Por Ricardo Herrera Alarcón
Sufro porque no tengo ninguna pasión de esas que llevan a izar triunfalmente banderas, decía Tristan Derème, el fantasista francés. Lo recuerdo al leer otro texto más donde la palabra asombro es vista como santo y seña de lo poético. Y me pregunto: ¿En qué momento se empezó a repetir que la poesía iba en busca del asombro? La poesía, me parece, va en busca más bien de la fractura, del agua estancada, de los organismos que se forman entre las piedras de un río seco. Está en los cuerpos descompuestos de Benn, los ataúdes de Parra, la mecánica industrial en que se atora y oxida la dialéctica en Raimondi. El cultivo del aburrimiento y no del peligro, del ascetismo y no la vida peligrosa, se me ocurren una aproximación nada prejuiciada hacia la vida de un escritor. No hay nada más antipoético que vivir con un poeta, un tipo lleno de mañas y rutinas, que puede ser tanto un católico ultraconservador como un marxista revisionista expulsado del partido. Pero el asombro, por qué el asombro. Por qué suponemos que un poeta debe vivir observando todo como la primera vez. ¿Y si observa como si fuera la última vez (sin saberlo) o como si ya no reconociera lo que observa? La poesía se desliza hacia el descubrimiento de lo oscuro, tanto como hacia lo numinoso. ¿O es que encerrado he perdido todo vínculo con lo sagrado? No lo creo: con el encierro he perdido toda vitalidad, si es que alguna vez la tuve, y me he convertido en el poema de Strand: un cuerpo que pasa de un cuarto a otro pensando que la vida debería ser más que ese pesado deslizarse. Comenzó el frío otoño y me hago cigarra para evitar el ejercicio, salgo a tomar la micro como quien se sube a una rueda de chicago en Los Molles: el horizonte -ese verano en que fuimos con mis padres- era el cuerpo de una mujer que me había dejado Tan triste como Ella, con el poema “Carta” de Jamís tatuado en el brazo donde los presidiarios se pinchan con tinta anclas y serpientes:
Mira, muchacha, de pronto sentí ganas de escribirte una carta para entregártela yo mismo y leértela yo mismo. No quiero olvidar tantas cosas que debo decirte y por eso me valgo de pluma y papel. Te leeré esta carta sentado en aquella roca en que los dos hablamos casi por primera vez, y casi sin darnos cuenta comprendimos que la vida nos puso pecho a pecho.
Me pregunto qué es el horizonte en este momento. Las musas me deben estar odiando: no es tan aburrida la vida de un poeta, yo que he amado el peligro, yo que lideré caravanas hacia el vacío y los vasos llenos, me pregunto ahora si era mi corazón el corazón del mundo porque nadie podía disputarme ese derecho. He vivido una vida que no puede vivirse, repito con Vicente, pero tú poesía no me has abandonado un solo instante. ¿Me acerqué a la poesía porque era un peligro? Puede ser. ¿Me acerqué porque me llevaría a ínsulas extrañas y me alejaría del aburrimiento de habitar el mismo lugar todos los días? Puede ser: amaba a mi familia, estar con mis padres, jugar con mis hermanos. Es cierto que tengo lagunas mentales absolutamente contaminadas de botellas con fetos, huesos de peñis y tablillas de arcilla con textos apócrifos, pero recuerdo a Arsenio invitándome una cerveza y otra para capear los calores de San Felipe, yendo a comprar cecinas artesanales donde El manchado en Putaendo, viajando en su Ford falcón azul petróleo por Rinconada de Silva, Llay Llay, Tres esquinas, Catemu (“Tú te quedas leyendo en el auto mientras yo pinto”). Ese es mi horizonte: la memoria de un sol implacable, la morgue donde fui a buscar a mi padre el verano pasado. Acá mi horizonte: una pantalla donde se reproduce todos los días la misma escena: una rueda de chicago en Los Molles dando vueltas, frente al mar, en una feria de verano. Es enero del 96 y me han invitado a pasar unos días en familia a la playa. Vamos en carpa a un camping de unos conocidos de mi viejo. Vamos en su automóvil que parece extraído de un collage de Arestizábal o una película de Bogart. El pueblo es pequeño y me gusta. El camping queda cerca del mar. El calor es atenuado por una brisa marina que no tiene el frío de las playas sureñas. Mis padres llevan todo ordenado: los comestibles para el día, los juegos de cartas y las bebidas para la noche. Yo me escapo en las tardes a ver el crepúsculo, a escribir mirando el sol en busca del asombro. Soy un poeta para nada joven en busca del asombro. El asombro es para mí, ese verano, una amiga que me han presentado hace unos pocos días y que se ha quedado en la ciudad esperando que regrese. Es nítido mi recuerdo: la búsqueda de la tristeza al recordarla, los muchachos que se arrojan a las olas en tablas de surf, la sensación de que la vida tiene algo de perfecta, que si bien no conquistaré imperios ni escribiré grandes poemas, una mujer me espera. Es bueno comenzar a escribir desde esa resignación, por lo menos para mí durante ese verano: tengo 25 años y creo que nunca publicaré libro alguno, pero me gusta saber esa tarde que mis versos imperfectos no son para nadie más que para una muchacha que me espera. No debería haber perdido nunca esa claridad, esa porción de destino, ese cuajo de horizonte que los años fueron pudriendo. Leo un poema del fantasista Derème: “¿Dónde te has ido pobre corazón sin timón?”. En la ciudad suena el teléfono de mi casa todos los días porque todos los días alguien llama para saber si he regresado. No está tan mal el mundo si alguien me espera, si una muchacha llama todas las tardes y le responde Fayad Jamís para decir:
Estoy despierto, sé que a pesar de todo nos amaremos locamente, como si mañana (ahora mismo) fuera la última vez, como si éste fuera el gran amor de nuestras vidas, como si éste pudiera ser otro que el gran amor de nuestras vidas.
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