La fuerza vital de “Las palabras se levantan de la tierra”, de Sylvia Cortés Bello
- Viaje inconcluso
- 19 oct
- 4 Min. de lectura
Por Carolina Quijón

Las palabras se levantan de la tierra (Editorial Bogavantes, 2025) es un libro que parece respirar con la cadencia del viento en el sur. Sylvia Cortés Bello nos invita a escuchar el murmullo de lo que yace bajo la superficie: la memoria de los muertos, los amores extraviados, la infancia, el duelo, la maternidad, los ciclos de la naturaleza. Su voz emerge como una raíz que, desde la oscuridad, busca la luz, y al hacerlo nos recuerda que toda poesía verdadera se escribe también con el cuerpo que habita un tiempo y espacio.
El título no es solo metáfora, sino declaración de principio: la palabra, en Cortés, es un organismo vivo, un brote que germina desde lo más hondo del ser. “Las palabras se levantan de la tierra / como granos germinados en el tiempo”, escribe, y en ese verso se contiene la esencia del libro: la convicción de que el lenguaje no pertenece al aire sino al suelo, que la voz poética es continuidad del paisaje y de la historia que lo habita.
En esta poética, la naturaleza no es escenario, sino una extensión del alma femenina que la enuncia. El bosque, el río, el viento, los insectos y los animales —como el gato Rodilardo o los pilpilenes del humedal— son presencias cómplices, testigos de la vida que pasa y de la muerte que se aproxima con su lentitud sabia. En estos versos se siente la herencia mistraliana: esa mujer que cuida, que nombra y que sufre, pero que nunca se aparta del amor por el mundo.
Sylvia Cortés escribe desde el borde entre lo humano y lo divino: “La vida se acorta como un día de invierno”, nos dice, y en esa imagen se cifra el temblor del tiempo, la conciencia de la finitud que atraviesa el cuerpo y la palabra.
Hay también en esta obra un tono de soledad cósmica que dialoga con Alejandra Pizarnik, aunque Cortés no se entrega a la oscuridad, sino que la transforma en revelación. “Las palabras / son a veces / un puñado de cuchillos”, confiesa, y sin embargo insiste en pronunciarlas, sabiendo que solo en el riesgo de la herida el poema se vuelve verdadero. La poeta se reconoce vulnerable, pero también invencible en su fragilidad: el acto de escribir es un modo de resistir la muerte, de mirarla a los ojos con ternura y aceptación.
En su poema “El bosque de los suicidas”, el dolor se vuelve atmósfera, una bruma que envuelve al yo lírico, pero sin caer en la desesperación; más bien hay una comprensión profunda de los límites de la existencia, una lucidez que recuerda a la poeta uruguaya Idea Vilariño y su manera austera de decir lo irreparable. Cortés escribe: “Seguí caminando entonces por las huellas / angostas que dificultaban el paso”, y en esa imagen hay persistencia, dignidad: la caminante no se detiene, aunque el bosque sea oscuro.
Desde lo femenino, el libro ofrece una lectura sobre la identidad que no se somete al canon patriarcal de la heroicidad o la perfección. En “Dualidad”, la autora afirma: “A veces soy Eva / o soy María. / Mis sueños oscilan / entre la carne y el alma”. Aquí la mujer se reconoce múltiple, contradictoria, cuerpo y espíritu, deseo y fe. Esa conciencia de ambivalencia construye una voz poética donde el amor, el dolor y la reflexión existencial se funden en un mismo cauce.

El libro también es una cartografía familiar y ancestral: la madre, el abuelo, las hermanas, los muertos que acompañan desde otra dimensión. “Desde el silencio más absoluto de la tierra / nos hablan los huesos de nuestros muertos”, dice en “Retazos”, abriendo una grieta donde la memoria personal se vuelve memoria colectiva. En esos versos se adivina una sensibilidad que conecta con este territorio Walmapu, aunque no se nombre explícitamente: hay una forma de entender que la tierra no es objeto, sino madre, y que los muertos continúan dialogando con los vivos.
En Las palabras se levantan de la tierra existe una estructura que avanza desde lo íntimo hacia lo universal, desde el gesto doméstico hasta la contemplación cósmica. En “Nada se ha perdido”, el yo poético declara:
Sólo adelanté mis pasos
para indagar el infinito...
Mis ojos miran desde aquí el universo.
Lo veo lejano, un punto
en la inmensidad cósmica,
y me acerco, me acerco...
Este fragmento revela una espiritualidad, un modo de conocimiento que nace del asombro y la contemplación.
El cierre del libro, con su poema “Pausa”, no es un final sino un acto de centinela:
He dejado estos años
para escuchar mi propia voz.
Allí se condensa la madurez de una mujer que ha transitado por los caminos, etapas de una vida, y que al fin se detiene para oír el eco de sí misma.
En su conjunto, Las palabras se levantan de la tierra es una obra que celebra la persistencia de la poesía como fuerza vital. Sylvia Cortés Bello escribe desde La Araucanía, pero su voz trasciende lo local: pertenece a esa tradición de mujeres que, como Mistral, Pizarnik o Vilariño, han hecho de la palabra un refugio y una rebelión. La poesía se levanta no sólo de la tierra, sino también contra el olvido.



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