág. 36). Insectos y animales se arremolinan cuesta arriba, en un canto desesperado a la frágil memoria del tiempo: abejorros, pudúes, tricahues, tordos, golondrinas, colibríes, baguales, tiuques, chucaos, róbalos, bandurrias, pidenes, cóndores, truchas, algas y tantos más que conviven a ratos entre animales fantásticos: Una nube de verano / que surge veloz sobre el lago, / un dragón / que desaparece / trágicamente en el azul / (pág. 30).
La vegetación, reina y señora de esos campos, se manifiesta entre canelos, lingues, chaguales, pataguas, raulíes, hualles, pehuenes y chamicos que de vez en cuando interfieren en las alucinaciones del poeta, y a la velocidad del puelche lo arrastran a los misterios de su materia: Hubieras hecho un amuleto con la resina del pehuén, con el viento de manzanos golpeando una pradera de cardos (…) Hubieras hecho la forma del viento con las curvas del coligüe; tu boca besaría el azul de las nubes, hermano de los abedules de las sierras, de las algas que buscan el cuarzo en otras playas. (pág. 24).
Pero ahí están sus compañeros de ruta que conviven en distintas escalas en el viaje a las estrellas: Alejandro, Bernardo, Roberto, Bruno, Richard John, Filomena, Ezequiel, Andrés y Anekke que a momentos parecen ramas de chilcas enredándose entre los versos del poeta: La cosa es que este Monje / sabe más por viejo que por Tao, / más por conocer la textura de las piedras / que por traducir a Sutano o Mengano (pág. 25). El gordo de bastón / pensativo al bajar un roquerío, / piensa encontrar el camino / al valle de los pudúes (pág. 56). Mientras Richard John / tararea rancheras, llueve, / pasan caseríos de corderos / y se mojan los chivos en la parrilla. (pág. 20). ¿Cómo aprendió? / «De pura memoria, dice». / De los murallones coronados por pehuenes / de los cardos y los dos metros / de nieve, de ahí, «de lo que me acuerdo» (pág. 21). Ahí va Ezequiel cabalgando noche adentro, cruzando pinalerías y ceniza en el más ahora de los presentes, año dos mil diez de los cristianos (pág. 24). No te detengas. Andrés reúne las astillas, / Anekke descorcha el vino, / Bernardo / hace recuerdos de la nieve (pág. 60). Con ellos comparte el aroma del changle, el ajo chilote, los pejerreyes, las truchas a la parrilla, el merkén de los archipiélagos, los caracoles de otoño, el queso de Carahue, el ají, la chorrillana lafkenche y los digüeñes que, desde la distancia, se asoman humeantes y ruidosos.
El ascenso a la montaña es gratificante, aunque a ratos la memoria le trae pasajes resbaladizos y dolorosos: Sube. En cada gota que cae, un odio se hace más pequeño. Cada paso es un golpe, así cuando venga un latigazo verdadero, la burla, la risa de verte en el suelo, tengas un bosque en el aliento, una pequeña vertiente fría que refresque tus caídas de bruto entre las ortigas (pág. 13).
Durante las cálidas noches el poeta se libera de sus preocupaciones terrenales y, como monje tibetano se aventura en el espacio: Un aerolito / parece mi cama de piedra / con su tatuaje de granito / y la Cruz del Sur girando en el muro. / Sube Antares / sobre la silueta del Descabezado / y Venus a la derecha del Cerro Azul. / Un astrolabio / es mi esqueleto en el suelo (pág. 29).
A decir de Bernardo González Koppmann, Silvestre es «un extraño volumen por su levedad y la rara belleza de su propuesta poética, escritura que me he atrevido a reconocer como “arcaica” en el sentido clásico de la palabra» (letras.mysite.com, 2015). Así también, algunos versos —como delirios borgeanos— traen ritos, batallas y leyendas universales tan remotos como los bosques maulinos: Como caracolas de antiguas batallas / o derrumbe de ciudades bíblicas, / mugen grandemente los animales / de vuelta a la veranada (pág. 17).
Silvestre es un canto a la memoria a los territorios salvados de la mano del hombre: quebradas, arroyos, riachuelos, barrancos, bosques y montes que permanecen intactos al paso del tiempo. También es un grito al lenguaje que se extingue, un acto de resistencia, una mordida a la lengua del intruso.
Son escasas las palabras y es inmenso el paraíso al que Moncada nos arrastra. Pero fiel a su oficio observa, husmea, investiga, construye. Viaja tras las palabras que vuelan por los aires cordilleranos, las atrapa, las ordena en el poema y las lleva a la conversa cotidiana.
Al finalizar la lectura coincidimos con el protagonista de este viaje. Lo acontecido como un sueño o una volada entre bocanadas de cáñamo. Un pensamiento a la velocidad de un meteorito: Prendamos el horno / antes que todo se desvanezca; / resopla, viejo dragón chino / en medio de los avellanos, / lanza chispas, / aturde a los abejorros, / que en el tambor del fuego / ya se atisba el cristal. / Y que nadie diga / una palabra, / somos, no somos, / ¿y qué importa? / Estamos / y ya no estamos.
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