Sobre Baladas de una joven enamorada rodando su carrito sanguchero
de Esmeralda Cueva
¿Que quién soy yo?
Soy la poesía, la criminal de todo esto.
Por Marco López Aballay
La palabra poesía se desparrama por los rincones de Trujillo. Abre puertas, sube a la techumbre, cae al plato de sopa, se cuela en el pan, en las sábanas blancas del hospital. Sangre fresca que mancha las hojas de un cuaderno, mientras una mujer abre sus piernas para dar a luz versos con olor a pobreza, a enfermedad, a dolor y a muerte. En la sala del hospital / prostrada en cama / la poesía enferma está / su voz quería hacer escuchar (pág. 43). La poesía es andariega / le gusta la calle como a mí / está en el obrero, en el artesano, en las maravillas / del alfarero, en la barrendera, en el jardinero / en la sonrisa trasnochada del taxista a punta / de chiclets y caldo de gallina. (pág. 49)
La poesía es fiel confidente de Esmeralda Cueva Bejarano (Trujillo, 1981), aquella le abre el apetito de la justicia, la esperanza, el amor que yace en un punto del espacio. También es un arma que frota el pecho del enemigo y vibra con balas de acero inoxidable. Un peligro público de dudosa procedencia. Soy la que está delante de ti, ídolo de barro y saliva, / en la que no crees ni apuestas un diezmo, / y no ves, porque buscas un dios invisible creado en tu cabeza hueca. // Soy la delincuente que no esperas encontrar en las calles, / pero adoras en tus redes de píxeles y múltiples filtros de vintage. / Soy a la que dices: te amo, te amo. (pág.27)
Con la energía de sus versos la poeta obrera se levanta en madrugada, arrastra sus pies al precipicio, amasa el pan que ahora mezcla con la sal de sus lágrimas quemando uno a uno sus pensamientos. En la calle se disfraza de alegría mientras abre sus manos para alcanzar una moneda, un suspiro, un saludo o un escupitajo que alcance para algo. Empujando el carrito / la lluvia malogra las pistas. / Mamá habla sola / los gallos cantan a lo lejos. // Un auto pasa a velocidad salpicando lodo, / no sabe que la ropa que llevo / debe durarme limpia una semana. / La lluvia malogra las pistas. (pág. 15)
En esas andanzas se tejen las líneas de este hermoso libro, cuyo viaje la trae de vuelta a cargar la cruz del día a día, mientras un puñado de palabras la invita a la pausa, a la reflexión y el diálogo con los pájaros errantes de su memoria. Pero se deja querer por las letras que huelen a tierra mojada, a lluvia fresca en la ventana. Con colores penetrantes que la dejan casi ciega en una alfombra floreada. En las esquinas de este libro divisamos lustrabotas, recicladores, cobradores, viejas, solitarias, locos, fantasmas y tantos otros que van configurando una trama, un tejido social que lanza aullidos en la oscuridad de la selva. Él camina / tirado por cuerdas invisibles / lo arrastran, lo levantan, lo despeinan, / le hacen daño. // Se arrodilla, se pone a rezar / promete no tomar del fruto prohibido jamás. / Las cuerdas tiran y tiran sus nervios, / grita, llora, fantasmas en su cabeza afloran. (pág. 63)
El barrio en que vive es el epicentro de sus acciones, desde ahí se despliegan las cadenas de su existencia arrastrando alegrías y tragedias que la mantienen en vilo. Mi barrio huele a terokal, / a café pasado, a leña de infierno y criaturas de sal (pág. 31). Ya en casa y desocupada del carrito sanguchero, se encierra en su habitación donde la imaginamos leyendo, escribiendo, comparando versos y palabras que se desparraman desordenadamente sobre la casa vacía. Sagrado oficio que le permite proyectarse en un tiempo imaginario: He bajado a mi cuarto / y mi cuarto ya no huele a mí / carece de identidad, de alma. / Mis libros cubiertos de olvido / como nichos de cementerio / regados por el suelo aguardan una historia que contar. (pág. 89)
Tamaña obra que constituye un tour poético visual lleno de contenido que valoramos en estos tiempos caóticos de redes sociales que no paran de chillar. Esmeralda Cueva nos toma de la mano y nos muestra escenarios de infierno, aunque también de luminosidad, dejando un registro social lleno de vida y emociones encontradas en una ciudad sudamericana que respira y vibra en este punto del planeta. Acaso la clave sea la aguda observación —tanto introspectiva como externa— cuyas líneas de fuego se despliegan como espirales que se entrecruzan y separan cada cual en su camino.
Baladas de una joven enamorada rodando su carrito sanguchero (Montacerdos Oficial, 2022), es un libro que, en ciertos aspectos, sigue la ruta de poetas peruanas como María Emilia Cornejo (1949-1972); Mariela Dreyfus (1960); Montserrat Álvarez (1969), Teresa Orbegoso (1976).
Un poemario que nace desde dentro hacia afuera, y se potencia en su aguda mirada que a momentos nos deja perplejos, acaso sin esperanzas, aunque persiste la fórmula secreta para superar las circunstancias. Quema esta mañana. Sola quiero estar, / arder en mi hoguera, en mi hoguera melancólica / que no mata, que quema. (pág. 69). Su cuerpo está hecho de versos y poemas que la conducen al útero de la madre tierra. En ella se reconoce como partícula vital en el engranaje universal. De ahí proyecta su existencia, identificándose como hija, mujer, madre, amante, obrera y poeta. En ese reconocimiento reclama el estado natural de las cosas: Madre cubierta de asfalto y brea / de cemento, de fría acera. / En la ciudad, la madre, tiempo lleva muerta / y solo produce basura, caos y mierda. (pág. 55)
Pero Esmeralda es esto y mucho más, acaso una santa cuyo claustro la espera en los dominios de su muerte: Llevo a pasear a mi sombra / o ella me lleva a mí / o ambas por mutuo acuerdo / de tanto darles vuelta a las sábanas. // Salimos a caminar por las calles, / silentes, insomnes, frías / hasta agotarnos y descansar un día / cerca al mar, entre olas, / bajo el sol o bajo seis pies, dormidas. (pág. 91).
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