El anciano mapuche abandonó la ruca con destino al pueblo. Su misión consistía en comprar todos los enseres requeridos para soportar la extensa temporada de lluvias que se avecinaba. Y partió al amanecer, como siempre lo hacía al despuntar el otoño. La caminata era áspera, fatigosa, pero al hombre le gustaba escuchar el canto de los pájaros y contemplar el rotundo paisaje. En su bolsillo atesoraba todo el dinero de la cosecha. Unos cuantos billetes arrugados con los cuales recorrería los aún incipientes negocios.
La mañana transcurrió sombría, a pesar de que el sol brillaba con una extraña intensidad. El hombre transpiraba copiosamente y sus manos exhibían un leve temblor.
Ese temblor le preocupaba cada día más.
Al llegar al pueblo, el cansancio se disipó y el anciano suspiró hondo. Tenía un largo día por delante, tenía una sentencia que cumplir. Debía manejarse con extrema cautela y precisión. Aunque la cosecha fue abundante, su presupuesto era escaso.
La comida y los utensilios los fue adquiriendo según la usanza acostumbrada. Desde hacía más de tres décadas que cada transacción se regía bajo un estricto orden de importancia. No le gustaba perder esas costumbres.
Ni esas ni ninguna otra.
A mediodía ya había realizado las compras más urgentes. Así que decidió descansar un rato. Se sentó en un banco de la plaza a reposar, mientras comía una tortilla que le compró a otro anciano, casi idéntico a él. Luego, durmió unos minutos sintiendo el rumor de las carretas. Pero su sueño fue intranquilo, molesto. Despertó sobresaltado con el ruido de una bocina y entonces prosiguió con su riguroso cometido.
Cuando el sol amenazaba ocultarse, finiquitó las compras y ordenó en su costal todo lo que adquirió ese día. El dinero le había rendido más que el año anterior. Tuvo suerte, tuvo prudencia.
Acarreando el saco sobre la espalda, ahora el anciano camina de regreso a su comunidad, siguiendo la flamante línea del tren. Al transcurrir unos diez minutos de viaje, extrae una linterna de su bolsillo. La encendió y la apagó, varias veces. Funcionaba a la perfección. Su vista no era la misma de tiempos pasados. Por eso, decidió ir descansando cada tanto ayudándose de la luz artificial.
A tranco firme llegó al puente ferroviario.
Desde allí sólo restaba la mitad del trayecto. Con la mano derecha cogió firme la linterna y alumbró sus pies. Era perentorio caminar con cuidado, saltando entre durmiente y durmiente. Abajo se apreciaba el agua correntosa y los afilados peñascos brillaban con preciosa intensidad. Al hombre le pareció que el saco estaba muy pesado. Quizás fue un error comprar tantas cosas, pensó mirando hacia el este.
Justo cuando su pierna izquierda descansaba sobre un durmiente y su mano derecha se apoyaba en la baranda, escuchó un silbido metálico.
Se acercaba el tren.
En lontananza, unas luces parpadeaban a ritmo constante.
El anciano guardó la linterna en su bolsillo, aprisionó firme el saco y lo depositó entre sus piernas. A continuación, apoyó su vientre contra el pilar y dobló su espalda. La máquina se acercaba palpitante. El hombre aguantaba la respiración, mientras sentía un ejército de caballos ascendiendo por su espalda. Las orejas le zumbaban, su escaso cabello se removía con el remolino que producía la máquina. Cerró los ojos; pero aun así pudo observar el reflejo de la luna sobre el agua. En ese momento vio a su hermano arrastrado por la corriente, soltándose de su mano, hundiéndose en la espesura.
Los vagones se repetían interminables.
El anciano no sabe cuántos minutos transcurrieron. Soportaba el feroz rugido de la máquina y después su cuerpo fue arrastrado por el profundo silencio. Poco a poco su cabeza abandona el letargo. Ahora otea el cielo y mueve las piernas. Siente la boca reseca. Las manos le sangran, pero sonríe porque sabe que no soltó el saco. Y vuelve a caminar, primero con sigilo y luego descuidadamente. El miedo al fin desapareció. Se fue con el agua del río. Sí, el río es su confidente. El hombre siempre fue testigo de la oscuridad. Por eso, lanza lejos la linterna. Disfruta el viento en su cara, disfruta la irregularidad de la vía.
Disfruta el olor del follaje.
Aún no necesita el tren. Pero sabe que su silbido es un lenguaje incontenible.
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