Por Silvia Rodríguez B.*

Una atmósfera enrarecida donde predominan los temas de violencia y muerte cruzan los dieciséis cuentos que componen “La sombra del barrio rojo” del escritor chileno Tomás J. Reyes, editado por Ediciones Rocinante (Perú). La mayoría de los textos lleva un epígrafe de poetas o narradores varones, que da cuenta de las preferencias y diversas lecturas realizadas por el autor.
En la primera parte del libro, uno de los cuentos que llama la atención es “La ceremonia” donde se presenta una sociedad alineada y moralista que no acepta el adulterio. Bajo la mano de un narrador omnisciente se despliegan diversas voces que sin cruzarse entre sí y en forma de monólogo, entregan su versión de los hechos, perfilando así la vida de los amantes que deben ser juzgados. En “Pasajero del abrigo” nos encontramos con un narrador protagonista que necesita en forma urgente denunciar un hecho del cual fue testigo. En este caso, el relato cobra un giro sorprendente en los dos últimos párrafos logrando así descolocar al lector. “Una carta para Aurora Benítez” es una historia con claras notas filosóficas y existencialistas donde en forma prolija se describe la nostalgia en la que se encuentra sumido el protagonista: “Hubo días en que, simplemente, no quise trabajar. Desaparecieron mis hábitos de lectura, mis paseos al atardecer, las reuniones del jueves con los amigos y mi rutina de comer a la misma hora. Comencé a esperarla y me frustraba al saber que no vendría. No me atreví a pedirle compromisos ni a confesarle nada. Me acostumbré a la incertidumbre, a un mundo con aspectos incontrolables, zonas oscuras que irrumpen y trastocan la vida en la luz”.
En “El cigarrillo” la rigurosa prolijidad del autor tras una sucesión de párrafos nítidos hablados en monólogo convierte un simple acto cotidiano en un acontecimiento impredecible que, sin duda, el lector, leerá olvidando que está leyendo una historia cuando llegue a uno de los párrafos donde describe las emociones que la ciudad provoca en un hombre sureño que anhela volver a su pueblo: “Los cadenazos contra el tendido eléctrico tenían al barrio entero a oscuras y la posibilidad de encontrar un boliche abierto era casi nula. La urbe transmitía sensaciones de enorme vacío y, más aún, siendo Santiago una ciudad con formas rectas y sin vida, acostumbradas al paso arrollador de transeúntes y vehículos. “una ciudad muerta para los muertos”, rumió con resentimiento. Añoraba las calles de San Cristóbal y la acogedora imagen que teína de ellas”.
En la segunda parte, la mayoría de los cuentos, confirman la capacidad narrativa de Tomás J. Reyes que desarrolla con variados tonos y registros una gran diversidad de lenguajes puestos en boca de seres que merodean por lugares ensombrecidos, cubiertos de misterio y acontecimientos que tan sólo se dan y se viven bajo el amparo de la noche. Sus creaciones oscilan entre lo extraño y lo fantástico con personajes que, se encuentran atrapados en la tragedia de su propio destino. En esta línea, Tomás J. Reyes, aunque manteniendo los temas vinculados a la narrativa chilena, se conecta con la tradición rioplatense del cuento cuyos máximos representantes son: Quiroga, Borges, Cortázar.
Cabe hacer notar que algunos textos describen en forma encubierta hechos basados en la vida real que hace años se dieron en Talca, ciudad ubicada en la zona central de Chile. Por ejemplo, “Ciudad de nadie” recuerda una tragedia que enlutó la ciudad a mediados de los 90. Por otro lado, “La sombra del barrio rojo” narra en modo ficción, anécdotas del cura Lebret y de cómo fue su relación con “La Pecosbil”, una famosa cabrona del barrio Diez Oriente. Este sacerdote, muy querido y valorado por la comunidad, se dedicó a rescatar de las garras de los proxenetas a varias mujeres prostitutas a las que, posteriormente, por mencionar algunos de los oficios, eran instruidas en funciones de limpieza, costura, peluquería, jardinería, para luego ubicarlas en el rubro que más le acomodaba. En estos dos cuentos la trama se va dando en forma paralela ya que la historia del presente se va urdiendo con la del pasado a través de un narrador externo y protagonista a su vez, además la estructura de ambos textos se desarrolla en forma de diálogo en el que los protagonistas van narrando la historia a través de una amena y fluida conversación.
Por último, en “Sin perdón” presenta, en carácter de ficción, el caso de La calchona, que fue un brutal homicidio sin resolver ocurrido en Talca. De acuerdo a lo anterior, Tomás J. Reyes pone la literatura al servicio de la realidad para esquivar el olvido, logrando así insertar algunas de sus historias en la tradición realista chilena, vinculada, por ejemplo, a la narrativa testimonial y política de Carlos Droguett.
Sin embargo, los cuentos “La musa” y “El extravío”, a pesar de su fluidez, me parecen débiles y carentes de impacto; la primera, que es un micro-relato, es la pincelada de un instante exenta de profundidad, la segunda, a pesar de su ritmo, velocidad y de los personajes bien definidos, es un texto trivial. Pero como ya sabemos, todo libro arrastra, por momentos debilidades que no reflejan el talento del autor, ni opacan al conjunto de la obra, tan sólo quedan cómo una brisa ligera que pasa desapercibida y que nadie recuerda.
En resumen, nos encontramos ante un libro cuyos personajes son tridimensionales, ya que están delineados con pensamientos, emociones propias y acciones que, al ahondar en la tragedia y pasiones humanas, quedan retenidos en la memoria gracias al lenguaje y estilo transparente con el que son presentados.
------------------------
* Silvia Rodríguez Bravo, poeta chilena. Seudónimo, Profeta de Bares.
Autora de los poemarios Entre la poesía y yo, Versóvulos, Profeta de Bares, Diario de una cesante, Año Bisiesto, Anatomía de un insomnio, Ultrajada.
Narrativa: Despertar confuso (relatos), La biblia de Lilith (novela).
Obtuvo el primer lugar en el concurso Carmen Conde (ediciones Torremozas, España, 2016).
A nivel nacional ha sido incluida en las antologías “El lugar de la memoria”, “Voces de la memoria” y “Basta”.
A nivel internacional ha sido incluida en Poemarios del Centro de Estudios Poéticos “Primavera Eterna” (2002), “Penumbras y Sombras” (2003), Madrid, España. “Antología de la poesía chilena”, Francia (2021) y en la página virtual para escritores iberoamericanos “Conocer al autor”, Madrid, España.
Con su ensayo “Despertar de un silencio” participó en el Seminario “Jornada Mujer y Literatura” celebrado en Huesca, España.
Realiza talleres de creación creativa en centros penitenciarios de mujeres y hombres como también en el Sename y otros espacios no convencionales.
-----------------------------
LA CEREMONIA, de Tomás J. Reyes
«Pero sí, hay algo. Hay un pueblo. Se oye que ladran los perros y se siente en el aire el olor del humo» (Juan Rulfo)
Fue el primer domingo de noviembre, 1961. En la esquina sureste de la plaza, mirando al vértice que forma el muro parroquial con los corredores Molina, se inició la construcción de un gran escenario, o por lo menos eso creyeron todos que era. La música de serruchos y martillos recorrió la avenida Nazaret de oriente a poniente y, desde allí, se derramó hacia las callejuelas pegoteadas por los alrededores.
Concurrieron emisarios desde varios puntos del pueblo, necesitaban saber más, pero ni siquiera los carpinteros, ocupados en cortar y martillar, conocían los motivos. Por lo demás, estaban los permisos en regla, el total de los materiales disponibles y se sabía que un grupo de ciudadanos ilustres pagaba el triple por trabajar solo los domingos.
Durante las semanas que siguieron, muchos intentaron averiguar algo sobre aquel esqueleto frente a la parroquia, pero la reserva fue absoluta. Nadie, ni siquiera las autoridades responsables, dijeron cosa alguna.
La verdad que se urdía en Quebrada Negra, si es que se pudiera usar la palabra verdad cuando calificamos hechos humanos, ni siquiera ahora, cuarenta años después de ocurridos los mentados hechos, aparece tan clara como quisiéramos. La razón, un secreto colectivo: lugares, personas y acciones olvidadas a la fuerza. Y ese olvido es parte de la fachada inofensiva del pueblo, aunque, claro, dicha fachada funciona solo para los turistas, pues en lugares como Quebrada Negra —ahora lo sé y lo entiendo— la vida fluye como en un gran teatro, pero un teatro especial, en el que los vecinos son actores, espectadores y críticos.
Es por ello que, a pesar de no tener seguridad respecto del motivo de la construcción en la plaza, lo probable es que los pobladores conocieran, incluso, mientras se realizaban los interrogatorios en la parroquia. Allí, siete notables, (todos ya fallecidos) entre los que estaban el cura Francisco, el juez, el teniente de policía, un representante del municipio y otros vecinos ilustres, escucharon las declaraciones de diversos testigos en lo que parecía un juicio clandestino.
—Que si sé lo que pasa con la Raquel Muñoz, claro que sí, la muy sinvergüenza está de amante con el Tito González, de los González del alto, detrás del cementerio. Yo vivo cerca. Varias veces me la encontré justo cuando iba saliendo en bicicleta a encontrarse con él. No, nunca los he divisado juntos, pero la Carmen Letelier sí. Ella sabe mucho más, los ha visto en ocasiones y, en una de esas, ¡Dios me perdone! Y el pobre Manuel, secándose el pellejo en los aserraderos. Si supiera lo que hace su mujer por acá, no le deja hueso bueno.
—Fíjense que la vecina Raquel deja a los dos niñitos solos y sale a putear por ahí. Los encontré llorando en la entrada y me quedé con ellos hasta que se calmaron. Menos mal que son tranquilos, porque con una madre así de loca, se puede esperar cualquier cosa. Fíjense que yo vivo al lado y les aseguro que he escuchado a ese joven cuando llega. Es el Tito, el hijo de don Pedro González. Mi marido dice que tengo el oído filoso y es verdad, despierto con pequeños ruiditos. Fíjense que el miércoles pasado, si no me equivoco, oí sus pasos y el crujir de la puerta al entrar. Dios quiera que no pase nada. Don Manuel es callado, pero se las trae el hombre. Fíjense que le ha dado de palos a la Raquel, sin embargo, ella sigue y sigue con los entuertos.
—Soy Carmen Letelier, y claro que los he visto desde la falda del cerro. Al principio, no sabía quiénes eran, se veían bultos moviéndose, nada más. Una noche del invierno pasado, las ovejas balaban más de la cuenta y salí a caminar por los alrededores pensando que sería alguno de los perros que mataron una borrega el verano anterior. Al andar unos pasos sin escuchar cosa alguna, pensé en volver a la casa, pero un movimiento de matorrales me hizo avanzar en dirección a la cerca de deslinde con los Rodríguez. Imagínense la sorpresa que me llevé al dirigir la luz hacia el enredo de piernas, brazos y vaya a saber qué más. No podría explicar cómo estaban puestos, pero de que no tenían ropa ¡Ni una sola pilcha! Le alumbré la cara a la Raquel, sudaba como yegua y eso que hacía un frío de calar el alma. Cuando reconocí al Tito, me acordé que habíamos sido compañeros en la escuela. Me dio vergüenza, apagué la linterna y me fui.
—Se lo he dicho tantas veces que ya no me acuerdo cuántas: «mijita, las mujeres tenemos que ponerle un alto a la cosa, si no viene cualquiera y nos pisotea». Le he llorado a la muy sinvergüenza que no salga con el Tito González. Lo único que ha ganado es mala fama. Es mi hija Raquel, por eso me atrevo a decirle las cosas como son. Lo malo es que ya no me obedece y las personas se llenan la boca. Algunos le ponen de su cosecha, pero don Sergio no habla porque sí, de eso estoy segura. Casi me desmayé de vergüenza cuando me llamó esa tarde, me dijo en la cara lo que había visto. Por esa razón, la muy fresca, algunas noches, me deja los niños con la excusa de ir a tomar medidas para sus costuras. Lo peor es que Manuel se va a enterar. Ese hombre es un bruto capaz de matarla a ella y a los niños, por eso vine a dar mi testimonio, pensando que ustedes ayudarán a que eso no ocurra. Manuel tiene fama de desalmado desde la época en que vivía en Domulgo, allá la gente dice que mató a un cristiano y lo enterró en el monte.
—Mi nombre es Sergio Parada, conozco a Raquel desde chica, de cuando vivía en Roble Alto. Fui amigo del papá que en paz descanse y con doña Clarisa, la madre, tenemos una amistad de mucho tiempo. Íbamos a la escuela juntos… De pura casualidad me los encontré en los tres árboles. En mis casi sesenta años no había visto cosa parecida. Se revolcaban como animales en el pastizal. Cómo estarían de embromados que estuve a unos pasos y no me escucharon ni me vieron. Que si les vi la cara. No. Supe que era la Raquel por la bicicleta que estaba ahí, a unos metros. El diablo se los va a llevar por la maldad que hacen. Bueno me parece que se quieran, pero andar revolcándose por los rincones es cuestión de delincuentes. Como les digo, en mis sesenta años no había visto cosa igual. Se decía, tiempo atrás, que doña Julia andaba en lo mismo con don Salvador, el dueño de los viñedos de Lien, sin embargo, nunca nadie los vio y el asunto se echó al olvido…
—Muy hijo mío será, pero es un sinvergüenza y un sin destino. No le trabaja un día a nadie y ahora se metió con esa mujer casada. Vaya usted a decirle alguna palabra, se monta en el macho y no hay quien lo haga entender. Ustedes saben, como yo, que Dios es muy justo y que el parcito va a tener lo que merece. El pueblo entero está al tanto de lo que hacen. Me da vergüenza salir a la calle, no falta el que me insinúa algo o lo arroja directo a la cara. No sería raro que don Manuel le diera unos cuantos palos, aplaudiría si lo hiciera.
Cuarto domingo de trabajos. Los carpinteros terminaron la estructura pasado el mediodía. No era un escenario, no, más bien semejaba un cadalso de los que aparecen en las películas del oeste estadounidense. Tenía un agujero con una tapa corrediza en el centro y un arco construido con troncos de pino descascarado.
A las diecisiete en punto de aquel día se escucharon los tañidos alargados de la campana de plata de la parroquia. Los vecinos, atrapados en un extraño sopor, iban orando y cantando despacito hacia la plaza. Los muros relucían con la modestia del adobe pintado con cal. Una atmósfera enrarecida se apoderó del pueblo entero y de la plaza en particular, una atmósfera de un espesor como el que se siente en lugares cerrados por mucho tiempo o en bares donde el humo y el calor transforman el aire en una masa sórdida. No corría una sola brisa, no pasaban automóviles ni carretas, ni siquiera los pájaros se atrevían a romper el silencio y la inmovilidad que por momentos imperaba.
Un hecho inesperado rompió aquel reposo indestructible. Grupos de pobladores varones se acercaron con cánticos, gritos, bailes raros y, más que raros, antiguos, muy antiguos, de la época colonial y quizá más atrás, del medioevo europeo. Traían amarrado de pies y manos al Tito González y lo dejaron en una silla encima del cadalso.
Minutos después, desde el sector del hospital, aparecieron mujeres vestidas completamente de negro, entonando las mismas canciones y ejecutando lo que parecía una danza fúnebre. Raquel venía atada y con los gestos del terror en los ojos. Se produjo un silencio perfecto una vez que la mujer fue puesta en la tarima. Los siete dignatarios que participaron en los interrogatorios ocuparon los asientos ubicados delante del cadalso. El párroco, vestido con sotana negra, se levantó para dirigirse a la muchedumbre que a esa hora colmaba la plaza.
—Queridos hermanos —dijo, abriendo los brazos con la intención de abarcar a todos los que oían— el hombre y la mujer que se ven en la tarima han sido juzgados bajo las leyes establecidas por el Espíritu Santo en el libro sagrado y encontrados culpables de cometer adulterio. Su conducta sucia, propia de seres depravados, ha envilecido nuestro pueblo ante los ojos del Padre. El jurado, aquí presente, escuchó los testimonios entregados generosamente por varios de ustedes y sentenció con unanimidad la pena máxima. Para ejecutarla, invitamos a don Manuel Medina, esposo de la pecadora y el más perjudicado por lo sucedido. Que se haga la voluntad del Señor.
—Amén —respondieron los presentes y guardaron silencio.
Manuel, vestido con túnica blanca, salió de entre la multitud mirando a los prisioneros, que permanecían con el mentón pegado al pecho en señal de vergüenza y arrepentimiento. Lo acompañaban tres voluntarios con capucha de verdugo. Los cuatro hombres se arrodillaron y oraron en voz baja, luego se pusieron de pie y levantaron a Raquel y Tito, que temblaban en silencio.
La gente comenzó a cantar, a batir palmas y a gritar: «¡Justicia, justicia, justicia!». Desde el fondo, junto a la entrada del banco, un grupo rezaba en voz alta: «¡Perdónalos, Señor!». A las dieciocho horas exactas, con la plaza llena de cabezas negras y expectantes, los culpables fueron puestos en la plataforma corrediza y colgados por el cuello. Los creyentes oraron y cantaron media hora más, luego salieron con los cadáveres en andas, llegaron hasta un agujero ancho y hondo en las afueras del poblado. Allí, los arrojaron sin cruz, lápida ni palabras de despedida.
Comments