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5 poemas de "Siluetas extraviadas", de Lita Gutiérrez

Viaje inconcluso

Por Ricardo Olave


¿Qué lleva a alguien a buscar la obra de un poeta? La recomendación de un amigo, las críticas literarias, o un verso leído al viento que, tras explotar en el interior de uno, comienza a crecer y solo se puede parar hasta encontrar el papiro original. En mi caso con Lita Gutiérrez (Gorbea, 1937- Cartagena, 2000), el encuentro nace tras descubrir una calle que lleva su nombre.

Más bien, Gutiérrez es una de las 19 poetas que posee una calle o pasaje en Fundo El Carmen, un macro sector (como les gusta usar como concepto a los alcaldes) al noroeste de Temuco. Al principio, lo que pareció ser una casualidad o elección al azar, terminó convenciéndome de que era el juego de un frustrado literato convertido en arquitecto, que en ese entonces quedó a cargo del diseño del pueblo y que, o bien leía mucho, o una tarde dio vuelta un mueble y seleccionó al azar una seguidilla de obras.

Solo eso explica la extraña mezcla entre científicos, políticos y literatos. Si sumamos a escritores, se adhiere el traiguenino Luis Durand o la conocida María Luisa Bombal. Si volvemos a la poesía, de los 19 elegidos, solo 2 son mujeres y ni siquiera comparten estilo o periodo. Mientras que Lita forjó su obra durante la segunda parte del siglo XX, Amelia Solar De Claro (1836-1915) se dedicó tanto a la literatura infantil como a la lírica.

De Gutiérrez es poco lo que se encuentra disponible. Casada dos veces, viuda en una sola oportunidad, madre de dos hijos, que dejó el sur primero para estudiar en Temuco y luego trasladarse a Santiago.

Allí forjó una carrera poética publicando Siluetas extraviadas (1969), El reino del agua (1974) y Las últimas cerezas (1987), incluyendo otros textos publicados en Valparaíso. Es una de las fundadoras de la Fraternidad del Agua en la Sociedad de Escritores de Chile junto a poetas de la época como Pablo Guiñez, Agnes Wasley, Isabel Velasco y Enrique Volpe, creado para la formación, perfeccionamiento de la poesía (si eso es posible), así como la publicación de libros, según indica un fragmento del diario El Llanquihue de 1978. Ella se sumó al llamado de las letras y salió en las giras culturales por el territorio nacional, con compañeros y compañeras poetas “sembrando poesía por los pueblos”, según el relato de colegas de Cartagena.

Hasta hace unas semanas, los pocos poemas de Lita disponibles en la web aparecían dispersos en páginas difíciles de encontrar para quienes no acostumbran a buscar. En la biblioteca de Gorbea, de donde es oriunda, nadie contesta el teléfono o responde los correos. No encontraba por dónde más pesquisar, hasta que descubrí una cuenta de Instagram “Poetas de Chile”, que sube de forma autodidacta libros completos de autores, siendo Lita la afortunada.

Cuando al fin pude leer su primer libro, Siluetas Extraviadas, de 1969, sus poemas provocaron el mismo efecto que tiene en mí el olor a tierra húmeda, el sabor de una fruta fresca o el canto de las bandurrias por la mañana.

Creo que cuando uno abre un libro o lee un poema seguimos venciendo a la muerte, y volvemos a sentir lo que sintieron aquellos hombres que no poseían la palabra escrita y se entregan de voz en voz los secretos del pasado. Escuchemos lo que Lita protegió antaño.


Siluetas extraviadas


Ahora que los engranajes del mundo 

extravían las siluetas de los árboles, 

y el frío ancla veleros de invierno 

en la vocación de mirar caminos, luz.


Ahora que la niebla amarrada a la noche 

grita, en la intensidad de la lluvia, 

sonreír es latido 

apenas un gesto.


Ahora que todo pierde importancia 

lapidar mármoles con roja tinta de pupilas, 

quedémonos sin quedarnos, quedémonos 

en esta curva del camino.


El viaje


Nunca sé de la forma

de una rama, ni del agua estancada

del río verdadero.


No entiendo la enormidad de la noche.

Nunca sé

de la brevedad del día

y arrollo el silencio

con palabras de nostalgia.

También tuve una estrella

que como una

cristalería dorada de luciérnagas sabias, 

desovillaba mis pasos,

jugueteaba en la calle

y se trepaba por la lluvia

haciéndome señas.


Un día no la vi.

¿Dónde? ¿Dónde estaba?

¿Se habría ido de viaje

hasta la casa del dolor en donde habito?

¿O es que se ha demorado

despidiendo al frío

en el andén de la existencia?


En el incendio de hojas secas

adentro de mis ojos,

me quedé sin la estrella.

Hoy tratan de arrancarme

la alegría

de un invierno en primavera siembra de

niño que quisiera beber

la leche de la tierra.


Oro ajeno


En la penumbra,

asidos al umbral de la existencia,

contemplamos el gran ojo del mundo

desorbitado, rojo, escondido,

apoyado en la muralla de su error.


Contemplar

sus inmensas pupilas oscuras, extraviadas.

Ser todos topos y arrastrarnos

en la agonía de un mundo enfermizo.


A escondidas,

en una tierra sin nombre, hilando sombras,

construyendo imágenes en el tiempo

a través de la insondable inquietud por lo sublime.


Desgarrando velos,

hurgando en las almas paganas.

Ser solamente sombras inadvertidas en la penumbra.


Volver, ir

en el retroceso que mide

a dimensión de la angustia.


Puertos desgarrados


Se debe avanzar aún

entre esta ciega multitud

de rocas torturadas.


Luchando con la furia que no sabe del árbol

que agoniza en el desierto,


Todos con muletas,

arrastrando lentamente una ligera embarcación.

Nadando no hemos de hundirnos.

Sabemos que tienen un mundo dormido

entre dos sexos

y un mar preñado de odio en las arterias.


¡Mantener erguido este paisaje

en donde somos viajeros sin descanso,

en las vueltas, estallando en muros y en campanas.


¡Madrugadores rumiadores de albas!

¡Desconcertados miran puertos desgarrados!


Todo momento

un peregrinar en parajes sin huellas.


Como estamos de pie frente al amor,

de pie frente a la vida,

de pie frente al suplicio,

desafiemos el galope destructivo de las bestias.


Velero al viento


Viviendo como vivimos con angustias

clavadas a esqueletos

arrastrando noches en selladas noches.


Tormentas calando hasta los huesos

remeciendo tierra de sombras,

golpeando el llanto en murallas de piedra

y el grito ardido en huracán,

retumba sin dejar ecos

en las dormidas ondas.


A veces ácido el gajo verde

que exprimieron los labios.


Heridos desangrando por la tierra

rebeldes bosques sintiéndose trizados

hasta en la ósea médula.


Bajando con crujientes carretas a protestar gritando

donde jamás rompió barreras el gemido.


Nunca pudo el afilado cuchillo

de mil muertes, ser más leve a la lenta

agonía de este ocaso.


Ebrio del zumo amargo de este pozo

de su áspero brocal nos retiramos,

observando desnudas las huellas del abismo.


Cual mercaderes de peces y alas

no encontrando en el desierto

ni una brisa.


¿En vano este cabello suelto?

¡No nacimos quebrados

para sentir así tan fuerte el filo del puñal

que empuña epidermis de redes despojadas!


Hemos de trasladarnos en veleros

hasta la casa de septiembre,

portando baúles que albergan

mariposas en crisálidas.


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